Queridos
hermanos y hermanas, feliz Navidad. Jesús nació de María Virgen en Belén. No
nació por voluntad humana, sino por el don de amor de Dios Padre, que «tanto
amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Este acontecimiento se renueva hoy en la Iglesia, peregrina en el tiempo: en la liturgia de la Navidad, la fe del pueblo cristiano revive el misterio de Dios que viene, que toma nuestra carne mortal, que se hace pequeño y pobre para salvarnos. Y esto nos llena de emoción, porque la ternura de nuestro Padre es inmensa.
Los primeros que vieron la humilde gloria del Salvador, después de María y José, fueron los pastores de Belén. Reconocieron la señal que los ángeles les habían dado y adoraron al Niño. Esos hombres humildes pero vigilantes son un ejemplo para los creyentes de todos los tiempos, los cuales, frente al misterio de Jesús, no se escandalizan por su pobreza, sino que, como María, confían en la palabra de Dios y contemplan su gloria con mirada sencilla. Ante el misterio del Verbo hecho carne, los cristianos de todas partes confiesan, con las palabras del evangelista Juan: «Hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
Por esta razón, mientras el mundo se ve
azotado por vientos de guerra y un modelo de desarrollo ya caduco sigue
provocando degradación humana, social y ambiental, la Navidad nos invita a
recordar la señal del Niño y a que lo reconozcamos en los rostros de los niños,
especialmente de aquellos para los que, como Jesús, «no hay sitio en la posada»
(Lc 2,7).
Vemos a Jesús en los niños de Oriente
Medio, que siguen sufriendo por el aumento de las tensiones entre israelíes y
palestinos. En este día de fiesta, invoquemos al Señor pidiendo la paz para
Jerusalén y para toda la Tierra Santa; recemos para que entre las partes
implicadas prevalezca la voluntad de reanudar el diálogo y se pueda finalmente
alcanzar una solución negociada, que permita la coexistencia pacífica de dos
Estados dentro de unas fronteras acordadas entre ellos y reconocidas a nivel
internacional. Que el Señor sostenga también el esfuerzo de todos aquellos
miembros de la Comunidad internacional que, movidos de buena voluntad, desean
ayudar a esa tierra martirizada a encontrar, a pesar de los graves obstáculos,
la armonía, la justicia y la seguridad que anhelan desde hace tanto tiempo.
Vemos a Jesús en los rostros de los niños sirios, marcados aún por la guerra que ha ensangrentado ese país en estos años. Que la amada Siria pueda finalmente volver a encontrar el respeto por la dignidad de cada persona, mediante el compromiso unánime de reconstruir el tejido social con independencia de la etnia o religión a la que se pertenezca. Vemos a Jesús en los niños de Iraq, que todavía sigue herido y dividido por las hostilidades que lo han golpeado en los últimos quince años, y en los niños de Yemen, donde existe un conflicto en gran parte olvidado, con graves consecuencias humanitarias para la población que padece el hambre y la propagación de enfermedades. Vemos a Jesús en los niños de África, especialmente en los que sufren en Sudán del Sur, en Somalia, en Burundi, en la República Democrática del Congo, en la República Centroafricana y en Nigeria.
Vemos a Jesús en todos los niños de
aquellas zonas del mundo donde la paz y la seguridad se ven amenazadas por el
peligro de las tensiones y de los nuevos conflictos. Recemos para que en la
península coreana se superen los antagonismos y aumente la confianza mutua por
el bien de todo el mundo. Confiamos Venezuela al Niño Jesús para que se pueda
retomar un diálogo sereno entre los diversos componentes sociales por el bien
de todo el querido pueblo venezolano. Vemos a Jesús en los niños que, junto con
sus familias, sufren la violencia del conflicto en Ucrania, y sus graves
repercusiones humanitarias, y recemos para que, cuanto antes, el Señor conceda
la paz a ese querido país. Vemos a Jesús en los niños cuyos padres no tienen
trabajo y con gran esfuerzo intentan ofrecer a sus hijos un futuro seguro y
pacífico. Y en aquellos cuya infancia fue robada, obligados a trabajar desde
una edad temprana o alistados como soldados mercenarios sin escrúpulos.
Vemos a Jesús en tantos niños obligados a
abandonar sus países, a viajar solos en condiciones inhumanas, siendo fácil
presa para los traficantes de personas. En sus ojos vemos el drama de tantos
emigrantes forzosos que arriesgan incluso sus vidas para emprender viajes
agotadores que muchas veces terminan en una tragedia. Veo a Jesús en los niños
que he encontrado durante mi último viaje a Myanmar y Bangladesh, y espero que
la comunidad internacional no deje de trabajar para que se tutele adecuadamente
la dignidad de las minorías que habitan en la Región. Jesús conoce bien el
dolor de no ser acogido y la dificultad de no tener un lugar donde reclinar la
cabeza. Que nuestros corazones no estén cerrados como las casas de Belén.
Queridos hermanos y hermanas:
También a nosotros se nos ha dado una señal
de Navidad: «Un niño envuelto en pañales…» (Lc 2,12). Como la Virgen María y
san José, y los pastores de Belén, acojamos en el Niño Jesús el amor de Dios
hecho hombre por nosotros, y esforcémonos, con su gracia, para hacer que
nuestro mundo sea más humano, más digno de los niños de hoy y de mañana.
Felicitación de Navidad:
A vosotros queridos hermanos y hermanas,
llegados a esta plaza de todas las partes del mundo, y a cuantos os unís desde
diversos países por medio de la radio, la televisión y otros medios de
comunicación, os dirijo mi cordial felicitación. Que el nacimiento de Cristo
Salvador renueve los corazones, suscite el deseo de construir un futuro más
fraterno y solidario, y traiga a todos alegría y esperanza. Feliz Navidad.