13 de noviembre 2021. «A los pobres los tienen siempre con ustedes» (Marcos 14,7). Quinta jornada mundial de los pobres. Mensaje del Santo Padre, Francisco. En el domingo 33 del tiempo ordinario ciclo B. Jesús pronunció estas palabras en el contexto de una comida en Betania, en casa de un tal Simón, llamado “el leproso”, unos días antes de la Pascua. Según narra el evangelista, una mujer entró con un frasco de alabastro lleno de un perfume muy valioso y lo derramó sobre la cabeza de Jesús. Ese gesto suscitó gran asombro y dio lugar a dos interpretaciones diversas.
La primera fue la indignación de algunos de los presentes,
entre ellos los discípulos que, considerando el valor del perfume —unos 300
denarios, equivalentes al salario anual de un obrero— pensaron que habría sido
mejor venderlo y dar lo recaudado a los pobres. Según el Evangelio de Juan, fue
Judas quien se hizo intérprete de esta opinión: «¿Por qué no se ha vendido este
perfume por trescientos denarios para darlos a los pobres?». Y el evangelista
señala: «Esto no lo dijo porque le importaran los pobres, sino porque era
ladrón y, como tenía la bolsa del dinero en común, robaba de lo que echaban en
ella» (12,5-6). No es casualidad que esta dura crítica salga de la boca del
traidor, es la prueba de que quienes no reconocen a los pobres traicionan la
enseñanza de Jesús y no pueden ser sus discípulos. A este respecto, recordamos
las contundentes palabras de Orígenes: «Judas parecía preocuparse por los
pobres [...]. Si ahora todavía hay alguien que tiene la bolsa de la Iglesia y
habla a favor de los pobres como Judas, pero luego toma lo que ponen dentro,
entonces, que tenga su parte junto a Judas» (Comentario al Evangelio de Mateo,
XI, 9).
La segunda interpretación la dio el propio Jesús y permite
captar el sentido profundo del gesto realizado por la mujer. Él dijo:
«¡Déjenla! ¿Por qué la molestan? Ha hecho una obra buena conmigo» (Mc 14,6).
Jesús sabía que su muerte estaba cercana y vio en ese gesto la anticipación de
la unción de su cuerpo sin vida antes de ser depuesto en el sepulcro. Esta
visión va más allá de cualquier expectativa de los comensales. Jesús les
recuerda que el primer pobre es Él, el más pobre entre los pobres, porque los
representa a todos. Y es también en nombre de los pobres, de las personas
solas, marginadas y discriminadas, que el Hijo de Dios aceptó el gesto de
aquella mujer. Ella, con su sensibilidad femenina, demostró ser la única que
comprendió el estado de ánimo del Señor. Esta mujer anónima, destinada quizá
por esto a representar a todo el universo femenino que a lo largo de los siglos
no tendrá voz y sufrirá violencia, inauguró la significativa presencia de las
mujeres que participan en el momento culminante de la vida de Cristo: su
crucifixión, muerte y sepultura, y su aparición como Resucitado. Las mujeres,
tan a menudo discriminadas y mantenidas al margen de los puestos de
responsabilidad, en las páginas de los Evangelios son, en cambio, protagonistas
en la historia de la revelación. Y es elocuente la expresión final de Jesús,
que asoció a esta mujer a la gran misión evangelizadora: «Les aseguro que, para
honrar su memoria, en cualquier parte del mundo donde se proclame la Buena
Noticia se contará lo que ella acaba de hacer conmigo» (Mc 14,9).
2. Esta fuerte “empatía” entre Jesús y la mujer, y el modo
en que Él interpretó su unción, en contraste con la visión escandalizada de
Judas y de los otros, abre un camino fecundo de reflexión sobre el vínculo
inseparable que hay entre Jesús, los pobres y el anuncio del Evangelio.
El rostro de Dios que Él revela, de hecho, es el de un Padre
para los pobres y cercano a los pobres. Toda la obra de Jesús afirma que la
pobreza no es fruto de la fatalidad, sino un signo concreto de su presencia
entre nosotros. No lo encontramos cuando y donde quisiéramos, sino que lo
reconocemos en la vida de los pobres, en su sufrimiento e indigencia, en las
condiciones a veces inhumanas en las que se ven obligados a vivir. No me canso
de repetir que los pobres son verdaderos evangelizadores porque fueron los
primeros en ser evangelizados y llamados a compartir la bienaventuranza del
Señor y su Reino (cf. Mt 5,3).
