Hay densas tinieblas que amenazan y destruyen la vida: las tinieblas
de la injusticia y de la inequidad social; las tinieblas corruptoras de los
intereses personales o grupales, que consumen de manera egoísta y desaforada lo
que está destinado para el bienestar de todos; las tinieblas del irrespeto por
la vida humana que siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya
sangre clama al cielo; las tinieblas de la sed de venganza y del odio que
mancha con sangre humana las manos de quienes se toman la justicia por su
cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven insensibles ante el dolor de tantas
víctimas. A todas esas tinieblas Jesús las disipa y destruye con su mandato en
la barca de Pedro: «Navega mar adentro» (Lc 5,4).
El Evangelista recuerda que el llamado de los primeros discípulos fue a orillas del lago de Genesaret, allí donde la gente se aglutinaba para escuchar una voz capaz de orientarlos e iluminarlos; y también es el lugar donde los pescadores cierran sus fatigosas jornadas, en las que buscan el sustento para llevar una vida sin penurias, una vida digna y feliz. Es la única vez en todo el Evangelio de Lucas en la que Jesús predica junto al llamado mar de Galilea.
En el mar abierto se confunden la esperada
fecundidad del trabajo con la frustración por la inutilidad de los esfuerzos
vanos. Y según una antigua lectura cristiana, el mar también representa la
inmensidad donde conviven todos los pueblos. Finalmente, por su agitación y
oscuridad, evoca todo aquello que amenaza la existencia humana y que tiene el
poder de destruirla. Nosotros usamos expresiones similares para definir
multitudes: una marea humana, un mar de gente. Ese día, Jesús tiene detrás de
sí, el mar y frente a Él, una multitud que lo ha seguido porque sabe de su
conmoción ante el dolor humano… y de sus palabras justas, profundas, certeras.
Todos ellos vienen a escucharlo, la Palabra de Jesús tiene algo especial que no deja indiferente a nadie; su Palabra tiene poder para convertir corazones, cambiar planes y proyectos. Es una Palabra probada en la acción, no es una conclusión de escritorio, de acuerdos fríos y alejados del dolor de la gente, por eso es una Palabra que sirve tanto para la seguridad de la orilla como para la fragilidad del mar. Esta querida ciudad, Bogotá, y este hermoso País, Colombia, tienen mucho de estos escenarios humanos presentados por el Evangelio. Aquí se encuentran multitudes anhelantes de una palabra de vida, que ilumine con su luz todos los esfuerzos y muestre el sentido y la belleza de la existencia humana.
Estas multitudes de hombres y mujeres,
niños y ancianos habitan una tierra de inimaginable fecundidad, que podría dar
frutos para todos. Pero también aquí, como en otras partes, hay densas
tinieblas que amenazan y destruyen la vida: las tinieblas de la injusticia y de
la inequidad social; las tinieblas corruptoras de los intereses personales o
grupales, que consumen de manera egoísta y desaforada lo que está destinado
para el bienestar de todos; las tinieblas del irrespeto por la vida humana que
siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya sangre clama al cielo;
las tinieblas de la sed de venganza y del odio que mancha con sangre humana las
manos de quienes se toman la justicia por su cuenta; las tinieblas de quienes
se vuelven insensibles ante el dolor de tantas víctimas. A todas esas tinieblas
Jesús las disipa y destruye con su mandato en la barca de Pedro: «Navega mar
adentro» (Lc 5,4).
Nosotros podemos enredarnos en discusiones interminables, sumar intentos fallidos y hacer un elenco de esfuerzos que han terminado en nada; pero al igual que Pedro, sabemos qué significa la experiencia de trabajar sin ningún resultado. Esta Nación también sabe de ello, cuando por un período de 6 años, allá al comienzo, tuvo 16 presidentes y pagó caro sus divisiones («la patria boba»); también la Iglesia en Colombia sabe de trabajos pastorales vanos e infructuosos, pero como Pedro, también somos capaces de confiar en el Maestro, cuya palabra suscita fecundidad incluso allí donde la inhospitalidad de las tinieblas humanas hace infructuosos tantos esfuerzos y fatigas.
Pero el mandato de echar las redes no está
dirigido solo a Simón Pedro; a él le ha tocado navegar mar adentro, como
aquellos en vuestra patria que han visto primero lo que más urge, aquellos que
han tomado iniciativas de paz, de vida. Echar las redes entraña
responsabilidad. En Bogotá y en Colombia peregrina una inmensa comunidad, que
está llamada a convertirse en una red vigorosa que congregue a todos en la
unidad, trabajando en la defensa y en el cuidado de la vida humana, particularmente
cuando es más frágil y vulnerable: en el seno materno, en la infancia, en la
vejez, en las condiciones de discapacidad y en las situaciones de marginación
social.
También multitudes que viven en Bogotá y en
Colombia pueden llegar a ser verdaderas comunidades vivas, justas y fraternas
si escuchan y acogen la Palabra de Dios. En estas multitudes evangelizadas
surgirán muchos hombres y mujeres convertidos en discípulos que, con un corazón
verdaderamente libre, sigan a Jesús; hombres y mujeres capaces de amar la vida
en todas sus etapas, de respetarla, de promoverla.
Y como los apóstoles, hace falta llamarnos
unos a otros, hacernos señas, como los pescadores, volver a considerarnos
hermanos, compañeros de camino, socios de esta empresa común que es la patria.
Bogotá y Colombia son, al mismo tiempo, orilla, lago, mar abierto, ciudad por
donde Jesús ha transitado y transita, para ofrecer su presencia y su palabra
fecunda, para sacar de las tinieblas y llevarnos a la luz y la vida. Llamar a otros, a todos, para que nadie quede
al arbitrio de las tempestades; subir a la barca a todas las familias, ellas
son santuario de vida; hacer lugar al bien común por encima de los intereses
mezquinos o particulares, cargar a los más frágiles promoviendo sus derechos. Pedro experimenta su pequeñez, experimenta lo
inmenso de la Palabra y el accionar de Jesús; Pedro sabe de sus fragilidades,
de sus idas y venidas, como también lo sabemos nosotros, como lo sabe la
historia de violencia y división de vuestro pueblo que no siempre nos ha
encontrado compartiendo la barca, tempestad, infortunios.
Pero al igual que a Simón, Jesús nos invita
a ir mar adentro, nos impulsa al riesgo compartido, ¡No tengan miedo de
arriesgar juntos!, nos invita a dejar nuestros egoísmos y a seguirlo. A perder
miedos que no vienen de Dios, que nos inmovilizan y retardan la urgencia de ser
constructores de la paz y promotores de la vida. “Navega mar adentro” dice
Jesús, que los discípulos se hicieron señas para juntarse todos en la barca,
que así sea para este pueblo.