5 de julio 2018. Ninguno de nosotros debe sentirse superior a nadie. Discurso
del Santo Padre, pronunciado en el Consistorio de Creación de los nuevos
cardenales. «Estaban subiendo por el camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante
de ellos» (Mc 10,32).
El comienzo de este paradigmático pasaje en Marcos siempre
nos ayuda a ver cómo el Señor cuida de su pueblo con una pedagogía sin igual.
De camino a Jerusalén, Jesús no deja de primerear a los suyos.
Jerusalén es la hora de las grandes determinaciones y
decisiones. Todos sabemos que los momentos importantes y cruciales en la vida
dejan hablar al corazón y muestran las intenciones y las tensiones que nos
habitan. Tales encrucijadas de la existencia nos interpelan y logran sacar a la
luz búsquedas y deseos no siempre transparentes del corazón humano. Así lo
revela, con toda simplicidad y realismo, el pasaje del Evangelio que acabamos
de escuchar. Frente al tercer y más cruel anuncio de la pasión, el evangelista
no teme desvelar ciertos secretos del corazón de los discípulos: búsqueda de
los primeros puestos, celos, envidias, intrigas, arreglos y acomodos; una
lógica que no solo carcome y corroe desde dentro las relaciones entre ellos,
sino que además los encierra y enreda en discusiones inútiles y poco
relevantes. Pero Jesús no se detiene en ello, sino que se adelanta, los
primerea y enfáticamente les dice: «No será así entre vosotros: el que quiera
ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mc 10,43). Con esa
actitud, el Señor busca recentrar la mirada y el corazón de sus discípulos, no
permitiendo que las discusiones estériles y autorreferenciales ganen espacio en
el seno de la comunidad. ¿De qué sirve ganar el mundo entero si se está
corroído por dentro? ¿De qué sirve ganar el mundo entero si se vive atrapado en
intrigas asfixiantes que secan y vuelven estéril el corazón y la misión? En
esta situación —como alguien hacía notar— se podrían vislumbrar ya las intrigas
palaciegas, también en las curias eclesiásticas.
«No será así entre vosotros», respuesta del Señor que, en
primer lugar, es una invitación y una apuesta a recuperar lo mejor que hay en
los discípulos y así no dejarse derrotar y encerrar por lógicas mundanas que
desvían la mirada de lo importante. «No será así entre vosotros» es la voz del
Señor que salva a la comunidad de mirarse demasiado a sí misma en lugar de
poner la mirada, los recursos, las expectativas y el corazón en lo importante:
la misión.
Y así Jesús nos enseña que la conversión, la transformación
del corazón y la reforma de la Iglesia siempre es y será en clave misionera,
pues supone dejar de ver y velar por los propios intereses para mirar y velar
por los intereses del Padre. La conversión de nuestros pecados, de nuestros
egoísmos no es ni será nunca un fin en sí misma, sino que apunta principalmente
a crecer en fidelidad y disponibilidad para abrazar la misión. Y esto de modo
que, a la hora de la verdad, especialmente en los momentos difíciles de
nuestros hermanos, estemos bien dispuestos y disponibles para acompañar y
recibir a todos y a cada uno, y no nos vayamos convirtiendo en exquisitos
expulsivos o por cuestiones de estrechez de miradas[2] o, lo que sería peor,
por estar discutiendo y pensando entre nosotros quién será el más importante.
Cuando nos olvidamos de la misión, cuando perdemos de vista el rostro concreto
de nuestros hermanos, nuestra vida se clausura en la búsqueda de los propios
intereses y seguridades. Así comienza a crecer el resentimiento, la tristeza y
la desazón. Poco a poco queda menos espacio para los demás, para la comunidad
eclesial, para los pobres, para escuchar la voz del Señor. Así se pierde la
alegría, y se termina secando el corazón (cf. Exhort. Ap. Evangelii Gaudium,
2).
«No será así entre vosotros —nos dice el Señor—, […] el que
quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44). Es la bienaventuranza
y el magníficat que cada día estamos invitados a entonar. Es la invitación que el Señor nos hace para no
olvidarnos que la autoridad en la Iglesia crece en esa capacidad de dignificar,
de ungir al otro, para sanar sus heridas y su esperanza tantas veces dañada. Es
recordar que estamos aquí porque hemos sido enviados a «evangelizar a los
pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a
poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc
4,18-19).
Queridos hermanos Cardenales y neo-Cardenales: Mientras
vamos de camino a Jerusalén, el Señor se nos adelanta para recordarnos una y
otra vez que la única autoridad creíble es la que nace de ponerse a los pies de
los otros para servir a Cristo. Es la que surge de no olvidarse que Jesús,
antes de inclinar su cabeza en la cruz, no tuvo miedo ni reparo de inclinarse
ante sus discípulos y lavarles los pies. Esa es la mayor condecoración que
podemos obtener, la mayor promoción que se nos puede otorgar: servir a Cristo
en el pueblo fiel de Dios, en el hambriento, en el olvidado, en el encarcelado,
en el enfermo, en el tóxico-dependiente, en el abandonado, en personas
concretas con sus historias y esperanzas, con sus ilusiones y desilusiones, sus
dolores y heridas. Solo así, la autoridad del pastor tendrá sabor a Evangelio,
y no será como «un metal que resuena o un címbalo que aturde» (1 Co 13,1).
Ninguno de nosotros debe sentirse “superior” a nadie. Ningunos de nosotros debe
mirar a los demás por sobre el hombro, desde arriba. Únicamente nos es lícito
mirar a una persona desde arriba hacia abajo, cuando la ayudamos a levantarse.
Quisiera recordar con vosotros parte del testamento
espiritual de san Juan XXIII que adelantándose en el camino pudo decir: «Nacido
pobre, pero de honrada y humilde familia, estoy particularmente contento de
morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias de mi vida
sencilla y modesta, al servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha
alimentado, cuanto he tenido entre las manos —poca cosa por otra parte— durante
los años de mi sacerdocio y de mi episcopado. Aparentes opulencias ocultaron
con frecuencia espinas escondidas de dolorosa pobreza y me impidieron dar
siempre con largueza lo que hubiera deseado. Doy gracias a Dios por esta gracia
de la pobreza de la que hice voto en mi juventud, como sacerdote del Sagrado
Corazón, pobreza de espíritu y pobreza real; que me ayudó a no pedir nunca
nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis
parientes o amigos» (29 junio 1954). Fuent: Zenit. Esta Homilía fue pronunciada por el Papa Francisco el 28 de junio 2018.