11 de julio 2025. “Los ancianos signos de esperanza” Mensaje
del santo Padre León XIV para la V jornada mundial de los abuelos y de los mayores
Feliz el que no ve desvanecerse su esperanza (cf. Sirácida
14, 2)
Queridos hermanos y hermanas:
La Sagrada Escritura presenta varios casos de hombres y
mujeres ya avanzados en años, a los que el Señor invita a participar en sus
designios de salvación. Pensemos en Abraham y Sara; siendo ya ancianos,
permanecen incrédulos ante la palabra de Dios, que les promete un hijo. La
imposibilidad de generar parecía haberles quitado su mirada de esperanza
respecto al futuro.
La reacción de Zacarías ante el anuncio del nacimiento de
Juan el Bautista no es diferente: «¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo
soy anciano y mi esposa es de edad avanzada» (Lucas 1, 18). La ancianidad,
la esterilidad y el deterioro parecen apagar las esperanzas de vida y de
fecundidad de todos estos hombres y mujeres. También la pregunta que
Nicodemo hace a Jesús, cuando el Maestro le habla de un “nuevo nacimiento”,
parece puramente retórica: «¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo?
¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?»
(Juan 3, 4). Sin embargo, en cada ocasión, frente a una respuesta aparentemente
obvia, el Señor sorprende a sus interlocutores con un acto de salvación.
Los ancianos, signos de esperanza
En la Biblia, Dios muestra muchas veces su providencia
dirigiéndose a personas avanzadas en años. Así ocurre no sólo con Abrahán,
Sara, Zacarías e Isabel, sino también con Moisés, llamado a liberar a su pueblo
siendo octogenario (cf. Éxodo 7, 7). Con estas elecciones, Dios nos enseña que,
a sus ojos, la ancianidad es un tiempo de bendición y de gracia, y que
para Él los ancianos son los primeros testigos de esperanza. «¿Qué significa en
mi vejez? —se pregunta al respecto san Agustín— Cuando me falten las fuerzas,
no me abandones.
Y aquí Dios te responde: Al contrario, que desfallezca tu
vigor, para que esté presente el mío en ti, y así puedas decir con el Apóstol:
“Cuando me debilito, entonces soy fuerte”» (Comentarios a los Salmos 70, 11).
El hecho de que el número de personas en edad avanzada esté en aumento se
convierte entonces para nosotros en un signo de los tiempos que estamos
llamados a discernir, para leer correctamente la historia que vivimos.
La vida de la Iglesia y del mundo, en efecto, sólo se
comprende en la sucesión de las generaciones, y abrazar a un anciano nos ayuda
a comprender que la historia no se agota en el presente, ni se consuma entre
encuentros fugaces y relaciones fragmentarias, sino que se abre paso hacia el
futuro. En el libro del Génesis encontramos el conmovedor episodio de la
bendición dada por Jacob, ya anciano, a sus nietos, los hijos de José. Sus
palabras los animan a mirar al futuro con esperanza, como en el tiempo de las
promesas de Dios (cf. Génesis 48, 8-20).
Si, por tanto, es verdad que la fragilidad de los
ancianos necesita del vigor de los jóvenes, también es verdad que la
inexperiencia de los jóvenes necesita del testimonio de los ancianos para
trazar con sabiduría el porvenir. ¡Cuán a menudo nuestros abuelos han sido para
nosotros ejemplo de fe y devoción, de virtudes cívicas y compromiso social, de
memoria y perseverancia en las pruebas! Este hermoso legado, que nos han
transmitido con esperanza y amor, siempre será para nosotros motivo de gratitud
y de coherencia.
Signos de esperanza para los ancianos
El Jubileo, desde sus orígenes bíblicos, ha representado un
tiempo de liberación: los esclavos eran liberados, las deudas condonadas, las
tierras restituidas a sus propietarios originarios. Era un momento de
restauración del orden social querido por Dios, en el cual se reparaban las
desigualdades y las opresiones acumuladas con los años. Jesús renueva estos
acontecimientos de liberación cuando, en la sinagoga de Nazaret, proclama la
buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos, la liberación a los cautivos
y la libertad a los oprimidos (cf. Lucas 4, 16-21).
