17 de diciembre de 2017

Los que creemos aprendemos a brillar con luz propia


“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz”. (Juan 1,6-8.19-28).
 
Todo en la vida de Jesucristo es luz. El mismo es la luz, nada tiene sentido si no logramos ver con claridad. No podemos entender, tropezamos fácilmente, nos dejamos engañar, entorpece nuestra vida. No todo pensamiento moderno, es lo ético y moralmente bueno.  La luz verdadera comienza a existir desde que Dios hace parte de la vida de una persona, muchos en la actualidad se atreven a vivir sin luz, (agnosticismo).  

            En medio de la oscuridad y la desesperanza que muchas veces limita nuestros deseos, aparece una luz que establece nuestro eterno y definitivo horizonte. Una señal de esperanza abre las puertas a la transformación del mundo: “Aceptando el Evangelio, participamos en Cristo Jesús, de las mismas promesas que el pueblo de Israel”.  La noticia es alentadora, lo fue en aquella ocasión para una nación como Israel, lo es para un mundo actual tecnificado e industrializado, que ha perdido la brújula de su timón. Dios vuelve a insistir: no basta con reconocer que Dios es importante; es necesario levantar la mirada hacia la estrella, volver a las fuentes principales de la fe; es urgente hablarle a Dios de rodillas, tal como lo enseña el mismo evangelio:  “Y una vez en la casa, vieron al niño con María su Madre, cayeron de rodillas y le rindieron homenaje”. (Mateo 2,11).   No hay que dejarse vencer por el excentricismo actual, el subjetivismo moral, el relativismo, la modernidad de las ideas. La estrella de Belén sigue marcando el camino de la nueva humanidad: Los que creemos somos estrellas con luz permanente, aprendemos a brillar con luz propia. Gran enseñanza en el evangelio según san Juan: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan, este venía como testigo, para dar testimonio de la luz”. (Juan 1,6-7)

            Sabemos que la luz disipa las tinieblas, entendemos que la oscuridad es la presencia desobediente del ser humano en la vida divina.  Cuando aumenta la oscuridad, aumenta la destrucción de las personas; cuando aumenta la luz, se abren nuevas alternativas de superación y entendimiento de la misma realidad que vivimos. “Juan bautista no era la luz, sino el testigo de la luz”.  El objetivo es que la luz disipe las tinieblas, esa es la gran consigna diaria; el problema nace, en ¿cómo lograrlo? Pues bien, la Palabra, luz de Dios, nos recomienda colocar la lámpara sobre el candelero, (Mateo 5,15); nadie es dueño de la Palabra, somos mensajeros de la Palabra, la Palabra debe ocupar un puesto privilegiado en nuestra personalidad, debe ser motivo de acto de conciencia, debe ser soporte ante la toma de decisiones, debe ser descanso, alivio y alimento para el alma.  Si se coloca donde debe estar, seguramente nuestra vida va a permanecer en la luz e iremos a tener los criterios suficientes para enfrentar las adversidades y las oscuridades que se presenten en el camino. Padre, Jairo Yate Ramírez.  Arquidiócesis de Ibagué.