17 de febrero 2021. Homilía del Papa Francisco. Basílica de san Pedro. Bendición e imposición de la Ceniza. Iniciamos el camino de la cuaresma. Este se abre con las palabras del profeta Joel, que indican la dirección a seguir. Hay una invitación que nace del corazón de Dios, que con los brazos abiertos y los ojos llenos de nostalgia nos suplica: «Vuélvanse a mí de todo corazón» (Joel 2,12). Vuélvanse a mí. La cuaresma es un viaje de regreso a Dios. Cuántas veces, ocupados o indiferentes, le hemos dicho: “Señor, volveré a Ti después, espera… Hoy no puedo, pero mañana empezaré a rezar y a hacer algo por los demás”. Y así un día después de otro. Ahora Dios llama a nuestro corazón. En la vida tendremos siempre cosas que hacer y tendremos excusas para dar, pero, hermanos y hermanas, hoy es el tiempo de regresar a Dios. Vuélvanse a mí, dice, con todo el corazón. La cuaresma es un viaje que implica toda nuestra vida, todo lo que somos. Es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, del que depende todo. La cuaresma no es hacer un ramillete espiritual, es discernir hacia dónde está orientado el corazón. Este es el centro de la cuaresma: ¿Hacia dónde está orientado mi corazón? Preguntémonos: ¿Hacia dónde me lleva el navegador de mi vida, hacia Dios o hacia mi yo? ¿Vivo para agradar al Señor, o para ser visto, alabado, preferido, puesto en el primer lugar y así sucesivamente? ¿Tengo un corazón “bailarín”, que da un paso hacia adelante y uno hacia atrás, ama un poco al Señor y un poco al mundo, o un corazón firme en Dios? ¿Me siento a gusto con mis hipocresías, o lucho por liberar el corazón de la doblez y la falsedad que lo encadenan?
El viaje de la
cuaresma es un éxodo, es un éxodo de la esclavitud a la libertad. Son
cuarenta días que recuerdan los cuarenta años en los que el pueblo de Dios
viajó en el desierto para regresar a su tierra de origen. Pero, ¡qué difícil es
dejar Egipto! Fue más difícil dejar el Egipto que estaba en el corazón del
pueblo de Dios, ese Egipto que se llevaron siempre dentro, que dejar la tierra de
Egipto… Es muy difícil dejar el Egipto. Siempre, durante el camino, estaba la
tentación de añorar las cebollas, de volver atrás, de atarse a los recuerdos
del pasado, a algún ídolo. También para nosotros es así: el viaje de regreso a Dios se dificulta por nuestros apegos malsanos,
se frena por los lazos seductores de los vicios, de las falsas seguridades del
dinero y del aparentar, del lamento victimista que paraliza. Para caminar es
necesario desenmascarar estas ilusiones.
Pero nos preguntamos: ¿Cómo proceder entonces en el camino
hacia Dios? Nos ayudan los viajes de regreso que nos relata la Palabra de Dios.
Miramos al hijo pródigo y comprendemos que también para
nosotros es tiempo de volver al Padre. Como ese hijo, también nosotros hemos
olvidado el perfume de casa, hemos despilfarrado bienes preciosos por cosas
insignificantes y nos hemos quedado con las manos vacías y el corazón infeliz.
Hemos caído: somos hijos que caen continuamente, somos como niños pequeños que
intentan caminar y caen al suelo, y siempre necesitan que su papá los vuelva a
levantar. Es el perdón del Padre que vuelve a ponernos en pie: el perdón de
Dios, la confesión, es el primer paso de
nuestro viaje de regreso. He dicho la confesión, por favor, los confesores,
sean como el padre, no con el látigo, sino con el abrazo.
Después necesitamos volver a Jesús, hacer como aquel leproso
sanado que volvió a agradecerle. Diez fueron curados, pero sólo él fue también
salvado, porque volvió a Jesús (cf. Lucas 17,12-19). Todos, todos tenemos
enfermedades espirituales, solos no podemos curarlas; todos tenemos vicios
arraigados, solos no podemos extirparlos; todos tenemos miedos que nos
paralizan, solos no podemos vencerlos. Necesitamos imitar a aquel leproso, que
volvió a Jesús y se postró a sus pies. Necesitamos la curación de Jesús, es
necesario presentarle nuestras heridas y decirle: “Jesús, estoy aquí ante Ti,
con mi pecado, con mis miserias. Tú eres el médico, Tú puedes liberarme. Sana
mi corazón”.
