29 de enero 2021. «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4,20). Mensaje del santo Padre Francisco con motivo de la jornada mundial de las misiones, año 2021. Queridos hermanos y hermanas: Cuando experimentamos la fuerza del amor de Dios, cuando reconocemos su presencia de Padre en nuestra vida personal y comunitaria, no podemos dejar de anunciar y compartir lo que hemos visto y oído. La relación de Jesús con sus discípulos, su humanidad que se nos revela en el misterio de la encarnación, en su Evangelio y en su Pascua nos hacen ver hasta qué punto Dios ama nuestra humanidad y hace suyos nuestros gozos y sufrimientos, nuestros deseos y nuestras angustias (cf. Concilio. Ecuménico. Vaticano. II, Constitución. Pastoral, Gaudium et spes, 22). Todo en Cristo nos recuerda que el mundo en el que vivimos y su necesidad de redención no le es ajena y nos convoca también a sentirnos parte activa de esta misión: «Salgan al cruce de los caminos e inviten a todos los que encuentren» (Mateo 22,9). Nadie es ajeno, nadie puede sentirse extraño o lejano a este amor de compasión.
La experiencia de los apóstoles
La historia de la evangelización comienza con una búsqueda
apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde
se encuentra, un diálogo de amistad (cf. Juan 15,12-17). Los apóstoles son los
primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron
encontrados: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). La amistad
con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a
los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse
con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera
nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el
asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener. Como
decía el profeta Jeremías, esta experiencia es el fuego ardiente de su
presencia activa en nuestro corazón que nos impulsa a la misión, aunque a veces
comporte sacrificios e incomprensiones (cf. 20,7-9). El amor siempre está en
movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y
esperanzador: «Hemos encontrado al Mesías» (Juan 1,41).
Con Jesús hemos visto, oído y palpado que las cosas pueden
ser diferentes. Él inauguró, ya para hoy, los tiempos por venir recordándonos
una característica esencial de nuestro ser humanos, tantas veces olvidada:
«Hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor» (Carta enc.
Fratelli tutti, 68). Tiempos nuevos que suscitan una fe capaz de impulsar
iniciativas y forjar comunidades a partir de hombres y mujeres que aprenden a
hacerse cargo de la fragilidad propia y la de los demás, promoviendo la
fraternidad y la amistad social (cf. ibíd., 67). La comunidad eclesial muestra
su belleza cada vez que recuerda con gratitud que el Señor nos amó primero (cf.
1 Jn 4,19). Esa «predilección amorosa del Señor nos sorprende, y el asombro
—por su propia naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos ni
imponerlo. […] Sólo así puede florecer el milagro de la gratuidad, el don
gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como consecuencia
de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de misión” es un efecto
del agradecimiento» (Mensaje a las Obras Misionales Pontificias, 21 mayo 2020).
Sin embargo, los tiempos no eran fáciles; los primeros
cristianos comenzaron su vida de fe en un ambiente hostil y complicado.
Historias de postergaciones y encierros se cruzaban con resistencias internas y
externas que parecían contradecir y hasta negar lo que habían visto y oído;
pero eso, lejos de ser una dificultad u obstáculo que los llevara a replegarse
o ensimismarse, los impulsó a transformar todos los inconvenientes, contradicciones
y dificultades en una oportunidad para la misión. Los límites e impedimentos se
volvieron también un lugar privilegiado para ungir todo y a todos con el
Espíritu del Señor. Nada ni nadie podía quedar ajeno a ese anuncio liberador.
Tenemos el testimonio vivo de todo esto en los Hechos de los
Apóstoles, libro de cabecera de los discípulos misioneros. Es el libro que
recoge cómo el perfume del Evangelio fue calando a su paso y suscitando la
alegría que sólo el Espíritu nos puede regalar. El libro de los Hechos de los
Apóstoles nos enseña a vivir las pruebas abrazándonos a Cristo, para madurar la
«convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos» y la certeza de que «quien se ofrece y entrega a
Dios por amor seguramente será fecundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279).
Así también nosotros: tampoco es fácil el momento actual de
nuestra historia. La situación de la pandemia evidenció y amplificó el dolor,
la soledad, la pobreza y las injusticias que ya tantos padecían y puso al
descubierto nuestras falsas seguridades y las fragmentaciones y polarizaciones
que silenciosamente nos laceran. Los más frágiles y vulnerables experimentaron
aún más su vulnerabilidad y fragilidad. Hemos experimentado el desánimo, el
desencanto, el cansancio, y hasta la amargura conformista y desesperanzadora
pudo apoderarse de nuestras miradas. Pero nosotros «no nos anunciamos a
nosotros mismos, sino a Jesús como Cristo y Señor, pues no somos más que
servidores de ustedes por causa de Jesús» (2 Co 4,5). Por eso sentimos resonar
en nuestras comunidades y hogares la Palabra de vida que se hace eco en
nuestros corazones y nos dice: «No está aquí: ¡ha resucitado!» (Lc 24,6);
Palabra de esperanza que rompe todo determinismo y, para aquellos que se dejan
tocar, regala la libertad y la audacia necesarias para ponerse de pie y buscar
creativamente todas las maneras posibles de vivir la compasión, ese
“sacramental” de la cercanía de Dios con nosotros que no abandona a nadie al
borde del camino. En este tiempo de pandemia, ante la tentación de enmascarar y
justificar la indiferencia y la apatía en nombre del sano distanciamiento
social, urge la misión de la compasión capaz de hacer de la necesaria distancia
un lugar de encuentro, de cuidado y de promoción. «Lo que hemos visto y oído»
(Hch 4,20), la misericordia con la que hemos sido tratados, se transforma en el
punto de referencia y de credibilidad que nos permite recuperar la pasión
compartida por crear «una comunidad de pertenencia y solidaridad, a la cual
destinar tiempo, esfuerzo y bienes» (Carta enc. Fratelli tutti, 36).
