Nuestro
mayor desafío como Iglesia es hablar al hombre como portavoz de esa intimidad
de Dios, que lo considera hijo, aun cuando reniegue de esa paternidad, porque
para Él somos siempre hijos reencontrados
Gracias por este encuentro y por las cálidas palabras de bienvenida del Presidente de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano. De no haber sido por las exigencias de la agenda, hubiera querido encontrarlos en la sede del CELAM. Les agradezco la delicadeza de estar aquí en este momento. Agradezco el esfuerzo que hacen para transformar esta Conferencia Episcopal continental en una casa al servicio de la comunión y de la misión de la Iglesia en América Latina; en un centro propulsor de la conciencia discipular y misionera; en una referencia vital para la comprensión y la profundización de la catolicidad latinoamericana, delineada gradualmente por este organismo de comunión durante décadas de servicio. Y hago propicia la ocasión para animar los recientes esfuerzos con el fin de expresar esta solicitud colegial mediante el Fondo de Solidaridad de la Iglesia Latinoamericana.
Me detuve entonces en las tentaciones, todavía presentes, de la ideologización del mensaje evangélico, del funcionalismo eclesial y del clericalismo, porque está siempre en juego la salvación que nos trae Cristo. Esta debe llegar con fuerza al corazón del hombre para interpelar su libertad, invitándolo a un éxodo permanente desde la propia autorreferencialidad hacia la comunión con Dios y con los demás hermanos.
Dios, al hablar en Jesús al hombre, no lo
hace con un vago reclamo como a un forastero, ni con una convocación impersonal
como lo haría un notario, ni con una declaración de preceptos a cumplir como lo
hace cualquier funcionario de lo sacro. Dios habla con la inconfundible voz del
Padre al hijo, y respeta su misterio porque lo ha formado con sus mismas manos
y lo ha destinado a la plenitud. Nuestro mayor desafío como Iglesia es hablar
al hombre como portavoz de esa intimidad de Dios, que lo considera hijo, aun
cuando reniegue de esa paternidad, porque para Él somos siempre hijos
reencontrados. No se puede, por tanto, reducir el Evangelio a un programa al
servicio de un gnosticismo de moda, a un proyecto de ascenso social o a una
concepción de Iglesia como una burocracia que se autobeneficia, como tampoco
esta se puede reducir a una organización dirigida, con modernos criterios
empresariales, por una casta clerical. La Iglesia es la comunidad de los
discípulos de Jesús; la Iglesia es Misterio (cf. Lumen Gentium, 5) y Pueblo
(cf. ibíd., 9), o mejor aún: en ella se realiza el Misterio a través del Pueblo
de Dios.
Por eso insistí sobre el discipulado
misionero como un llamado divino para este hoy tenso y complejo, un permanente
salir con Jesús para conocer cómo y dónde vive el Maestro. Y mientras salimos
en su compañía conocemos la voluntad del Padre, que siempre nos espera. Sólo una
Iglesia Esposa, Madre, Sierva, que ha renunciado a la pretensión de controlar
aquello que no es su obra sino la de Dios, puede permanecer con Jesús aun
cuando su nido y su resguardo es la cruz. Cercanía y encuentro son los
instrumentos de Dios que, en Cristo, se ha acercado y nos ha encontrado
siempre. El misterio de la Iglesia es realizarse como sacramento de esta divina
cercanía y como lugar permanente de este encuentro. De ahí la necesidad de la
cercanía del obispo a Dios, porque en Él se halla la fuente de la libertad y de
la fuerza del corazón del pastor, así como de la cercanía al Pueblo Santo que
le ha sido confiado. En esta cercanía el alma del apóstol aprende a hacer
tangible la pasión de Dios por sus hijos.
Aparecida es un tesoro cuyo descubrimiento
todavía está incompleto. Estoy seguro de que cada uno de ustedes descubre
cuánto se ha enraizado su riqueza en las Iglesias que llevan en el corazón.
Como los primeros discípulos enviados por Jesús en plan misionero, también
nosotros podemos contar con entusiasmo todo cuanto hemos hecho (cf. Mc 6,30).