Además, la Palabra de Dios nos pide que volvamos al Padre, nos pide que volvamos a Jesús, y estamos llamados a volver al Espíritu Santo. La ceniza sobre la cabeza nos recuerda que somos polvo y al polvo volveremos. Pero sobre este polvo nuestro Dios ha infundido su Espíritu de vida. Entonces, no podemos vivir persiguiendo el polvo, detrás de cosas que hoy están y mañana desaparecen. Volvamos al Espíritu, Dador de vida, volvemos al Fuego que hace resurgir nuestras cenizas, a ese Fuego que nos enseña a amar. Seremos siempre polvo, pero, como dice un himno litúrgico, polvo enamorado. Volvamos a rezar al Espíritu Santo, redescubramos el fuego de la alabanza, que hace arder las cenizas del lamento y la resignación.
Hermanos y hermanas: Nuestro viaje de regreso a Dios es
posible sólo porque antes se produjo su viaje de ida hacia nosotros. De otro
modo no habría sido posible. Antes que nosotros fuéramos hacia Él, Él descendió
hacia nosotros. Nos ha precedido, ha venido a nuestro encuentro. Por nosotros
descendió más abajo de cuanto podíamos imaginar: se hizo pecado, se hizo
muerte. Es cuanto nos ha recordado san Pablo: «A quien no cometió pecado, Dios
lo asemejó al pecado por nosotros» (2 Co 5,21). Para no dejarnos solos y
acompañarnos en el camino descendió hasta nuestro pecado y nuestra muerte, ha
tocado el pecado, ha tocado nuestra muerte. Nuestro viaje, entonces, consiste en dejarnos tomar de la mano. El
Padre que nos llama a volver es Aquel que sale de casa para venir a
buscarnos; el Señor que nos cura es Aquel que se dejó herir en la cruz; el
Espíritu que nos hace cambiar de vida es Aquel que sopla con fuerza y dulzura
sobre nuestro barro.
He aquí, entonces, la súplica del Apóstol: «Déjense
reconciliar con Dios» (v. 20). Déjense reconciliar: el camino no se basa en
nuestras fuerzas; nadie puede
reconciliarse con Dios por sus propias fuerzas, no se puede. La conversión
del corazón, con los gestos y las obras que la expresan, sólo es posible si
parte del primado de la acción de Dios. Lo que nos hace volver a Él no es
presumir de nuestras capacidades y nuestros méritos, sino acoger su gracia. Nos salva la gracia, la salvación es pura
gracia, pura gratuidad. Jesús nos lo ha dicho claramente en el Evangelio:
lo que nos hace justos no es la justicia que practicamos ante los hombres, sino
la relación sincera con el Padre. El comienzo del regreso a Dios es
reconocernos necesitados de Él, necesitados de misericordia, necesitados de su
gracia. Este es el camino justo, el camino de la humildad. ¿Yo me siento
necesitado o me siento autosuficiente?
Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Cuando acabe
la cuaresma nos inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La cuaresma es un abajamiento humilde en
nuestro interior y hacia los demás. Es entender que la salvación no es una
escalada hacia la gloria, sino un abajamiento por amor. Es hacerse pequeños. En
este camino, para no perder la dirección, pongámonos ante la cruz de Jesús: es
la cátedra silenciosa de Dios. Miremos cada día sus llagas, las llagas que Él
ha llevado al Cielo y muestra al Padre todos los días en su oración de
intercesión. Miremos cada día sus llagas. En esos agujeros reconocemos nuestro
vacío, nuestras faltas, las heridas del pecado, los golpes que nos han hecho
daño. Sin embargo, precisamente allí vemos que Dios no nos señala con el dedo,
sino que abre los brazos de par en par. Sus llagas están abiertas por nosotros
y en esas heridas hemos sido sanados (cf. 1 Pedro 2,24; Isaías 53,5).
Besémoslas y entenderemos que justamente ahí, en los vacíos más dolorosos de la
vida, Dios nos espera con su misericordia infinita. Porque allí, donde somos
más vulnerables, donde más nos avergonzamos, Él viene a nuestro encuentro. Y
ahora que ha venido a nuestro encuentro, nos invita a regresar a Él, para
volver a encontrar la alegría de ser amados. Fuente: Vatican. Va.