Considerando a las personas ancianas desde esta perspectiva
jubilar, también nosotros estamos llamados a vivir con ellas una liberación,
sobre todo de la soledad y del abandono. Este año es el momento propicio para
realizarla; la fidelidad de Dios a sus promesas nos enseña que hay una
bienaventuranza en la ancianidad, una alegría auténticamente evangélica, que
nos pide derribar los muros de la indiferencia, que con frecuencia aprisionan a
los ancianos. Nuestras sociedades, en todas sus latitudes, se están
acostumbrando con demasiada frecuencia a dejar que una parte tan importante y
rica de su tejido sea marginada y olvidada.
Frente a esta situación, es necesario un cambio de ritmo,
que atestigüe una asunción de responsabilidad por parte de toda la Iglesia.
Cada parroquia, asociación, grupo eclesial está llamado a ser protagonista de
la “revolución” de la gratitud y del cuidado, y esto ha de realizarse visitando
frecuentemente a los ancianos, creando para ellos y con ellos redes de apoyo y
de oración, entretejiendo relaciones que puedan dar esperanza y dignidad al que
se siente olvidado. La esperanza cristiana nos impulsa siempre a arriesgar
más, a pensar en grande, a no contentarnos con el statu quo. En concreto, a
trabajar por un cambio que restituya a los ancianos estima y afecto.
Por eso, el Papa Francisco quiso que la Jornada Mundial de
los Abuelos y los Mayores se celebrase sobre todo yendo al encuentro de
quien está solo. Y por esa misma razón, se ha decidido que quienes no
puedan venir a Roma este año, en peregrinación, «podrán conseguir la
Indulgencia jubilar si se dirigirán a visitar por un tiempo adecuado a los […]
ancianos en soledad, […] como realizando una peregrinación hacia Cristo
presente en ellos (cf. Mateo 25, 34-36)» (Penitenciaría Apostólica, Normas
sobre la Concesión de la Indulgencia Jubilar, III). Visitar a un anciano es un
modo de encontrarnos con Jesús, que nos libera de la indiferencia y la soledad.
En la vejez se puede esperar
El libro del Eclesiástico afirma que la bienaventuranza
es de aquellos que no ven desvanecerse su esperanza (cf. 14,2), dejando
entender que en nuestra vida —especialmente si es larga— pueden existir muchos
motivos para volver la vista atrás, más que hacia el futuro. Sin embargo, como
escribió el Papa Francisco durante su último ingreso en el hospital, «nuestro
físico está débil, pero, incluso así, nada puede impedirnos amar, rezar,
entregarnos, estar los unos para los otros, en la fe, señales luminosas de
esperanza» (Ángelus, 16 marzo 2025). Tenemos una libertad que ninguna
dificultad puede quitarnos: la de amar y rezar. Todos, siempre, podemos amar y
rezar.
El amor por nuestros seres queridos —por el cónyuge con
quien hemos pasado gran parte de la vida, por los hijos, por los nietos que
alegran nuestras jornadas— no se apaga cuando las fuerzas se desvanecen. Al
contrario, a menudo ese afecto es precisamente el que reaviva nuestras
energías, dándonos esperanza y consuelo.
Estos signos de vitalidad del amor, que tienen su raíz en
Dios mismo, nos dan valentía y nos recuerdan que «aunque nuestro hombre
exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día»
(2 Corintios 4,16). Por eso, especialmente en la vejez, perseveremos confiados
en el Señor. Dejémonos renovar cada día por el encuentro con Él, en la oración
y en la Santa Misa.
Transmitamos con amor la fe que hemos vivido durante tantos
años, en la familia y en los encuentros cotidianos; alabemos siempre a Dios por
su benevolencia, cultivemos la unidad con nuestros seres queridos, que
nuestro corazón abarque al que está más lejos y, en particular, a quien
vive en una situación de necesidad. Seremos signos de esperanza, a cualquier
edad. Fuente de Vatican. Va.