Sin embargo, es necesario estar atentos. Las realidades indispensables de la
vida humana y de la Iglesia no son nunca un monumento sino un patrimonio vivo.
Resulta mucho más cómodo transformarlas en recuerdos de los cuales se celebran
los aniversarios: ¡50 años de Medellín, 20 de Ecclesia in America, 10 de
Aparecida! En cambio, es otra cosa: custodiar y hacer fluir la riqueza de tal
patrimonio (pater – munus) constituyen el munus de nuestra paternidad episcopal
hacia la Iglesia de nuestro continente.
Bien saben que la renovada conciencia, de
que al inicio de todo está siempre el encuentro con Cristo vivo, requiere que
los discípulos cultiven la familiaridad con Él; de lo contrario el rostro del
Señor se opaca, la misión pierde fuerza, la conversión pastoral retrocede. Orar
y cultivar el trato con Él es, por tanto, la actividad más improrrogable de
nuestra misión pastoral. A sus discípulos, entusiastas de la misión cumplida,
Jesús les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado» (Mc 6,31).
Nosotros necesitamos más todavía este estar a solas con el Señor para
reencontrar el corazón de la misión de la Iglesia en América Latina en sus
actuales circunstancias. ¡Hay tanta dispersión interior y también exterior! Los
múltiples acontecimientos, la fragmentación de la realidad, la instantaneidad y
la velocidad del presente, podrían hacernos caer en la dispersión y en el
vacío. Reencontrar la unidad es un imperativo. ¿Dónde está la unidad? Siempre
en Jesús. Lo que hace permanente la misión no es el entusiasmo que inflama el
corazón generoso del misionero, aunque siempre es necesario; más bien es la
compañía de Jesús mediante su Espíritu. Si no salimos con Él en la misión
pronto perderíamos el camino, arriesgándonos a confundir nuestras necesidades
vacuas con su causa.
Si la razón de nuestro salir no es Él será
fácil desanimarse en medio de la fatiga del camino, o frente a la resistencia
de los destinatarios de la misión, o ante los cambiantes escenarios de las circunstancias
que marcan la historia, o por el cansancio de los pies debido al insidioso
desgaste causado por el enemigo. No forma parte de la misión ceder al desánimo
cuando, quizás, habiendo pasado el entusiasmo de los inicios, llega el momento
en el que tocar la carne de Cristo se vuelve muy duro. En una situación como
esta, Jesús no alienta nuestros miedos. Y como bien sabemos que a ningún otro
podemos ir, porque solo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68), es
necesario en consecuencia, profundizar nuestra elección.
¿Qué significa concretamente salir con
Jesús en misión hoy en América Latina? El adverbio «Concretamente» no es un
detalle de estilo literario, más bien pertenece al núcleo de la pregunta. El
Evangelio es siempre concreto, jamás un ejercicio de estériles especulaciones.
Conocemos bien la recurrente tentación de perderse en el bizantinismo de los
doctores de la ley, de preguntarse hasta qué punto se puede llegar sin perder
el control del propio territorio demarcado o del presunto poder que los límites
prometen. Mucho se ha hablado sobre la Iglesia en estado permanente de misión.
Salir con Jesús es la condición para tal realidad. Salir sí, pero con Jesús. El
Evangelio habla de Jesús que, habiendo salido del Padre, recorre con los suyos los
campos y los poblados de Galilea. No se trata de un recorrido inútil del Señor.
Mientras camina, encuentra; cuando encuentra, se acerca; cuando se acerca,
habla; cuando habla, toca con su poder; cuando toca, cura y salva.
