4 de julio 2021. ¿Cuál es el motivo de la incredulidad? Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Décimo cuarto domingo del tiempo ordinario, Ciclo B. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este domingo (Marcos 6,1-6) nos habla de la incredulidad de los paisanos de Jesús. Él, después de haber predicado en otros pueblos de Galilea, vuelve a Nazaret, donde había crecido con María y José; y, un sábado, se pone a enseñar en la sinagoga. Muchos, escuchándolo, se preguntan: “¿De dónde le viene toda esta sabiduría dada? Pero, ¿no es el hijo del carpintero y de María, es decir, de nuestros vecinos a los que conocemos bien?” (cfr. vv. 1-3). Delante de esta reacción, Jesús afirma una verdad que ha entrado a formar parte también de la sabiduría popular: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (v. 4). Lo decimos muchas veces.
Detengámonos en la actitud de los paisanos de Jesús. Podemos
decir que ellos conocen a Jesús, pero no
lo reconocen. Hay diferencia entre conocer y reconocer. De hecho, esta
diferencia nos hace entender que podemos conocer varias cosas de una persona,
hacernos una idea, fiarnos de lo que dicen los demás, quizá de vez en cuando
verla por el barrio, pero todo esto no basta. Se trata de un conocer diría
ordinario, superficial, que no reconoce la unicidad de esa persona. Es un
riesgo que todos corremos: pensamos que sabemos mucho de una persona, y lo peor
es que la etiquetamos y la encerramos en nuestros prejuicios. De la misma
manera, los paisanos de Jesús lo conocen desde hace treinta años y ¡piensan que
lo saben todo! “¿Pero este no es el joven que hemos visto crecer, el hijo del
carpintero y de María? ¿Pero de dónde le vienen estas cosas?”. La desconfianza.
En realidad, no se han dado nunca cuenta de quién es realmente Jesús. Se detienen en la exterioridad y rechazan
la novedad de Jesús.
Y aquí entramos precisamente en el núcleo del problema:
cuando hacemos que prevalezca la comodidad de la costumbre y la dictadura de
los prejuicios, es difícil abrirse a la novedad y dejarse sorprender. Nosotros
controlamos, con la costumbre, con los prejuicios. Al final sucede que muchas
veces, de la vida, de las experiencias e incluso de las personas buscamos solo confirmación a nuestras ideas
y a nuestros esquemas, para nunca tener que hacer el esfuerzo de cambiar. Y
esto puede suceder también con Dios, precisamente a nosotros creyentes, a
nosotros que pensamos que conocemos a Jesús, que sabemos ya mucho sobre Él y
que nos basta con repetir las cosas de siempre. Y esto no basta con Dios. Pero
sin apertura a la novedad y sobre todo —escuchad bien— apertura a las sorpresas
de Dios, sin asombro, la fe se convierte
en una letanía cansada que lentamente se apaga y se convierte en una costumbre,
una costumbre social. He dicho una palabra: el asombro. ¿Qué es el asombro? El asombro es precisamente cuando sucede el
encuentro con Dios: “He encontrado al Señor”. Leemos en el Evangelio:
muchas veces, la gente que encuentra a Jesús y lo reconoce, siente el asombro.
Y nosotros, con el encuentro con Dios, tenemos que ir en este camino: sentir el
asombro. Es como el certificado de garantía que ese encuentro es verdad, no es
costumbre.
Al final, ¿por qué los paisanos de Jesús no lo reconocen y
no creen en Él? ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo? Podemos decir, en pocas palabras,
que no aceptan el escándalo de la
Encarnación. No lo conocen, este misterio de la Encarnación, pero no
aceptan el misterio. No lo saben, pero el motivo es inconsciente y sienten que
es escandaloso que la inmensidad de Dios se revele en la pequeñez de nuestra
carne, que el Hijo de Dios sea el hijo del carpintero, que la divinidad se
esconda en la humanidad, que Dios habite en el rostro, en las palabras, en los
gestos de un simple hombre. He aquí el escándalo: la encarnación de Dios, su
concreción, su “cotidianidad”. Y Dios se ha hecho concreto en un hombre, Jesús
de Nazaret, se ha hecho compañero de camino, se ha hecho uno de nosotros. “Tú
eres uno de nosotros”: decirlo a Jesús, ¡es una bonita oración! Y porque es uno
de nosotros nos entiende, nos acompaña, nos perdona, nos ama mucho. En
realidad, es más cómodo un dios
abstracto, distante, que no se entromete en las situaciones y que acepta
una fe lejana de la vida, de los problemas, de la sociedad. O nos gusta creer en un dios “de efectos
especiales”, que hace solo cosas excepcionales y da siempre grandes
emociones. Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, Dios se ha encarnado:
Dios es humilde, Dios es tierno, Dios está escondido, se hace cercano a nosotros habitando la normalidad de nuestra vida
cotidiana. Y entonces, a nosotros nos sucede como a los paisanos de Jesús,
corremos el riesgo de que, cuando pase, no lo reconozcamos. Vuelvo a decir una
bonita frase de San Agustín: “Tengo
miedo de Dios, del Señor, cuando pasa”. Pero, Agustín, ¿por qué tienes
miedo? “Tengo miedo de no reconocerlo. Tengo miedo del Señor cuando pasa. Timeo
Dominum transeuntem”. No lo reconocemos, nos escandalizamos de Él. Pensemos en
cómo está nuestro corazón respecto a esta realidad.
Ahora, en la oración, pidamos a la Virgen, que ha acogido el
misterio de Dios en la cotidianidad de Nazaret, tener ojos y corazón libres de
los prejuicios y tener ojos abiertos al
asombro: “¡Señor, haz que te encuentre!”. Y cuando encontramos al Señor se
da este asombro. Lo encontramos en la normalidad: ojos abiertos a las sorpresas
de Dios, a Su presencia humilde y escondida en la vida de cada día. Fuente:
Vatican. Va