14 de noviembre 2021. “alimentemos la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy”. Homilía, Papa Francisco, Jornada mundial de los pobres. Domingo 38 del tiempo ordinario Ciclo B. Basílica de san Pedro. Las imágenes que Jesús usa en la primera parte del Evangelio de hoy nos dejan consternados: el sol se oscurece, la luna deja de brillar, las estrellas caen y los poderes celestiales tiemblan (cf. Marcos 13,24-25). Pero, un poco después, el Señor nos abre a la esperanza, precisamente en ese momento de oscuridad total el Hijo del hombre vendrá (cf. v. 26), y ya en el presente se pueden vislumbrar los signos de su venida, como cuando se observa una higuera que empieza a brotar porque el verano está cerca (cf. v. 28).
Con la ayuda de este Evangelio podemos leer la historia
considerando dos aspectos: los dolores
de hoy y la esperanza del mañana. Por una parte, se evocan las dolorosas
contradicciones en las que en cualquier tiempo la realidad humana permanece
inmersa; por otra parte, se percibe el futuro de salvación que le espera, es
decir, el encuentro con el Señor que viene para liberarnos de todo mal.
Contemplemos estos dos aspectos con la mirada de Jesús.
El primer aspecto: el dolor de hoy. Estamos dentro de una
historia marcada por tribulaciones, violencia, sufrimientos e injusticias,
esperando una liberación que parece no llegar nunca. Sobre todo, los que
resultan heridos, oprimidos y a veces pisoteados son los pobres, los anillos
más frágiles de la cadena. La Jornada Mundial de los Pobres que estamos
celebrando nos pide que no miremos a otra parte, que no tengamos miedo de ver de cerca el sufrimiento de los más débiles,
para quienes el Evangelio de hoy es muy actual: el sol de sus vidas
frecuentemente se oscurece a causa de la soledad, la luna de sus esperanzas se
apaga, las estrellas de sus sueños caen en la resignación y su misma existencia
queda alterada. Todo eso a causa de la pobreza que a menudo están forzados a
vivir, víctimas de la injusticia y de la
desigualdad de una sociedad del descarte que corre velozmente sin tenerlos
en cuenta y los abandona sin escrúpulos a su suerte.
Pero, por otra parte, está el segundo aspecto: la esperanza
del mañana. Jesús quiere abrirnos a la esperanza, arrancarnos de la angustia y
del miedo frente al dolor del mundo. Por eso afirma que, justo cuando el sol se oscurece y todo parece que se hunde, Él se hace
cercano. En el gemido de nuestra dolorosa historia, hay un futuro de
salvación que empieza a brotar. La esperanza del mañana florece en el dolor de
hoy. Sí, la salvación de Dios no es sólo una promesa del más allá, sino que ya
está creciendo dentro de nuestra historia herida —tenemos un corazón enfermo,
todos—, se abre camino entre las opresiones y las injusticias del mundo.
Precisamente en medio del llanto de los pobres, el Reino de Dios despunta como las tiernas hojas de un árbol y conduce
la historia a la meta, al encuentro final con el Señor, el Rey del universo
que nos liberará de manera definitiva.
En este momento, preguntémonos, ¿Qué se nos pide a nosotros
cristianos ante esta realidad? Se nos pide que alimentemos la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy.
Están unidos: si tú no vas por delante aliviando los dolores de hoy,
difícilmente tendrás la esperanza del mañana. La esperanza que nace del
Evangelio, en efecto, no consiste en esperar pasivamente que en el futuro las
cosas vayan mejor, esto no es posible, sino en realizar hoy de manera concreta
la promesa de salvación de Dios. Hoy, cada día. La esperanza cristiana no es
ciertamente el optimismo beato, es más, diría el optimismo adolescente, del que
espera que las cosas cambien y mientras tanto sigue haciendo su propia vida,
sino que es construir cada día, con gestos concretos, el Reino del amor, la
justicia y la fraternidad que inauguró Jesús. La esperanza cristiana, por
ejemplo, no fue sembrada por el levita o por el sacerdote que han pasado
delante de aquel hombre herido por los ladrones. Fue sembrada por un extraño,
por un samaritano que se ha parado y ha hecho el gesto (cf. Lucas 10,30-35). Y
hoy es como si la Iglesia nos dijese: “Detente y siembra esperanza en la
pobreza. Acércate a los pobres y siembra
esperanza”.