Llevar al Padre a cuantos encuentra es la
meta de su permanente salir, sobre el cual debemos reflexionar continuamente y
hacer un examen de conciencia. La
Iglesia debe reapropiarse de los verbos que el Verbo de Dios conjuga en su
divina misión. Salir para encontrar, sin pasar de largo; reclinarse sin
desidia; tocar sin miedo. Se trata de que se metan día a día en el trabajo de
campo, allí donde vive el Pueblo de Dios que les ha sido confiado. No nos es
lícito dejarnos paralizar por el aire acondicionado de las oficinas, por las
estadísticas y las estrategias abstractas. Es necesario dirigirse al hombre en
su situación concreta; de él no podemos apartar la mirada. La misión se realiza
en un cuerpo a cuerpo. Una Iglesia capaz de ser sacramento de unidad ¡Se ve
tanta dispersión en nuestro entorno! Y no me refiero solamente a la de la rica
diversidad que siempre ha caracterizado el continente, sino a las dinámicas de
disgregación. Hay que estar atentos para no dejarse atrapar en estas trampas.
La Iglesia no está en América Latina como
si tuviera las maletas en la mano, lista para partir después de haberla
saqueado, como han hecho tantos a lo largo del tiempo. Quienes obran así miran
con sentido de superioridad y desprecio su rostro mestizo; pretenden colonizar
su alma con las mismas fallidas y recicladas fórmulas sobre la visión del
hombre y de la vida, repiten iguales recetas matando al paciente mientras
enriquecen a los médicos que los mandan; ignoran las razones profundas que
habitan en el corazón de su pueblo y que lo hacen fuerte exactamente en sus
sueños, en sus mitos, a pesar de los numerosos desencantos y fracasos;
manipulan políticamente y traicionan sus esperanzas, dejando detrás de sí
tierra quemada y el terreno pronto para el eterno retorno de lo mismo, aun
cuando se vuelva a presentar con vestido nuevo. Hombres y utopías fuertes han
prometido soluciones mágicas, respuestas instantáneas, efectos inmediatos. La
Iglesia, sin pretensiones humanas, respetuosa del rostro multiforme del
continente, que considera no una desventaja sino una perenne riqueza, debe
continuar prestando el humilde servicio al verdadero bien del hombre
latinoamericano. Debe trabajar sin cansarse para construir puentes, abatir
muros, integrar la diversidad, promover la cultura del encuentro y del diálogo,
educar al perdón y a la reconciliación, al sentido de justicia, al rechazo de
la violencia y al coraje de la paz.
Ninguna construcción duradera en América
Latina puede prescindir de este fundamento invisible pero esencial. La Iglesia
conoce como pocos aquella unidad sapiencial que precede cualquier realidad en
América Latina. Convive cotidianamente con aquella reserva moral sobre la que
se apoya el edificio existencial del continente. Estoy seguro de que mientras
estoy hablando de esto ustedes podrían darle nombre a esta realidad. Con ella
debemos dialogar continuamente. No podemos perder el contacto con este sustrato
moral, con este humus vital que reside en el corazón de nuestra gente, en el
que se percibe la mezcla casi indistinta, pero al mismo tiempo elocuente, de su
rostro mestizo: no únicamente indígena, ni hispánico, ni lusitano, ni
afroamericano, sino mestizo, ¡latinoamericano!
Guadalupe y Aparecida son manifestaciones
programáticas de esta creatividad divina.
Bien sabemos que esto está en la base sobre
la que se apoya la religiosidad popular de nuestro pueblo; es parte de su
singularidad antropológica; es un don con el que Dios se ha querido dar a
conocer a nuestra gente. Las páginas más luminosas de la historia de nuestra
Iglesia han sido escritas precisamente cuando se ha sabido nutrir de esta
riqueza, hablar a este corazón recóndito que palpita custodiando, como un
pequeño fueguito encendido bajo aparente ceniza, el sentido de Dios y de su
trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto por la creación, los lazos
de solidaridad, la alegría de vivir, la capacidad de ser feliz sin condiciones.
Para hablar a esta alma que es profunda, para hablar a la Latinoamérica
profunda, a la Iglesia no le queda otro camino que aprender continuamente de
Jesús. Dice el Evangelio que hablaba solo en parábolas (cf. Mc 4,34). Imágenes
que involucran y hacen partícipes, que transforman a los oyentes de su Palabra
en personajes de sus divinos relatos. El santo Pueblo fiel de Dios en América
Latina no comprende otro lenguaje sobre Él. Estamos invitados a salir en misión
no con conceptos fríos que se contentan con lo posible, sino con imágenes que
continuamente multiplican y despliegan sus fuerzas en el corazón del hombre,
transformándolo en grano sembrado en tierra buena, en levadura que incrementa
su capacidad de hacer pan de la masa, en semilla que esconde la potencia del
árbol fecundo.
