Nada podrá reemplazar ese
encuentro reparador; ningún proceso colectivo nos exime del desafío de
encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las heridas hondas de la historia
precisan necesariamente de instancias donde se haga justicia, se dé posibilidad
a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenientemente reparado y
haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero eso sólo
nos deja en la puerta de las exigencias cristianas.
«En esta ciudad, que ha sido llamada
«la heroica» por su tesón hace 200 años en defender la libertad conseguida,
celebro la última Eucaristía de este viaje a Colombia. También, desde hace 32
años, Cartagena de Indias es en Colombia la sede de los Derechos Humanos porque
aquí como pueblo se valora que «gracias al equipo misionero formado por los
sacerdotes jesuitas Pedro Claver y Corberó, Alonso de Sandoval y el Hermano
Nicolás González, acompañados de muchos hijos de la ciudad de Cartagena de Indias
en el siglo XVII, nació la preocupación por aliviar la situación de los
oprimidos de la época, en especial la de los esclavos, por quienes clamaron por
el buen trato y la libertad» (Congreso de Colombia 1985, ley 95, art. 1).
Desde
esta perspectiva, se entiende entonces que una falta, un pecado cometido por
uno, nos interpele a todos pero involucra, en primer lugar, a la víctima del
pecado del hermano; ese está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo
dañó no se pierda. En estos días escuché muchos testimonios de quienes han
salido al encuentro de personas que les habían dañado. Heridas terribles que
pude contemplar en sus propios cuerpos; pérdidas irreparables que todavía se
siguen llorando, sin embargo han salido, han dado el primer paso en un camino
distinto a los ya recorridos. Porque Colombia hace décadas que a tientas busca
la paz y, como enseña Jesús, no ha sido suficiente que dos partes se acercaran,
dialogaran; ha sido necesario que se incorporaran muchos más actores a este
diálogo reparador de los pecados. «Si no te escucha, busca una o dos personas
más» (Mt 18,15), nos dice el Señor en el Evangelio.
Hemos aprendido que estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos de la gente. No se alcanza con el diseño de marcos normativos y arreglos institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. Jesús encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las partes. Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados, para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de memoria colectiva. «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239). Nosotros podemos hacer un gran aporte a este paso nuevo que quiere dar Colombia. Jesús nos señala que este camino de reinserción en la comunidad comienza con un diálogo de a dos.
Nada podrá reemplazar ese encuentro reparador; ningún proceso colectivo nos exime del desafío de encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las heridas hondas de la historia precisan necesariamente de instancias donde se haga justicia, se dé posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenientemente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero eso sólo nos deja en la puerta de las exigencias cristianas.
A
nosotros se nos exige generar «desde abajo» un cambio cultural: a la cultura de
la muerte, de la violencia, respondemos con la cultura de la vida, del
encuentro. Nos lo decía ya ese escritor tan de ustedes, tan de todos: «Este
desastre cultural no se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una
educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de un país
enardecido donde nos levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a
los otros… una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la inmensa
energía creadora que durante casi dos siglos hemos usado para destruirnos y que
reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación» (Gabriel García
Márquez, Mensaje sobre la paz, 1998).
¿Cuánto
hemos accionado en favor del encuentro, de la paz? ¿Cuánto hemos omitido,
permitiendo que la barbarie se hiciera carne en la vida de nuestro pueblo?
Jesús nos manda a confrontarnos con esos modos de conducta, esos estilos de
vida que dañan el cuerpo social, que destruyen la comunidad. ¡Cuántas veces se
«normalizan» procesos de violencia, exclusión social, sin que nuestra voz se
alce ni nuestras manos acusen proféticamente!
