Dios nos precede, somos sarmientos, no somos la vid. Por tanto, no
enmudezcan la voz de Aquel que los ha llamado ni se ilusionen en que sea la
suma de sus pobres virtudes, la de ustedes, o los halagos de los poderosos de
turno quienes aseguran el resultado de la misión que les ha confiado Dios.
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Les agradezco muchísimo su ministerio
episcopal, que les ruego continúen realizándolo con renovada generosidad. Un
saludo particular dirijo a los obispos eméritos, animándolos a seguir
sosteniendo, con la oración y con la presencia discreta, a la Esposa de Cristo
por la cual se han entregado generosamente. Vengo para anunciar a Cristo y para
cumplir en su nombre un itinerario de paz y reconciliación. ¡Cristo es nuestra
paz! ¡Él nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros! Estoy convencido de que Colombia tiene algo
de original, algo muy original que llama fuerte la atención: no ha sido nunca
una meta completamente realizada, ni un destino totalmente acabado, ni un
tesoro totalmente poseído.
Su riqueza humana, sus vigorosos recursos
naturales, su cultura, su luminosa síntesis cristiana, el patrimonio de su fe y
la memoria de sus evangelizadores, la alegría gratuita e incondicional de su
gente, la impagable sonrisa de su juventud, su original fidelidad al Evangelio
de Cristo y a su Iglesia y, sobre todo, su indomable coraje de resistir a la
muerte, no solo anunciada sino muchas veces sembrada: todo esto se sustrae,
como lo hace la flor de la mimosa púdica en el jardín. Digamos que se esconde,
a aquellos que se presentan como forasteros hambrientos de adueñársela y, en cambio,
se brinda generosamente a quien toca su corazón con la mansedumbre del
peregrino. Así es Colombia. Por esto, como peregrino, me dirijo a su Iglesia.
De ustedes soy hermano, deseoso de compartir a Cristo Resucitado para quien
ningún muro es perenne, ningún miedo es indestructible, ninguna plaga, ninguna
llaga es incurable. No soy el primer Papa que les habla acá en su casa.
Dos de mis más grandes Predecesores han
sido huéspedes aquí: el Beato Pablo VI, que vino apenas concluyó el Concilio
Vaticano II para animar la realización colegial del misterio de la Iglesia en
América Latina; y San Juan Pablo II en su memorable visita apostólica de 86.
Las palabras de ambos son un recurso permanente, las indicaciones que
delinearon y la maravillosa síntesis que ofrecieron sobre nuestro ministerio
episcopal constituyen un patrimonio para custodiar. No son anticuados, Quisiera
que cuanto les diga sea recibido en continuidad con lo que ellos han enseñado.
Ustedes, custodios y sacramento del primer paso «Dar el primer paso» es el lema
de mi visita y también para ustedes este es mi primer mensaje. Bien saben que
Dios es el Señor del primer paso. Él siempre nos primerea.
Toda la Sagrada Escritura habla de Dios
como exiliado de sí mismo por amor. Ha sido así cuando solo había tinieblas,
caos y, saliendo de sí, Él hizo que todo viniese a ser (cf. Gn 1.2,4); ha sido
así cuando en el jardín de los orígenes Él se paseaba, dándose cuenta de la
desnudez de su creatura (cf. Gn 3,8-9); ha sido así cuando, peregrino, se alojó
en la tienda de Abraham, dejándole la promesa de una inesperada fecundidad (cf.
Gn 18,1-10); ha sido así cuando se presentó a Moisés encantándolo, cuando ya no
tenía otro horizonte que pastorear las ovejas de su suegro (cf. Ex, 3,1-2); ha
sido así cuando no quitó de su mirada a su amada Jerusalén, aun cuando se
prostituía en la vereda de la infidelidad (cf. Ez 16,15); ha sido así uando
migró con su gloria hacia su pueblo exiliado en la esclavitud (cf. Ez
10,18-19).