Una Iglesia capaz de ser sacramento de
esperanza
Muchos se lamentan de cierto déficit de
esperanza en la América Latina actual. A nosotros no nos está consentida la
«quejumbrosidad», porque la esperanza que tenemos viene de lo alto. Además,
bien sabemos que el corazón latinoamericano ha sido amaestrado por la
esperanza. Como decía un cantautor brasileño «a esperança è equilibrista; dança
na corda bamba de sombrinha» (João Bosco, O Bêbado e a Equilibrista). Cuidado y
cuando se piensa que se ha acabado, hela aquí nuevamente donde nosotros menos
la esperábamos. Nuestro pueblo ha aprendido que ninguna desilusión es
suficiente para doblegarlo. Sigue al Cristo flagelado y manso, sabe desensillar
hasta que aclare y permanece en la esperanza de su victoria, porque —en el
fondo— tiene conciencia que no pertenece totalmente a este mundo.
Es indudable que la Iglesia en estas
tierras es particularmente un sacramento de esperanza, pero es necesario
vigilar sobre la concretización de esta esperanza. Tanto más trascendente
cuanto más debe transformar el rostro inmanente de aquellos que la poseen. Les
ruego que vigilen sobre la concretización de la esperanza y consiéntanme
recordarles algunos de sus rostros ya visibles en esta Iglesia latinoamericana.
La esperanza en América Latina tiene un
rostro joven. Se habla con frecuencia de los jóvenes —se declaman estadísticas
sobre el continente del futuro—, algunos ofrecen noticias sobre su presunta
decadencia y sobre cuánto estén adormilados, otros aprovechan de su potencial
para consumir, no pocos les proponen el rol de peones del tráfico de la droga y
de la violencia. No se dejen capturar por tales caricaturas sobre sus jóvenes.
Mírenlos a los ojos, busquen en ellos el coraje de la esperanza. No es verdad
que estén listos para repetir el pasado. Ábranles espacios concretos en las
Iglesias particulares que les han sido confiadas, inviertan tiempo y recursos
en su formación. Propongan programas educativos incisivos y objetivos
pidiéndoles, como los padres le piden a los hijos, el resultado de sus
potencialidades y educando su corazón en la alegría de la profundidad, no de la
superficialidad. No se conformen con retóricas u opciones escritas en los
planes pastorales jamás puestos en práctica. He escogido Panamá, el istmo de
este continente, para la Jornada Mundial de la Juventud de 2019 que será
celebrada siguiendo el ejemplo de la Virgen que proclama: «He aquí la sierva» y
«se cumpla en mí» (Lc 1,38).
Estoy seguro que en todos los jóvenes se
esconde un istmo, en el corazón de todos nuestros chicos hay un pequeño y
alargado pedazo de terreno que se puede recorrer para conducirlos a un futuro
que sólo Dios conoce y a Él le pertenece. Toca a nosotros presentarles grandes
propuestas para despertar en ellos el coraje de arriesgarse junto a Dios y de
hacerlos, como la Virgen, disponibles.
La esperanza en América Latina tiene un
rostro femenino. No es necesario que me alargue para hablar del rol de la mujer
en nuestro continente y en nuestra Iglesia. De sus labios hemos aprendido la
fe; casi con la leche de sus senos hemos adquirido los rasgos de nuestra alma
mestiza y la inmunidad frente a cualquier desesperación. Pienso en las madres
indígenas o morenas, pienso en las mujeres de la ciudad con su triple turno de
trabajo, pienso en las abuelas catequistas, pienso en las consagradas y en las
tan discretas artesanas del bien. Sin las mujeres la Iglesia del continente
perdería la fuerza de renacer continuamente. Son las mujeres quienes con
meticulosa paciencia, encienden y reencienden la llama de la fe.