Al lado
de san Pedro Claver había millares de cristianos, consagrados muchos de ellos;
sólo un puñado inició una corriente contracultural de encuentro. San Pedro supo
restaurar la dignidad y la esperanza de centenares de millares de negros y de
esclavos que llegaban en condiciones absolutamente inhumanas, llenos de pavor,
con todas sus esperanzas perdidas. No poseía títulos académicos de renombre;
más aún, se llegó a afirmar que era «mediocre» de ingenio, pero tuvo el «genio»
de vivir cabalmente el Evangelio, de encontrarse con quienes otros consideraban
sólo un deshecho. Siglos más tarde, la huella de este misionero y apóstol de la
Compañía de Jesús fue seguida por santa María Bernarda Bütler, que dedicó su
vida al servicio de pobres y marginados en esta misma ciudad de Cartagena.1
En el
encuentro entre nosotros redescubrimos nuestros derechos, recreamos la vida
para que vuelva a ser auténticamente humana. «La casa común de todos los
hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la
fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana,
de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de
los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los
que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u
otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse
sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada»
(Discurso a las Naciones Unidas, 25 septiembre 2015).
También
Jesús nos señala la posibilidad de que el otro se cierre, se niegue a cambiar,
persista en su mal. No podemos negar que hay personas que persisten en pecados
que hieren la convivencia y la comunidad: «Pienso en el drama lacerante de la
droga, con la que algunos lucran despreciando las leyes morales y civiles, en
la devastación de los recursos naturales y en la contaminación; en la tragedia
de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en
la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y
demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la
pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día
cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el
futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos
contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas
partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes
con los que se especula indignamente en la ilegalidad» (Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2014, 8), e incluso en una «aséptica legalidad» pacifista que
no tiene en cuenta la carne del hermano, la carne de Cristo. También para esto
debemos estar preparados, y sólidamente asentados en principios de justicia que
en nada disminuyen la caridad.
No es
posible convivir en paz sin hacer nada con aquello que corrompe la vida y
atenta contra ella. A este respecto, recordamos a todos aquellos que, con
valentía y de forma incansable, han trabajado y hasta han perdido la vida en la
defensa y protección de los derechos de la persona humana y su dignidad. Como a
ellos, la historia nos pide asumir un compromiso definitivo en defensa de los
derechos humanos, aquí, en Cartagena de Indias, lugar que ustedes han elegido
como sede nacional de su tutela. Finalmente Jesús nos pide que recemos juntos;
que nuestra oración sea sinfónica, con matices personales, distintas
acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo clamor.
Estoy
seguro de que hoy rezamos juntos por el rescate de aquellos que estuvieron
errados y no por su destrucción, por la justicia y no la venganza, por la
reparación en la verdad y no el olvido. Rezamos para cumplir con el lema de
esta visita: «¡Demos el primer paso!», y que este primer paso sea en una
dirección común. «Dar el primer paso» es, sobre todo, salir al encuentro de los
demás con Cristo, el Señor. Y Él nos pide siempre dar un paso decidido y seguro
hacia los hermanos, renunciando a la pretensión de ser perdonados sin perdonar,
de ser amados sin amar. Si Colombia quiere una paz estable y duradera, tiene
que dar urgentemente un paso en esta dirección, que es aquella del bien común,
de la equidad, de la justicia, del respeto de la naturaleza humana y de sus
exigencias. Sólo si ayudamos a desatar los nudos de la violencia,
desenredaremos la compleja madeja de los desencuentros: se nos pide dar el paso
del encuentro con los hermanos, atrevernos a una corrección que no quiere
expulsar sino integrar; se nos pide ser caritativamente firmes en aquello que
no es negociable; en definitiva, la exigencia es construir la paz, «hablando no
con la lengua sino con manos y obras» (san Pedro Claver), y levantar juntos los
ojos al cielo: Él es capaz de desatar aquello que para nosotros pareciera
imposible,
Él ha prometido acompañarnos hasta el fin de los tiempos, Él no dejará estéril tanto esfuerzo. ___________________________
También ella tuvo la inteligencia de la caridad y supo encontrar a Dios en el prójimo; ninguno de los dos se paralizó ante la injusticia y la dificultad. Porque «ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 227). Fuente: Zenit.