Y, en la plenitud del tiempo, quiso
revelarnos el primer paso, el nombre del primer paso, de su primer paso. Se
llama Jesús y es un paso irreversible. Proviene de la libertad de un amor que
todo lo precede. Porque el Hijo, Él mismo, es la expresión viva de dicho amor. Aquellos
que lo reconocen y lo acogen reciben en herencia el don de ser introducidos en
la libertad de poder cumplir siempre en Él ese primer paso, no tienen miedo de
perderse si salen de sí mismos, porque llevan la fianza del amor emanado del
primer paso de Dios, una brújula que no les consiente perderse. Cuiden pues,
con santo temor y conmoción, ese primer paso de Dios hacia ustedes y, con su
ministerio, hacia la gente que les ha sido confiada, en la conciencia de ser
ustedes sacramento viviente de esa libertad divina que no tiene miedo de salir
de sí misma por amor, que no teme empobrecerse mientras se entrega, que no
tiene necesidad de otra fuerza que el amor.
Dios nos precede, somos sarmientos, no somos la vid. Por tanto, no enmudezcan la voz de Aquel que los ha llamado ni se ilusionen en que sea la suma de sus pobres virtudes, la de ustedes, o los halagos de los poderosos de turno quienes aseguran el resultado de la misión que les ha confiado Dios. Al contrario, mendiguen en la oración cuando no puedan dar ni darse, para que tengan algo que ofrecer a aquellos que se acercan constantemente a sus corazones de pastores. La oración en la vida del obispo es la savia vital que pasa por la vid, sin la cual el sarmiento se marchita volviéndose infecundo. Por tanto, luchen con Dios, y más todavía en la noche de su ausencia, hasta que Él no los bendiga (cf. Gn 32,25-27). Las heridas de esa cotidiana y prioritaria batalla en la oración serán fuente de curación para ustedes; serán heridos por Dios para hacerse capaces de curar.
Ustedes tienen por misión hacer visible su
identidad de sacramento del primer paso de Dios De hecho, hacer tangible la
identidad de sacramento del primer paso de Dios exigirá un continuo éxodo
interior. «No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo
amor», decía San Agustín, y por tanto, ningún ámbito de la misión episcopal
puede prescindir de esta libertad de cumplir el primer paso.
La condición de posibilidad para el
ejercicio del ministerio apostólico es la disposición a acercarse a Jesús
dejando atrás «lo que fuimos, para que seamos lo que no éramos» (Id., Enarr. in
psal., 121,12: PL 36).
Les recomiendo vigilar no solo
individualmente sino colegialmente, dóciles al Espíritu Santo, sobre este
permanente punto de partida. Sin este núcleo languidecen los rasgos del Maestro
en el rostro de los discípulos, la misión se atasca y disminuye la conversión
pastoral, que no es otra cosa que rescatar aquella urgencia de anunciar el
Evangelio de la alegría hoy, mañana y pasado mañana (cf. Lc 13,33), premura que
devoró el Corazón de Jesús dejándolo sin nido ni resguardo, reclinado solamente
en el cumplimiento hasta el final de la voluntad del Padre (cf. Lc 9,58.62). ¿Qué
otro futuro podemos perseguir? ¿A qué otra dignidad podemos aspirar? No se
midan con el metro de aquellos que quisieran que fueran solo una casta de
funcionarios plegados a la dictadura del presente. Tengan, en cambio, siempre
fija la mirada en la eternidad de Aquél que los ha elegido, prontos a acoger el
juicio decisivo de sus labios. Que es el que vale. En la complejidad del rostro
de esta Iglesia colombiana, es muy importante preservar la singularidad de sus
diversas y legítimas fuerzas, las sensibilidades pastorales, las peculiaridades
regionales, las memorias históricas, las riquezas de las propias experiencias
eclesiales. Pentecostés consiente que todos escuchen en la propia lengua.