La
esperanza de aquella persona, la tuya y la de la Iglesia. A nosotros se nos
pide esto: que seamos, en medio de las ruinas cotidianas del mundo, incansables
constructores de esperanza, que seamos luz mientras el sol se oscurece, que
seamos testigos de compasión mientras a nuestro alrededor reina la distracción,
que seamos amantes y atentos en medio de la indiferencia generalizada. Testigos
de compasión. No podremos nunca hacer el
bien sin pasar por la compasión. Como mucho haremos cosas buenas, pero que
no tocan la vida cristiana porque no tocan el corazón. Lo que nos hace tocar el
corazón es la compasión. Nos acercamos, sentimos la compasión y hacemos gestos
de ternura. Precisamente el estilo de Jesús: cercanía, compasión y ternura.
Esto se nos pide hoy.
Hace poco recordé algo que repetía un obispo cercano a los
pobres, y pobre de espíritu él mismo, don Tonino Bello: «No podemos limitarnos
a esperar, tenemos que organizar la esperanza». Si nuestra esperanza no se
traduce en opciones y gestos concretos de atención, justicia, solidaridad y
cuidado de la casa común, los sufrimientos de los pobres no se podrán aliviar,
la economía del descarte que los obliga a vivir en los márgenes no se podrá
cambiar y sus esperanzas no podrán volver a florecer. A nosotros, especialmente
a nosotros cristianos, nos toca organizar la esperanza —hermosa esta expresión
de Tonino Bello: organizar la esperanza—, traducirla en la vida concreta de
cada día, en las relaciones humanas, en el compromiso social y político. Me
hace pensar al trabajo que hacen tantos cristianos en las obras de caridad, al
trabajo de la Limosnería Apostólica. ¿Qué se hace allí? Se organiza la
esperanza. No se da una moneda, no, se organiza la esperanza. Esta es una
dinámica que hoy nos pide la Iglesia.
Hay una imagen de la esperanza que Jesús nos ofrece hoy. Es
una imagen sencilla e indicativa al mismo tiempo, se trata de las hojas de la
higuera, que brotan sin hacer ruido, señalando que el verano se acerca. Y estas
hojas aparecen, subraya Jesús, cuando las ramas se ponen tiernas (cf. v. 28).
Hermanos, hermanas, esta es la palabra que hace surgir la esperanza en el mundo
y que alivia el dolor de los pobres: la ternura. Compasión que te lleva a la
ternura. Nos toca a nosotros superar la cerrazón, la rigidez interior, que es
la tentación de hoy, de los “restauracionistas” que quieren una Iglesia
totalmente ordenada, completamente rígida. Esto no es del Espíritu Santo. Y
debemos superar esto, y hacer germinar en esta rigidez la esperanza. Y depende
de nosotros también superar la tentación de ocuparnos sólo de nuestros
problemas, para enternecernos frente a los dramas del mundo, para compadecer el
dolor. Como las tiernas hojas del árbol, estamos llamados a absorber la
contaminación que nos rodea y a transformarla en bien. No sirve hablar de los problemas,
polemizar, escandalizarnos —esto lo sabemos hacer todos—, es necesario imitar a las hojas que, sin llamar la atención, cada día
transforman el aire contaminado en aire puro. Jesús quiere que seamos
“transformadores de bien”, personas que, inmersas en el aire cargado que
respiran todos, respondan al mal con el bien (cf. Romanos 12,21). Personas que
actúan, que parten el pan con los hambrientos, que trabajan por la justicia,
que levantan a los pobres y les restituyen su dignidad, como hizo aquel
samaritano.
Es hermosa, es evangélica, es joven una Iglesia que sale de
sí misma y, como Jesús, anuncia la buena noticia a los pobres (cf. Lucas 4,18).
Me detengo sobre ese adjetivo, el último. Es joven una Iglesia así, con la
juventud de sembrar esperanza. Esta es una Iglesia profética, que con su
presencia dice a los desalentados y a los descartados del mundo: “Ánimo, el
Señor está cerca, también para ti hay un verano que brota en el corazón del
invierno. También de tu dolor puede resurgir esperanza”. Hermanos y hermanas,
llevemos esta mirada de esperanza al mundo. Llevémosla con ternura a los
pobres, con cercanía, con compasión, sin juzgarlos —nosotros seremos juzgados—.
Porque allí, junto a ellos, junto a los pobres, está Jesús; porque allí, en
ellos, está Jesús que nos espera. Imagen, y fuente de Vatican. Va.