Los pobres de cualquier condición y de cualquier latitud nos
evangelizan, porque nos permiten redescubrir de manera siempre nueva los rasgos
más genuinos del rostro del Padre. «Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además
de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo
sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva
evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y
a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir
a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser
sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría
que Dios quiere comunicarnos a través de ellos. Nuestro compromiso no consiste
exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el
Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención
puesta en el otro “considerándolo como uno consigo”. Esta atención amante es el
inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo
buscar efectivamente su bien» (Exhortación. apostólica. Evangelii Gaudium, 198-199).
3. Jesús no sólo está de parte de los pobres, sino que
comparte con ellos la misma suerte. Esta es una importante lección también para
sus discípulos de todos los tiempos. Sus palabras «a los pobres los tienen
siempre con ustedes» también indican que su presencia en medio de nosotros es
constante, pero que no debe conducirnos a un acostumbramiento que se convierta
en indiferencia, sino a involucrarnos en un compartir la vida que no admite
delegaciones. Los pobres no son personas “externas” a la comunidad, sino
hermanos y hermanas con los cuales compartir el sufrimiento para aliviar su
malestar y marginación, para devolverles la dignidad perdida y asegurarles la
necesaria inclusión social. Por otra parte, se sabe que una obra de
beneficencia presupone un benefactor y un beneficiado, mientras que el
compartir genera fraternidad. La limosna es ocasional, mientras que el
compartir es duradero. La primera corre el riesgo de gratificar a quien la
realiza y humillar a quien la recibe; el segundo refuerza la solidaridad y
sienta las bases necesarias para alcanzar la justicia. En definitiva, los
creyentes, cuando quieren ver y palpar a Jesús en persona, saben a dónde
dirigirse, los pobres son sacramento de Cristo, representan su persona y
remiten a él.
Tenemos muchos ejemplos de santos y santas que han hecho del
compartir con los pobres su proyecto de vida. Pienso, entre otros, en el padre
Damián de Veuster, santo apóstol de los leprosos. Con gran generosidad
respondió a la llamada de ir a la isla de Molokai, convertida en un gueto
accesible sólo a los leprosos, para vivir y morir con ellos. Puso manos a la
obra e hizo todo lo posible para que la vida de esos pobres, enfermos y
marginados, reducidos a la extrema degradación, fuera digna de ser vivida. Se
hizo médico y enfermero, sin reparar en los riesgos que corría, y llevó la luz
del amor a esa “colonia de muerte”, como era llamada la isla. La lepra lo
afectó también a él, signo de un compartir total con los hermanos y hermanas
por los que había dado la vida. Su testimonio es muy actual en nuestros días,
marcados por la pandemia de coronavirus. La gracia de Dios actúa ciertamente en
el corazón de muchos que, sin aparecer, se gastan por los más pobres en un
concreto compartir.
4. Necesitamos, pues, adherirnos con plena convicción a la
invitación del Señor: «Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1,15).
Esta conversión consiste, en primer lugar, en abrir nuestro corazón para
reconocer las múltiples expresiones de la pobreza y en manifestar el Reino de
Dios mediante un estilo de vida coherente con la fe que profesamos. A menudo
los pobres son considerados como personas separadas, como una categoría que
requiere un particular servicio caritativo. Seguir a Jesús implica, en este
sentido, un cambio de mentalidad, es decir, acoger el reto de compartir y
participar. Convertirnos en sus discípulos implica la opción de no acumular
tesoros en la tierra, que dan la ilusión de una seguridad en realidad frágil y
efímera. Por el contrario, requiere la disponibilidad para liberarse de todo
vínculo que impida alcanzar la verdadera felicidad y bienaventuranza, para
reconocer lo que es duradero y que no puede ser destruido por nada ni por nadie
(cf. Mt 6,19-20).
La enseñanza de Jesús también en este caso va a
contracorriente, porque promete lo que sólo los ojos de la fe pueden ver y
experimentar con absoluta certeza: «Y todo el que deje casas, hermanos,
hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi causa, recibirá cien veces más y
heredará la vida eterna» (Mt 19,29). Si no se elige convertirse en pobres de
las riquezas efímeras, del poder mundano y de la vanagloria, nunca se podrá dar
la vida por amor; se vivirá una existencia fragmentaria, llena de buenos propósitos,
pero ineficaz para transformar el mundo. Se trata, por tanto, de abrirse con
decisión a la gracia de Cristo, que puede hacernos testigos de su caridad sin
límites y devolverle credibilidad a nuestra presencia en el mundo.