Por eso, busquen con perseverancia la comunión entre ustedes. No se cansen de construirla a través del diálogo franco y fraterno, condenando como peste las agendas encubiertas, por favor. Sean premurosos en cumplir el primer paso, del uno para con el otro. Anticípense en la disposición de comprender las razones del otro. Déjense enriquecer de lo que el otro les puede ofrecer y construyan una Iglesia que ofrezca a este País un testimonio elocuente de cuánto se puede progresar cuando se está dispuesto a no quedarse en las manos de unos pocos. El rol de las Provincias Eclesiásticas en relación al mismo mensaje evangelizador es fundamental, porque son diversas y armonizadas las voces que lo proclaman. Por esto, no se contenten con un mediocre compromiso mínimo que deje a los resignados en la tranquila quietud de la propia impotencia, a la vez que domestica aquellas esperanzas que exigirían el coraje de ser encauzadas más sobre la fuerza de Dios que sobre la propia debilidad. Reserven una particular sensibilidad hacia las raíces afro-colombianas de su gente, que tan generosamente han contribuido a plasmar el rostro de esta tierra. Tocar la carne del cuerpo de Cristo. Los invito a no tener miedo de tocar la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente. Háganlo con humildad, sin la vana pretensión de protagonismo, y con el corazón indiviso, libre de compromisos o servilismos. Solo Dios es Señor y a ninguna otra causa se debe someter nuestra alma de pastores.
Colombia tiene necesidad de vuestra mirada
propia de obispos, para sostenerla en el coraje del primer paso hacia la paz
definitiva, la reconciliación, hacia la abdicación de la violencia como método,
la superación de las desigualdades que son la raíz de tantos sufrimientos, la
renuncia al camino fácil pero sin salida de la corrupción, la paciente y perseverante consolidación de la
«res publica» que requiere la superación de la miseria y de la desigualdad. Se
trata de una tarea ardua pero irrenunciable, los caminos son empinados y las
soluciones no son obvias. Desde lo alto de Dios, que es la cruz de su Hijo,
obtendrán la fuerza; con la lucecita humilde de los ojos del Resucitado
recorrerán el camino; escuchando la voz del Esposo que susurra en el corazón,
recibirán los criterios para discernir de nuevo, en cada incertidumbre, la
justa dirección. Uno de sus ilustres literatos escribió hablando de uno de sus
míticos personajes: «No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que
terminarla» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, capítulo 9).
Todos sabemos que la paz exige de los hombres un coraje moral diverso. La guerra sigue lo que hay de más bajo en nuestro corazón, la paz nos impulsa a ser más grandes que nosotros mismos. En seguida, el escritor añadía: «No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo» (ibíd., cap. 15). No es necesario que les hable de este miedo, raíz envenenada, fruto amargo y herencia nefasta de cada contienda. Quiero animarlos a seguir creyendo que se puede hacer de otra manera, recordando que no han recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; el mismo Espíritu atestigua que son hijos destinados a la libertad de la gloria a ellos reservada (cf. Rm 8,15-16).
Ustedes ven con los propios ojos y conocen
como pocos la deformación del rostro de este País, son custodios de las piezas
fundamentales que lo hacen uno, no obstante sus laceraciones. Precisamente por
esto, Colombia tiene necesidad de ustedes para reconocerse en su verdadero
rostro cargado de esperanza a pesar de sus imperfecciones, para perdonarse
recíprocamente no obstante las heridas no del todo cicatrizadas, para creer que
se puede hacer otro camino aun cuando la inercia empuja a repetir los mismos
errores, para tener el coraje de superar cuanto la puede volver miserable a
pesar de sus tesoros. Les confieso que siento como un deber, me sale, darles ánimo,
tengo que decirles anímense, siéntanse… siento las ganas de darles ánimo. Los
animo, pues, a no cansarse de hacer de sus Iglesias un vientre de luz, capaz de
generar, aun sufriendo pobreza, las nuevas creaturas que esta tierra necesita.
Hospédense en la humildad de su gente para darse cuenta de sus secretos
recursos humanos y de fe, escuchen cuánto su despojada humanidad brama por la
dignidad que solamente el Resucitado puede conferir. No tengan miedo de migrar
de sus aparentes certezas en búsqueda de la verdadera gloria de Dios, que es el
hombre viviente. Ánimo, los animo en este camino.
