La imagen de la viña es clara, representa al pueblo que el
Señor ha elegido y formado con tanto cuidado; los siervos mandados por el
propietario son los profetas, enviados por Dios, mientras que el hijo es una
figura de Jesús. Y así como fueron rechazados los profetas, también Cristo fue
rechazado y asesinado.
Al final del relato, Jesús pregunta a los jefes del pueblo: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?» (v. 40). Y ellos, llevados por la lógica del relato, pronuncian su propia condena: el dueño —dicen— castigará severamente a esos malvados y «arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo» (v. 41).
Con esta dura parábola, Jesús pone a sus interlocutores frente a su responsabilidad, y lo hace con extrema claridad. Pero no pensemos que esta advertencia valga solamente para los que rechazaron a Jesús en aquella época. Vale para todos los tiempos, incluido el nuestro. También hoy Dios espera los frutos de su viña de aquellos que ha enviado a trabajar en ella. A todos nosotros.
En cada época, los que tienen autoridad, cualquier autoridad, incluso en la Iglesia, en el pueblo de Dios pueden sentir la tentación de seguir su propio interés en lugar del de Dios. Y Jesús dice que la verdadera autoridad se cumple cuando se presta servicio, está en servir, no en explotar a los demás. La viña es del Señor, no nuestra. La autoridad es un servicio, y como tal debe ser ejercida, para el bien de todos y para la difusión del Evangelio. Es muy feo cuando en la Iglesia se ve que las personas que tienen autoridad buscan el proprio interés.
San Pablo, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, nos
dice cómo ser buenos obreros en la viña del Señor: todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable,
de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo
en cuenta. (cf. Flp 4,8). Lo repito: todo cuanto sea virtud y cosa digna de
elogio, todo eso tenedlo en cuenta. Es la actitud de la autoridad y también la
de cada uno de nosotros, porque cada uno de nosotros, en lo que le toca, tiene
una cierta autoridad. Nos convertiremos así en una Iglesia cada vez más rica en
frutos de santidad, daremos gloria al Padre que nos ama con infinita ternura,
al Hijo que sigue dándonos la salvación, al Espíritu que abre nuestros
corazones y nos impulsa hacia la plenitud del bien.
Nos dirigimos ahora a María Santísima, espiritualmente unidos a los fieles reunidos en el Santuario de Pompeya para la Súplica, y en octubre renovamos nuestro compromiso de rezar el santo Rosario. Vatican. Va