Es un serio deber comprender, respetar,
valorizar, promover la fuerza eclesial y social de cuanto realizan. Acompañaron
a Jesús misionero; no se retiraron del pie de la cruz; en soledad esperaron que
la noche de la muerte devolviese al Señor de la vida; inundaron el mundo con el
anuncio de su presencia resucitada. Si queremos una nueva y vivaz etapa de la
fe en este continente, no la vamos a obtener sin las mujeres. Por favor, no
pueden ser reducidas a siervas de nuestro recalcitrante clericalismo; ellas
son, en cambio, protagonistas en la Iglesia latinoamericana; en su salir con
Jesús; en su perseverar, incluso en el sufrimiento de su Pueblo; en su
aferrarse a la esperanza que vence a la muerte; en su alegre modo de anunciar
al mundo que Cristo está vivo, y ha resucitado.
La esperanza en América Latina pasa a
través del corazón, la mente y los brazos de los laicos
Quisiera reiterar lo que recientemente he
dicho a la Pontificia Comisión para América Latina. Es un imperativo superar el
clericalismo que infantiliza a los Christifideles laici y empobrece la
identidad de los ministros ordenados. Si bien se invirtió mucho esfuerzo y algunos
pasos han sido dados, los grandes desafíos del continente permanecen sobre la
mesa y continúan esperando la concretización serena, responsable, competente,
visionaria, articulada, consciente, de un laicado cristiano que, como creyente,
esté dispuesto a contribuir en los procesos de un auténtico desarrollo humano,
en la consolidación de la democracia política y social, en la superación
estructural de la pobreza endémica, en la construcción de una prosperidad
inclusiva fundada en reformas duraderas y capaces de perseverar el bien social,
en la superación de la desigualdad y la custodia de la estabilidad, en la
delineación de modelos de desarrollo económico sostenibles que respeten la
naturaleza y el verdadero futuro del hombre, que no se resuelve con el consumismo
desmesurado, así como también en el rechazo de la violencia y la defensa de la
paz.
Y algo más: en este sentido, la esperanza
debe siempre mirar al mundo con los ojos de los pobres y desde la situación de
los pobres. Ella es pobre como el grano de trigo que muere (cf. Jn 12,24), pero
tiene la fuerza de diseminar los planes de Dios. La riqueza autosuficiente con
frecuencia priva a la mente humana de la capacidad de ver, sea la realidad del
desierto sea los oasis ahí escondidos. Propone respuestas de manual y repite
certezas de talkshows; balbucea la proyección de sí misma, vacía, sin acercarse
mínimamente a la realidad. Estoy seguro que en este difícil y confuso pero
provisorio momento que vivimos, las soluciones para los problemas complejos que
nos desafían nacen de la sencillez cristiana que se esconde a los poderosos y
se muestra a los humildes: la limpieza de la fe en el Resucitado, el calor de
la comunión con Él, la fraternidad, la generosidad y la solidaridad concreta
que también brota de la amistad con Él. Todo esto lo quisiera resumir en una
frase que les dejo como síntesis y recuerdo de este encuentro: Si queremos
servir desde el CELAM, a nuestra América Latina, lo tenemos que hacer con
pasión.
Hoy hace falta pasión. Poner el corazón en
todo lo que hagamos, pasión de joven enamorado y de anciano sabio, pasión que
transforma las ideas en utopías viables, pasión en el trabajo de nuestras
manos, pasión que nos convierte en continuos peregrinos en nuestras Iglesias
como —permítanme recordarlo— santo Toribio de Mogrovejo, que no se instaló en
su sede: de 24 años de episcopado, 18 los pasó entre los pueblos de su
diócesis. Hermanos, por favor, les pido pasión, pasión evangelizadora. A
ustedes, hermanos obispos del CELAM, a las Iglesias locales que representan y
al entero pueblo de América Latina y del Caribe, los confío a la protección de
la Virgen, invocada con los nombres de Guadalupe y Aparecida, con la serena
certeza de que Dios, que ha hablado a este continente con el rostro mestizo y
moreno de su Madre, no dejará de hacer resplandecer su benigna luz en la vida
de todos. Gracias.