La palabra de la reconciliación. Muchos pueden contribuir al desafío de esta Nación, pero la misión de ustedes es singular. Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores. Cristo es la palabra de reconciliación escrita en sus corazones y tienen la fuerza de poder pronunciarla no solamente en los púlpitos, en los documentos eclesiales o en los artículos de periódicos, sino más bien en el corazón de las personas, en el secreto sagrario de sus conciencias, en el calor esperanzado que los atrae a la escucha de la voz del cielo que proclama «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14).
Ustedes deben pronunciarla con el frágil,
humilde, pero invencible recurso de la misericordia de Dios, la única capaz de
derrotar la cínica soberbia de los corazones autorreferenciales. A la Iglesia
no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra, ser libre
para pronunciar esta palabra. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la
libertad de hablar a los corazones de todos. Precisamente allí tienen la
autonomía y el vuelo para inquietar, allí tienen la posibilidad de sostener un
cambio de ruta. El corazón humano, muchas veces engañado, concibe el insensato
proyecto de hacer de la vida un continuo aumento de espacios para depositar lo
que acumula. Es un engaño. Precisamente aquí es necesario que resuene la
pregunta: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si queda el vacío en el alma?
(cf. Mt 16,26).
De sus labios de legítimos pastores tal
cual ustedes son, Colombia tiene el derecho de ser interpelada por la verdad de
Dios, que repite continuamente: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Es un
interrogatorio que no puede ser silenciado, aun cuando quien lo escucha no puede
más que abajar la mirada, confundido, y balbucir la propia vergüenza por
haberlo vendido, quizás, al precio de alguna dosis de estupefaciente o alguna
equívoca concepción de razón de Estado, tal vez por la falsa conciencia de que
el fin justifica los medios. Les ruego tener siempre fija la mirada sobre el
hombre concreto. No sirvan a un concepto de hombre, sino a la persona humana
amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza, sentimientos,
desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del
hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las
estrategias ciegas, las falseadas informaciones, recordándoles que «realmente,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»
(Gaudium et spes, 22).
Una Iglesia en misión
Teniendo en cuenta el generoso trabajo
pastoral que ya desarrollan, permítanme ahora que les presente algunas
inquietudes que llevo en mi corazón de pastor, deseoso de exhortarles a ser
cada vez más una Iglesia en misión. Mis Predecesores ya han insistido sobre
varios de estos desafíos: la familia y la vida, los jóvenes, los sacerdotes,
las vocaciones, los laicos, la formación. Los decenios transcurridos, no
obstante el ingente trabajo, quizás han vuelto aún más fatigosas las respuestas
para hacer eficaz la maternidad de la Iglesia en el generar, alimentar y
acompañar a sus hijos. Pienso en las familias colombianas, en la defensa de la
vida desde el vientre materno hasta su natural conclusión, en la plaga de la
violencia y del alcoholismo, no raramente extendida en los hogares, en la
fragilidad del vínculo matrimonial y la ausencia de los padres de familia con
sus trágicas consecuencias de inseguridad y orfandad. Pienso en tantos jóvenes
amenazados por el vacío del alma y arrastrados en la fuga de la droga, en el
estilo de vida fácil, en la tentación subversiva. Pienso en los numerosos y
generosos sacerdotes y en el desafío de sostenerlos en la fiel y cotidiana
elección por Cristo y por la Iglesia, mientras algunos otros continúan
propagando la cómoda neutralidad de aquellos que nada eligen para quedarse con
la soledad de sí mismos.
Pienso en los fieles laicos esparcidos en todas las Iglesias particulares, resistiendo fatigosamente para dejarse congregar por Dios que es comunión, aun cuando no pocos proclaman el nuevo dogma del egoísmo y de la muerte de toda solidaridad, palabra que hay que sacarla del diccionario. Pienso en el inmenso esfuerzo de todos para profundizar la fe y hacerla luz viva para los corazones y lámpara para el primer paso.