5. El Evangelio de Cristo impulsa a estar especialmente
atentos a los pobres y pide reconocer las múltiples y demasiadas formas de
desorden moral y social que generan siempre nuevas formas de pobreza. Parece
que se está imponiendo la idea de que los pobres no sólo son responsables de su
condición, sino que constituyen una carga intolerable para un sistema económico
que pone en el centro los intereses de algunas categorías privilegiadas. Un
mercado que ignora o selecciona los principios éticos crea condiciones
inhumanas que se abaten sobre las personas que ya viven en condiciones
precarias. Se asiste así a la creación de trampas siempre nuevas de indigencia
y exclusión, producidas por actores económicos y financieros sin escrúpulos,
carentes de sentido humanitario y de responsabilidad social.
El año pasado, además, se añadió otra plaga que produjo
ulteriormente más pobres: la pandemia. Esta sigue tocando a las puertas de
millones de personas y, cuando no trae consigo el sufrimiento y la muerte, es
de todas maneras portadora de pobreza. Los pobres han aumentado
desproporcionadamente y, por desgracia, seguirán aumentando en los próximos
meses. Algunos países, a causa de la pandemia, están sufriendo gravísimas
consecuencias, de modo que las personas más vulnerables están privadas de los
bienes de primera necesidad. Las largas filas frente a los comedores para los
pobres son el signo tangible de este deterioro. Una mirada atenta exige que se
encuentren las soluciones más adecuadas para combatir el virus a nivel mundial,
sin apuntar a intereses partidistas. En particular, es urgente dar respuestas
concretas a quienes padecen el desempleo, que golpea dramáticamente a muchos
padres de familia, mujeres y jóvenes. La solidaridad social y la generosidad de
la que muchas personas son capaces, gracias a Dios, unidas a proyectos de
promoción humana a largo plazo, están aportando y aportarán una contribución
muy importante en esta coyuntura.
6. Sin embargo, permanece abierto el interrogante, que no es
obvio en absoluto: ¿Cómo es posible dar una solución tangible a los millones de
pobres que a menudo sólo encuentran indiferencia, o incluso fastidio, como
respuesta? ¿Qué camino de justicia es necesario recorrer para que se superen
las desigualdades sociales y se restablezca la dignidad humana, tantas veces pisoteada?
Un estilo de vida individualista es cómplice en la generación de pobreza, y a
menudo descarga sobre los pobres toda la responsabilidad de su condición. Sin
embargo, la pobreza no es fruto del destino sino consecuencia del egoísmo. Por
lo tanto, es decisivo dar vida a procesos de desarrollo en los que se valoren
las capacidades de todos, para que la complementariedad de las competencias y
la diversidad de las funciones den lugar a un recurso común de participación.
Hay muchas pobrezas de los “ricos” que podrían ser curadas por la riqueza de
los “pobres”, ¡si sólo se encontraran y se conocieran! Ninguno es tan pobre que
no pueda dar algo de sí mismo en la reciprocidad. Los pobres no pueden ser sólo
los que reciben; hay que ponerlos en condiciones de poder dar, porque saben
bien cómo corresponder. ¡Cuántos ejemplos de compartir están ante nuestros
ojos! Los pobres nos enseñan a menudo la solidaridad y el compartir. Es cierto,
son personas a las que les falta algo, frecuentemente les falta mucho e incluso
lo necesario, pero no les falta todo, porque conservan la dignidad de hijos de
Dios que nada ni nadie les puede quitar.
7. Por eso se requiere un enfoque diferente de la pobreza.
Es un reto que los gobiernos y las instituciones mundiales deben afrontar con
un modelo social previsor, capaz de responder a las nuevas formas de pobreza
que afectan al mundo y que marcarán las próximas décadas de forma decisiva. Si
se margina a los pobres, como si fueran los culpables de su condición, entonces
el concepto mismo de democracia se pone en crisis y toda política social se
vuelve un fracaso. Con gran humildad deberíamos confesar que en lo referente a
los pobres somos a menudo incompetentes. Se habla de ellos en abstracto, nos
detenemos en las estadísticas y se piensa en provocar conmoción con algún
documental. La pobreza, por el contrario, debería suscitar una planificación
creativa, que permita aumentar la libertad efectiva para poder realizar la
existencia con las capacidades propias de cada persona. Pensar que la libertad
se concede e incrementa por la posesión de dinero es una ilusión de la que hay
que alejarse. Servir eficazmente a los pobres impulsa a la acción y permite
encontrar los medios más adecuados para levantar y promover a esta parte de la
humanidad, demasiadas veces anónima y sin voz, pero que tiene impresa en sí el
rostro del Salvador que pide ayuda.
8. «A los pobres los tienen siempre con ustedes» (Marcos 14,7).