Es su
Palabra la que cotidianamente nos redime y nos salva de las excusas que llevan
a encerrarnos en el más vil de los escepticismos: “todo da igual, nada va a
cambiar”. Y frente a la pregunta: “¿para qué me voy a privar de mis
seguridades, comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado
importante?”, la respuesta permanece siempre la misma: «Jesucristo ha triunfado
sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente
vive» (Exhortación. apostólica. Evangelii gaudium, 275) y nos quiere también vivos,
fraternos y capaces de hospedar y compartir esta esperanza. En el contexto
actual urgen misioneros de esperanza que, ungidos por el Señor, sean capaces de
recordar proféticamente que nadie se salva por sí solo.
Al igual que los apóstoles y los primeros cristianos,
también nosotros decimos con todas nuestras fuerzas: «No podemos dejar de
hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4,20). Todo lo que hemos recibido,
todo lo que el Señor nos ha ido concediendo, nos lo ha regalado para que lo
pongamos en juego y se lo regalemos gratuitamente a los demás. Como los
apóstoles que han visto, oído y tocado la salvación de Jesús (cf. 1 Juan 1,1-4),
así nosotros hoy podemos palpar la carne sufriente y gloriosa de Cristo en la
historia de cada día y animarnos a compartir con todos un destino de esperanza,
esa nota indiscutible que nace de sabernos acompañados por el Señor. Los
cristianos no podemos reservar al Señor para nosotros mismos: la misión
evangelizadora de la Iglesia expresa su implicación total y pública en la
transformación del mundo y en la custodia de la creación.
Una invitación a cada uno de nosotros
El lema de la Jornada Mundial de las Misiones de este año,
«No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4,20), es una
invitación a cada uno de nosotros a “hacernos cargo” y dar a conocer aquello
que tenemos en el corazón. Esta misión es y ha sido siempre la identidad de la
Iglesia: «Ella existe para evangelizar» (S. Pablo VI, Exhortación. apostólica. Evangelii Nuntiandi, 14). Nuestra vida de fe se debilita, pierde profecía y capacidad de
asombro y gratitud en el aislamiento personal o encerrándose en pequeños
grupos; por su propia dinámica exige una creciente apertura capaz de llegar y
abrazar a todos. Los primeros cristianos, lejos de ser seducidos para recluirse
en una élite, fueron atraídos por el Señor y por la vida nueva que ofrecía para
ir entre las gentes y testimoniar lo que habían visto y oído: el Reino de Dios
está cerca. Lo hicieron con la generosidad, la gratitud y la nobleza propias de
aquellos que siembran sabiendo que otros comerán el fruto de su entrega y
sacrificio. Por eso me gusta pensar que «aun los más débiles, limitados y
heridos pueden ser misioneros a su manera, porque siempre hay que permitir que
el bien se comunique, aunque conviva con muchas fragilidades» (Exhort. ap.
postsin. Christus vivit, 239).
En la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra cada
año el penúltimo domingo de octubre, recordamos agradecidamente a todas esas
personas que, con su testimonio de vida, nos ayudan a renovar nuestro
compromiso bautismal de ser apóstoles generosos y alegres del Evangelio.
Recordamos especialmente a quienes fueron capaces de ponerse en camino, dejar
su tierra y sus hogares para que el Evangelio pueda alcanzar sin demoras y sin
miedos esos rincones de pueblos y ciudades donde tantas vidas se encuentran sedientas
de bendición.
Contemplar su testimonio misionero nos anima a ser valientes
y a pedir con insistencia «al dueño que envíe trabajadores para su cosecha» (Lc
10,2), porque somos conscientes de que la vocación a la misión no es algo del
pasado o un recuerdo romántico de otros tiempos. Hoy, Jesús necesita corazones
que sean capaces de vivir su vocación como una verdadera historia de amor, que
les haga salir a las periferias del mundo y convertirse en mensajeros e
instrumentos de compasión. Y es un llamado que Él nos hace a todos, aunque no
de la misma manera. Recordemos que hay periferias que están cerca de nosotros,
en el centro de una ciudad, o en la propia familia. También hay un aspecto de
la apertura universal del amor que no es geográfico sino existencial. Siempre,
pero especialmente en estos tiempos de pandemia es importante ampliar la
capacidad cotidiana de ensanchar nuestros círculos, de llegar a aquellos que
espontáneamente no los sentiríamos parte de “mi mundo de intereses”, aunque
estén cerca nuestro (cf. Carta Encíclica. Fratelli Tutti, 97).
Vivir la misión
es aventurarse a desarrollar los mismos sentimientos de Cristo Jesús y creer
con Él que quien está a mi lado es también mi hermano y mi hermana. Que su amor
de compasión despierte también nuestro corazón y nos vuelva a todos discípulos
misioneros.
Que María, la primera discípula misionera, haga crecer en
todos los bautizados el deseo de ser sal y luz en nuestras tierras (cf. Mt
5,13-14). Fuente: Vatican. Va