29 de junio 2020 Hermanos y Hermanas: Homilía Papa Francisco. En la fiesta de los
dos apóstoles de esta ciudad, me gustaría compartir con ustedes dos palabras
clave: unidad y profecía. Unidad. Celebramos
juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días
entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas.
Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo a los paganos.
Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se
avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Gálatas 2,11ss.). Eran, en fin, dos
personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una familia
unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la
familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del
Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él
quien nos une, sin uniformarnos.
La primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta
unidad. Nos dice que la Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase
crítica: Herodes arreciaba su cólera, la persecución era violenta, el apóstol
Santiago había sido asesinado. Y entonces también Pedro fue arrestado. La
comunidad parecía decapitada, todos temían por su propia vida. Sin embargo, en
este trágico momento nadie escapó, nadie pensaba en salir sano y salvo, ninguno
abandonó a los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron valentía, de la oración vino una unidad más
fuerte que cualquier amenaza. El texto dice que “mientras Pedro estaba en
la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”
(Hechos 12,5). La unidad es un principio que se activa con la oración, porque
la oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza,
que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades.
Constatamos algo más: en esas situaciones dramáticas, nadie
se quejaba del mal, de las persecuciones, de Herodes. Ningún insulto a Herodes,
y nosotros estamos tan acostumbrados a insultar… Irresponsables. Es inútil e
incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de
la sociedad, de lo que está mal. Las
quejas no cambian nada. Recordemos que la segunda puerta cerrada al
Espíritu Santo se abrió el día de Pentecostés. La primera puerta cerrada es el
narcisismo, la segunda puerta cerrada es el pesimismo. El narcisismo es lo que
nos lleva a mirarnos a nosotros mismos continuamente, la falta de ánimo, las
quejas. El pesimismo a lo oscuro, a la oscuridad. Estos tres comportamientos
cierran la puerta al Espíritu Santo.
Esos cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban. En
esa comunidad nadie decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos
en esta situación”. Ninguno. Pedro humanamente tenía motivos para ser
criticado, pero ninguno lo criticaba. No, no hablaban mal de él, sino que
rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino que oraban a Dios. Hoy podemos
preguntarnos: “¿Cuidamos nuestra unidad con la oración? (La unidad de la
Iglesia) ¿Rezamos unos por otros?”. ¿Qué
pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos? Como le sucedió a Pedro en
la cárcel: se abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas cadenas
que aprisionan. Y nosotros estaríamos maravillados viendo a Pedro como la mujer
aquella que le tocó abrir la puerta a Pedro, estaba impresionada con la alegría
de ver a Pedro. Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por otros.
San Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en
primer lugar, por los que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). Pero este gobernante…
tiene tantos calificativos para decir de él… no es el momento ni el lugar de
decir los calificativos que se dicen a los gobernantes, que los juzgue Dios,
pero oremos por los gobernantes. ¡Oremos! Tienen necesidad de la oración. Es
una tarea que el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos, los criticamos
y ya está? Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no
piensan como nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de
aquellos a los que nos cuesta perdonar. Sólo
la oración rompe las cadenas, sólo la oración allana el camino hacia la unidad.
Hoy se bendicen los palios, que se entregan al Decano del
Colegio cardenalicio y a los arzobispos metropolitanos nombrados en el último
año. El palio recuerda la unidad entre las ovejas y el Pastor que, como Jesús,
carga la ovejita sobre sus hombros para no separarse jamás. Hoy, además, siguiendo
una hermosa tradición, nos unimos de manera especial al Patriarcado ecuménico
de Constantinopla. Pedro y Andrés eran hermanos y nosotros, cuando es posible,
intercambiamos visitas fraternas en los respectivos días festivos: no tanto por
amabilidad, sino para caminar juntos hacia la meta que el Señor nos indica: la
unidad plena. Hoy ellos no han podido venir, por la imposibilidad de viajar,
por los motivos del coronavirus, pero cuando yo he descendido a venerar las
reliquias de Pedro, sentía en el corazón, acá, junto a mí, a mi amado hermano
Bartolomé, ellos están con nosotros.
La segunda palabra, profecía. Nuestros apóstoles fueron
provocados por Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?”
(cf. Mateo 16,15). En ese momento entendió que al Señor no le interesan las
opiniones generales, sino la elección personal de seguirlo. También la vida de
Pablo cambió después de una provocación de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?” (Hechos 9,4). El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo
caer al suelo en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre
religioso y recto. Entonces el orgulloso Saulo se convirtió en Pablo, que
significa “pequeño”. Después de estas provocaciones, de estos reveses de la
vida, vienen las profecías: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia” (Mateo 16,18); y a Pablo: “Es un instrumento elegido por mí, para llevar
mi nombre a los pueblos” (Hechos 9,15).
Por lo tanto, la
profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos
nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. No nace de mis
pensamientos, no nace de mi corazón cerrado, nace si nos dejamos provocar por
Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios
se convierte en profeta. Y aquí están Pedro y Pablo, profetas que ven más
allá: Pedro es el primero que proclama que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios
vivo” (Mt 16,16); Pablo anticipa el final de su vida: “Me está reservada la
corona de la justicia, que el Señor […] me dará” (2 Timoteo 4,8).
Hoy necesitamos la profecía, una profecía verdadera: no de
discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de testimonios de que el
Evangelio es posible. No sirven manifestaciones milagrosas. A mí me duele
cuando escucho que proclaman: “Queremos una Iglesia profética”. Sí, bien, pero
¿qué haces por una Iglesia profética? Queremos la profecía. Sirven las vidas
que manifiesten el milagro del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no
las palabras, sino la oración; no las proclamaciones, sino el servicio
–¿Quieres una Iglesia profética? Comienza a servir, y quédate en silencio–; no
la teoría, sino el testimonio.
No necesitamos ser
ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos
por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, –eso de estar bien con
todos, para nosotros se dice: estar bien con Dios y con el diablo. No. Esto
no es profecía–. Tenemos necesidad de la alegría del mundo venidero; no de
proyectos pastorales que parecen tener una eficacia propia, como si fueran
sacramentos, proyectos pastorales eficientes, no. Tenemos necesidad de pastores
que estreguen su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados. Pedro –antes
de ser colocado en la cruz– no pensó en sí mismo, sino en su Señor y, al
considerarse indigno de morir como él, pidió ser crucificado cabeza abajo.
Pablo –antes de ser decapitado– sólo pensó en dar su vida y escribió que quería
ser “derramado en libación” (2 Timoteo 4,6). Esta es la profecía. No las
palabras. Esta es la profecía que cambia la historia.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: “Tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Hay también una profecía
parecida para nosotros. Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde
Jesús prometió a sus testigos fieles: “una piedrecita blanca, y he escrito en
ella un nuevo nombre” (Apocalipsis 2,17). Como el Señor transformó a Simón en
Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para hacernos piedras vivas con
las que pueda construir una Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay
quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros
y te pregunta a ti: Tú, tú, tú, “¿quieres ser un constructor de unidad?
¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Hermanos, hermanas, dejémonos
provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.
Fuente: Zenit. Org.