Es una invitación a no perder nunca de vista la oportunidad que se ofrece de
hacer el bien. En el fondo se puede entrever el antiguo mandato bíblico: «Si
hubiese un hermano pobre entre los tuyos, no seas inhumano ni le niegues tu
ayuda a tu hermano el pobre. Por el contrario, tiéndele la mano y préstale lo
que necesite, lo que le falte. […] Le prestarás, y no de mala gana, porque por
eso el Señor, tu Dios, te bendecirá en todo lo que hagas y emprendas. Ya que no
faltarán pobres en la tierra» (Deuteronomio 15.7-8.10-11). El apóstol Pablo se sitúa en
la misma línea cuando exhorta a los cristianos de sus comunidades a socorrer a
los pobres de la primera comunidad de Jerusalén y a hacerlo «no de mala gana ni
por obligación, porque Dios ama a quien da con alegría» (2 Corintios 9,7). No se trata
de aliviar nuestra conciencia dando alguna limosna, sino más bien de contrastar
la cultura de la indiferencia y la injusticia con la que tratamos a los pobres.
En este contexto también es bueno recordar las palabras de
san Juan Crisóstomo: «El que es generoso no debe pedir cuentas de la conducta,
sino sólo mejorar la condición de pobreza y satisfacer la necesidad. El pobre
sólo tiene una defensa: su pobreza y la condición de necesidad en la que se
encuentra. No le pidas nada más; pero aunque fuese el hombre más malvado del
mundo, si le falta el alimento necesario, librémosle del hambre. [...] El
hombre misericordioso es un puerto para quien está en necesidad: el puerto
acoge y libera del peligro a todos los náufragos; sean ellos malvados, buenos,
o sean como sean aquellos que se encuentren en peligro, el puerto los protege
dentro de su bahía. Por tanto, también tú, cuando veas en tierra a un hombre
que ha sufrido el naufragio de la pobreza, no juzgues, no pidas cuentas de su
conducta, sino libéralo de la desgracia» (Discursos sobre el pobre Lázaro, II,
5).
9. Es decisivo que se aumente la sensibilidad para
comprender las necesidades de los pobres, en continuo cambio como lo son las
condiciones de vida. De hecho, hoy en día, en las zonas económicamente más
desarrolladas del mundo, se está menos dispuestos que en el pasado a enfrentarse
a la pobreza. El estado de relativo bienestar al que se está acostumbrados hace
más difícil aceptar sacrificios y privaciones. Se es capaz de todo, con tal de
no perder lo que ha sido fruto de una conquista fácil. Así, se cae en formas de
rencor, de nerviosismo espasmódico, de reivindicaciones que llevan al miedo, a
la angustia y, en algunos casos, a la violencia. Este no ha de ser el criterio
sobre el que se construya el futuro; sin embargo, estas también son formas de
pobreza de las que no se puede apartar la mirada. Debemos estar abiertos a leer
los signos de los tiempos que expresan nuevas modalidades de cómo ser
evangelizadores en el mundo contemporáneo. La ayuda inmediata para satisfacer
las necesidades de los pobres no debe impedirnos ser previsores a la hora de
poner en práctica nuevos signos del amor y de la caridad cristiana como
respuesta a las nuevas formas de pobreza que experimenta la humanidad de hoy.
Deseo que la Jornada Mundial de los Pobres, que llega a su
quinta edición, arraigue cada vez más en nuestras Iglesias locales y se abra a
un movimiento de evangelización que en primera instancia salga al encuentro de
los pobres, allí donde estén. No podemos esperar a que llamen a nuestra puerta,
es urgente que vayamos nosotros a encontrarlos en sus casas, en los hospitales
y en las residencias asistenciales, en las calles y en los rincones oscuros
donde a veces se esconden, en los centros de refugio y acogida... Es importante
entender cómo se sienten, qué perciben y qué deseos tienen en el corazón.
Hagamos nuestras las apremiantes palabras de don Primo Mazzolari: «Quisiera
pedirles que no me pregunten si hay pobres, quiénes son y cuántos son, porque
temo que tales preguntas representen una distracción o el pretexto para
apartarse de una indicación precisa de la conciencia y del corazón. [...] Nunca
he contado a los pobres, porque no se pueden contar: a los pobres se les
abraza, no se les cuenta» (“Adesso” n. 7 – 15 abril 1949). Los pobres están
entre nosotros. Qué evangélico sería si pudiéramos decir con toda verdad:
también nosotros somos pobres, porque sólo así lograremos reconocerlos
realmente y hacerlos parte de nuestra vida e instrumentos de salvación.