No les traigo recetas ni intento dejarles
una lista de tareas. Con todo quisiera rogarles que, al realizar en comunión su
gravosa misión de pastores de Colombia, conserven la serenidad. Yo no sé si
decírselo, disculpen si estoy exagerando, se me ocurre ahora, se me ocurre que
es una de las de las virtudes que más necesitan, conserven la serenidad, no
porque no la tengan sino que el momento les exige más. Bien saben que en la
noche el maligno continúa sembrando cizaña, pero tengan la paciencia del Señor
del campo, confiándose en la buena calidad de sus granos. Aprendan de su
longanimidad y magnanimidad. Sus tiempos son largos porque es inconmensurable
su mirada de amor. Cuando el amor es reducido el corazón se vuelve impaciente,
turbado por la ansiedad de hacer cosas, devorado por el miedo de haber
fracasado. Crean sobre todo en la humildad de la semilla de Dios. Fíense de la
potencia escondida de su levadura. Orienten el corazón sobre la preciosa
fascinación que atrae y hace vender todo con tal de poseer ese divino tesoro. De
hecho, ¿qué otra cosa más fuerte pueden ofrecer a la familia colombiana que la
fuerza humilde del Evangelio del amor generoso que une al hombre y a la mujer,
haciéndolos imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, transmisores y
guardianes de la vida? Las familias tienen necesidad de saber que en Cristo
pueden volverse árbol frondoso capaz de ofrecer sombra, dar fruto en todas las
estaciones del año, anidar la vida en sus ramas.
Son tantos hoy los que homenajean árboles
sin sombra, infecundos, ramas privadas de nidos. Que para ustedes el punto de
partida sea el testimonio alegre de que la felicidad está en otro lugar. ¿Qué
cosa pueden ofrecer a sus jóvenes? Ellos aman sentirse amados, desconfían de
quien los minusvalora, piden coherencia limpia y esperan ser involucrados. Recíbanlos,
por tanto, con el corazón de Cristo, ábranles espacios en la vida de sus
Iglesias. No participen en ninguna negociación que malvenda sus esperanzas. No
tengan miedo de alzar serenamente la voz para recordar a todos que una sociedad
que se deja seducir por el espejismo del narcotráfico se arrastra a sí misma en
esa metástasis moral que mercantiliza el infierno y siembra por doquier la
corrupción y, al mismo tiempo, engorda los paraísos fiscales.
¿Qué cosa pueden dar a sus sacerdotes? El primer don es aquel de su paternidad que asegure que la mano que los ha generado y ungido no se ha retirado de sus vidas. Es verdad, vivimos en la era de la informática y no nos es difícil alcanzar a nuestros sacerdotes en tiempo real mediante algún programa de mensajes. Pero el corazón de un padre, de un obispo, no puede limitarse a la precaria, impersonal y externa comunicación con su presbiterio. No se puede apartar del corazón del obispo la inquietud, la sana inquietud sobre dónde viven sus sacerdotes. ¿Viven de verdad según Jesús? ¿O se han improvisado otras seguridades como la estabilidad económica, la ambigüedad moral, la doble vida o la ilusión miope de una carrera? Los sacerdotes precisan, con necesidad y urgencia vital, de la cercanía física y afectiva de su obispo. Los sacerdotes requieren sentir que tienen padre. Sobre las espaldas de los sacerdotes frecuentemente pesa la fatiga del trabajo cotidiano de la Iglesia. Ellos están en primera línea, continuamente circundados de la gente que, abatida, busca en ellos el rostro del pastor. La gente se acerca y golpea a sus corazones. Ellos deben dar de comer a la multitud y el alimento de Dios no es nunca una propiedad de la cual se puede disponer sin más. Al contrario, proviene solamente de la indigencia puesta en contacto con la bondad divina. Despedir a la muchedumbre y alimentarse de lo poco que uno puede indebidamente apropiarse es una tentación permanente (cf. Lc 9,13).
