13 de julio 2025. “La mirada hace la diferencia” Homilía
Papa León XIV. Eucaristía, Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva
(Castel Gandolfo)
Hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo, que hemos escuchado, es una de
las más hermosas y sugestivas parábolas narradas por Jesús. Todos conocemos la
parábola del buen samaritano (Lucas 10, 25-37).
Este relato sigue desafiándonos también hoy, interpela
nuestra vida, sacude la tranquilidad de nuestras conciencias adormecidas o
distraídas y nos provoca contra el riesgo de una fe acomodada, ordenada en la
observancia exterior de la ley, pero incapaz de sentir y actuar con las mismas
entrañas compasivas de Dios.
La compasión, en efecto, está en el centro de la parábola.
Y si consideramos que en el relato evangélico esta compasión se describe por
medio de las acciones del samaritano, lo primero que el pasaje subraya es la
mirada. De hecho, frente a un hombre herido que está al borde del camino
después de haber sido despojado por unos bandidos, del sacerdote y del levita
se dice: «lo vio y siguió su camino» (v. 32); del samaritano, en cambio, el
Evangelio afirma: «lo vio y se conmovió» (v. 33).
Queridos hermanos y hermanas, la mirada hace la
diferencia, porque expresa lo que tenemos en el corazón: se puede ver y pasar
de largo o bien ver y sentir compasión. Hay un modo de ver exterior,
distraído y apresurado, un modo de mirar fingiendo que no se ve, es decir, sin
dejarnos afectar ni interpelar por la situación; y hay un modo de ver, en
cambio, con los ojos del corazón, con una mirada más profunda, con una empatía
que nos hace entrar en la situación del otro, nos hace participar
interiormente, nos toca, nos sacude, interroga nuestra vida y nuestra
responsabilidad.
La primera mirada de la que quiere hablarnos la parábola
es de aquella que Dios ha tenido hacia nosotros, para que también nosotros
aprendamos a tener sus mismos ojos, llenos de amor y compasión hacia los
demás. El buen samaritano, en efecto, es sobre todo imagen de Jesús, el Hijo
eterno que el Padre envió en la historia precisamente porque ha mirado a la
humanidad sin pasar de largo; con ojos, con corazón, con entrañas de conmoción
y compasión.
Así como aquel hombre del Evangelio bajaba de Jerusalén a
Jericó, la humanidad descendía a los abismos de la muerte y, aún hoy, a menudo
debe lidiar con la oscuridad del mal, con el sufrimiento, con la pobreza y con
la absurdidad de la muerte. Pero Dios nos ha mirado con compasión, Él mismo
ha querido recorrer nuestro camino, descendió en medio de nosotros y, en
Jesús, buen samaritano, ha venido a sanar nuestras heridas, derramando sobre
nosotros el aceite de su amor y de su misericordia.
El Papa Francisco muchas veces nos ha recordado que Dios es
misericordia y compasión, y ha afirmado que Jesús «es la compasión del Padre
hacia nosotros» (Ángelus, 14 julio 2019). Él es el buen samaritano que vino
a nuestro encuentro. Dice san Agustín que «el mismo Señor y Dios nuestro quiso
llamarse nuestro prójimo, pues Jesucristo nuestro Señor se simbolizó en el que
socorrió al hombre tendido en el camino, herido, semivivo y abandonado por los
ladrones» (La Doctrina cristiana, I, 33).
Comprendemos, entonces, por qué la parábola nos desafía
también a cada uno de nosotros, por el hecho de que Cristo es manifestación de
un Dios compasivo. Creer en Él y seguirlo como sus discípulos significa
dejarse transformar para que también nosotros podamos tener sus mismos
sentimientos; un corazón que se conmueve, una mirada que ve y no pasa de
largo, dos manos que socorren y alivian las heridas, los hombros fuertes que se
hacen cargo de quien tiene necesidad.
La primera lectura de hoy, haciéndonos escuchar las palabras
de Moisés, nos dice que obedecer a los mandamientos del Señor y convertirse a
Él no significa multiplicar actos exteriores, sino, al contrario, se trata
de volver al propio corazón para descubrir que precisamente allí Dios ha
escrito su ley del amor. Si en lo íntimo de nuestra vida descubrimos que
Cristo, como buen samaritano, nos ama y se hace cargo de nosotros, también
nosotros somos impulsados a amar del mismo modo y seremos compasivos como Él.
Sanados y amados por Cristo, nos convertimos también nosotros en signos de
su amor y de su compasión en el mundo.
Hermanos y hermanas, hoy se necesita esta revolución del
amor. Hoy, ese camino que desciende de Jerusalén a Jericó —una ciudad que
se encuentra bajo el nivel del mar— es el camino que recorren todos aquellos
que se hunden en el mal, en el sufrimiento y en la pobreza; es el camino de
tantas personas agobiadas por las dificultades o heridas por las circunstancias
de la vida; es el camino de todos aquellos que “se derrumban” hasta perderse y
tocar fondo; es el camino de tantos pueblos despojados, estafados y arrasados,
víctimas de sistemas políticos opresivos, de una economía que los obliga a la
pobreza, de la guerra que mata sus sueños y sus vidas.
¿Y qué hacemos nosotros? ¿Vemos y pasamos de largo, o nos
dejamos traspasar el corazón como el samaritano? A veces nos contentamos
solamente con hacer nuestro deber o consideramos como nuestro prójimo sólo a
quien es de nuestro círculo, a quien piensa como nosotros, a quien tiene la
misma nacionalidad o religión; pero Jesús invierte la perspectiva
presentándonos un samaritano, un extranjero y herético que se hace prójimo de
aquel hombre herido. Y nos pide que hagamos lo mismo.
El samaritano —escribía Benedicto XVI— «no se pregunta hasta
dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos
necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe
el corazón […]. Si la pregunta hubiera sido: “¿Es también el samaritano mi
prójimo?”, dada la situación, la respuesta habría sido un “no” más bien
rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la pregunta: el samaritano, el forastero,
se hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo
aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya
dentro de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de
corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro» (Jesús de Nazaret,
237-238).
Ver sin pasar de largo, detener nuestras carreras
ajetreadas, dejar que la vida del otro, sea quien sea, con sus necesidades y
sufrimientos, me rompan el corazón. Esto nos hace prójimos los unos de los
otros, genera una auténtica fraternidad, derriba muros y vallas. Y
finalmente el amor se abre camino, volviéndose más fuerte que el mal y que la
muerte.
Queridos amigos, contemplemos a Cristo buen Samaritano y
sigamos escuchando hoy su voz que nos dice a cada uno de nosotros: «Ve y haz tú
lo mismo» (v. 37). Fuente e Imagen de Vatican. Va.