3 de junio 2020 “La
oración de Abraham se expresa con los hechos.” Catequesis del Papa Francisco. Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hay una voz que de improviso resuena en la
vida de Abraham. Una voz que le invita a emprender un camino que suena absurdo:
una voz que le incita a desarraigarse de su patria, de las raíces de su
familia, para ir hacia un futuro nuevo, un futuro diferente. Y todo sobre la
base de una promesa, de la que sólo hay que fiarse. Y fiarse de una promesa no
es fácil, hace falta valor. Y Abraham se fió.
La Biblia guarda
silencio sobre el pasado del primer patriarca. La lógica de las cosas sugiere
que adoraba a otras divinidades; tal vez era un hombre sabio, acostumbrado a
mirar el cielo y las estrellas. El Señor, en efecto, le promete que sus
descendientes serán tan numerosos como las estrellas que salpican el cielo.
Y Abraham parte. Escucha la voz de Dios y se fía de su palabra. Esto es importante: se fía de
la palabra de Dios. Y con esta partida nace una nueva forma de concebir la
relación con Dios; es por eso que el patriarca Abraham está presente en las
grandes tradiciones espirituales judías, cristianas e islámicas como el hombre
perfecto de Dios, capaz de someterse a Él, incluso cuando su voluntad es
difícil, sino incluso incomprensible.
Abraham es, por lo tanto, el hombre de la
Palabra. Cuando Dios habla,
el hombre se convierte en el receptor de esa Palabra y su vida en el lugar
donde pide encarnarse. Esta es una gran novedad en el camino religioso del
hombre: la vida del creyente comienza a concebirse como una vocación, es decir,
como llamada, como un lugar donde se cumple una promesa; y él se mueve en el
mundo no tanto bajo el peso de un enigma, sino con la fuerza de esa promesa,
que un día se cumplirá. Y Abraham creyó
en la promesa de Dios. Creyó y salió. Sin saber adónde iba -así dice la
Carta a los Hebreos (cf. 11,8). Pero se fió.
Leyendo el libro del
Génesis, descubrimos cómo Abraham vivió
la oración en continua fidelidad a esa Palabra, que periódicamente se aparecía
en su camino. En resumen, podemos decir que en la vida de Abraham la fe se hace historia: la fe se hace
historia. Todavía más, Abraham, con su vida, con su ejemplo, nos enseña este
camino, esta vía en la que la fe se hace historia. Dios ya no se ve sólo en los
fenómenos cósmicos, como un Dios lejano que puede infundir terror. El Dios de Abraham se convierte en “mi Dios”, el Dios de mi historia personal,
que guía mis pasos, que no me abandona; el Dios de mis días, el compañero de
mis aventuras; el Dios Providencia. Yo me pregunto y os pregunto: ¿nosotros tenemos
esta experiencia de Dios? ¿Mi Dios, el Dios que me acompaña, el Dios de mi
historia personal, el Dios que guía mis pasos, que no me abandona, el Dios de
mis días? ¿Tenemos esta experiencia? Pensémoslo.
Esta experiencia de
Abraham está también atestiguada por uno de los textos más originales en la
historia de la espiritualidad: el Memorial de Blaise Pascal. Comienza así:
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los
sabios. Certeza, certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo”. Este
memorial, escrito en un pequeño pergamino, y encontrado después de su muerte
cosido dentro de un traje del filósofo, expresa no una reflexión intelectual
que un hombre sabio puede concebir sobre Dios, sino el sentido vivo, experimentado,
de su presencia. Pascal anota incluso el momento preciso en el que sintió esa
realidad, habiéndola encontrado finalmente: la tarde del 23 de noviembre de
1654. No es el Dios abstracto o el Dios cósmico, no. Es el Dios de una persona,
de una llamada, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios que es certeza,
que es sentimiento, que es alegría.
“La oración de Abraham se expresa
primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un
altar al Señor” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2570). Abraham no edifica un templo, sino que esparce el camino con piedras que
recuerdan el tránsito de Dios. Un Dios sorprendente, como cuando lo visita en
la figura de tres huéspedes, a los que él y Sara acogen con esmero y que les
anuncian el nacimiento de su hijo Isaac (cf. Génesis 18, 1-15). Abraham tenía
cien años, y su mujer noventa, más o menos. Y creyeron, se fiaron de Dios. Y
Sara, su mujer concibió. ¡A esa edad! Este es el Dios de Abraham, nuestro Dios,
que nos acompaña.
Así Abraham se
familiariza con Dios, capaz también de discutir con Él, pero siempre fiel.
Habla con Dios y discute. Hasta la prueba suprema, cuando Dios le pide que
sacrifique a su propio hijo Isaac, el hijo de la vejez, el único heredero. Aquí
Abraham vive su fe como un drama, como
un caminar a tientas en la noche, bajo un cielo esta vez desprovisto de
estrellas. Y tantas veces nos pasa también a nosotros, caminar en la oscuridad,
pero con la fe. Dios mismo detendrá la mano de Abraham que ya está lista para
golpear, porque ha visto su disponibilidad verdaderamente total (cf. Génesis
22, 1-19).
Hermanos y hermanas,
aprendamos de Abraham. Aprendamos a rezar con fe: a escuchar al Señor, a
caminar, a dialogar hasta discutir. ¡No tengamos miedo de discutir con Dios!
Voy a decir algo que parecerá una herejía. Tantas veces he escuchado gente que
me dice: “Sabe, me ha pasado esto y me he enfadado con Dios”.- “¿Tú has tenido
el valor de enfadarte con Dios?”- “Sí, me he enfadado”-. “Pero esa es una forma
de oración”. Porque solamente un hijo es capaz de enfadarse con su papá y luego
reencontrarlo. Aprendamos de Abraham a
rezar con fe, a dialogar, a discutir, pero siempre dispuestos a aceptar la
palabra de Dios y a ponerla en práctica. Con Dios aprendamos a hablar como
un hijo con su papá: escucharlo, responder, discutir. Pero transparente, como
un hijo con su papá. Así nos enseña a rezar Abraham. Gracias. Fuente: Zenit.
Org.