Vigilen por tanto sobre las raíces
espirituales de sus sacerdotes. Condúzcanlos continuamente a aquella Cesarea de
Filipo donde, desde los orígenes del Jordán de cada uno, puedan sentir de nuevo
la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo para ti? La razón del gradual deterioro que
muchas veces lleva a la muerte del discípulo siempre está en un corazón que ya
no puede responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mt 16,13-16). De
aquí se debilita el coraje de la irreversibilidad del don de sí, y deriva
también la desorientación interior, el cansancio de un corazón que ya no sabe
acompañar al Señor en su camino hacia Jerusalén. Cuiden especialmente, por
favor, el itinerario formativo de sus
sacerdotes, desde el nacimiento de la llamada de Dios en sus corazones. La
nueva Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, recientemente publicada,
es un valioso recurso, aún por aplicar, para que la Iglesia colombiana esté a
la altura del don de Dios que nunca ha dejado de llamar al sacerdocio a tantos
de sus hijos.
No descuiden, por favor, la vida de los
consagrados y consagradas. Ellos y ellas constituyen la bofetada kerigmática a
toda mundanidad y son llamados a quemar cualquier resaca de valores mundanos en
el fuego de las bienaventuranzas vividas sin glosa y en el total abajamiento de
sí mismos en el servicio. Por favor, no los consideren como «recursos de
utilidad» para las obras apostólicas; más bien, sepan ver en ellos el grito del
amor consagrado de la Esposa: «Ven Señor Jesús» (Ap 22,20). Reserven la misma
preocupación formativa a sus laicos, de los cuales depende no solo la solidez
de las comunidades de fe, sino gran parte de la presencia de la Iglesia en el
ámbito de la cultura, de la política, de la economía. Formar en la Iglesia
significa ponerse en contacto con la fe viviente de la Comunidad viva,
introducirse en un patrimonio de experiencias y de respuestas que suscita el
Espíritu Santo, porque Él es quien enseña todas las cosas (cf. Jn 14,26).
Y antes de concluir… un pensamiento
quisiera dirigir a los desafíos de la Iglesia en la Amazonia, región de la cual
con razón están orgullosos, porque es parte esencial de la maravillosa
biodiversidad de este País. La Amazonia es para todos nosotros una prueba
decisiva para verificar si nuestra sociedad, casi siempre reducida al materialismo
y pragmatismo, está en grado de custodiar lo que ha recibido gratuitamente, no
para desvalijarlo, sino para hacerlo fecundo.
Pienso, sobre todo, en la arcana sabiduría
de los pueblos indígenas amazónicos y me pregunto si somos aún capaces de
aprender de ellos la sacralidad de la vida, el respeto por la naturaleza, la
conciencia de que no solamente la razón instrumental es suficiente para colmar
la vida del hombre y responder a sus más inquietantes interrogantes. Por esto
los invito a no abandonar a sí misma la Iglesia en Amazonia. La consolidación
de un rostro amazónico para la Iglesia que peregrina aquí es un desafío de
todos ustedes, que depende del creciente y consciente apoyo misionero de todas
las diócesis colombianas y de su entero clero. He escuchado que en algunas
lenguas nativas amazónicas para referirse a la palabra «amigo» se usa la
expresión «mi otro brazo». Sean por lo tanto el otro brazo de la Amazonia.
Colombia no la puede amputar sin ser mutilada en su rostro y en su alma.
Queridos hermanos: Los invito ahora a dirigirnos espiritualmente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, cuya imagen han tenido la delicadeza de traer de su Santuario a la magnífica Catedral de esta ciudad para que también yo la pudiera contemplar. Como bien saben, Colombia no puede darse a sí misma la verdadera Renovación a la que aspira, sino que ésta viene concedida desde lo alto. Supliquémosle al Señor, pues, por medio de la Virgen. Así como en Chiquinquirá Dios ha renovado el esplendor del rostro de su Madre, que Él siga iluminando con su celestial luz el rostro de este entero País y bendiga a la Iglesia de Colombia con su benévola compañía. Y los bendigo a ustedes a quienes les agradezco todo lo que hacen. Gracias.