26 de septiembre 2021 Juzgar y excluir no es de un creyente. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Vigésimo sexto domingo, tiempo ordinario, ciclo B. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de la Liturgia de hoy nos cuenta un breve diálogo entre Jesús y el apóstol Juan, que habla en nombre de todo el grupo de discípulos. Habían visto un hombre que expulsaba demonios en nombre del Señor, pero se lo impidieron porque no formaba parte de su grupo. Jesús, a este punto, les invita a no obstaculizar a quien trabaja por el bien, porque contribuye a realizar el proyecto de Dios (cfr Marcos 9,38-41). Luego advierte: en lugar de dividir a las personas en buenos y malos, todos estamos llamados a vigilar nuestro corazón, para no sucumbir al mal y dar escándalo a los demás (cfr vv. 42-45.47-48).
Las palabras de Jesús desvelan una tentación y ofrecen una
exhortación. La tentación es la de la cerrazón. Los discípulos querían impedir
una obra de bien solo porque quien la realizaba no pertenecía a su grupo. Piensan que tienen “la exclusiva sobre
Jesús” y que son los únicos autorizados a trabajar por el Reino de Dios.
Pero así terminan por sentirse predilectos y consideran a los otros como
extraños, hasta convertirse en hostiles con ellos. Hermanos y hermanas, cada
cerrazón, de hecho, hace tener a distancia a quien no piensa como nosotros, y
esto - lo sabemos - es la raíz de muchos males de la historia: del absolutismo
que a menudo ha generado dictaduras y de
muchas violencias hacia quien es diferente.
Pero es necesario también velar sobre la cerrazón en la
Iglesia. Porque el diablo, que es el divisor - esto significa la palabra
“diablo”, que hace la división - siempre insinúa sospechas para dividir y excluir
a la gente. Tienta con astucia, y puede suceder como a esos discípulos, ¡que
llegan a excluir incluso a quien había expulsado al mismo diablo! A veces
también nosotros, en vez de ser comunidad humilde y abierta, podemos dar la
impresión de ser “los primeros de la clase” y tener a los otros a distancia; en
vez de tratar de caminar con todos, podemos exhibir nuestro “carné de
creyentes”: “yo soy creyente”, “yo soy católico”, “yo soy católica”, “yo
pertenezco a esta asociación, a la otra…”; y los otros pobrecitos no. Esto es
un pecado. Mostrar el “carné de
creyentes” para juzgar y excluir. Pidamos la gracia de superar la tentación de juzgar y de catalogar,
y que Dios nos preserve de la mentalidad del “nido”, la de custodiarnos
celosamente en el pequeño grupo de quien se considera bueno: el sacerdote con
sus fieles, los trabajadores pastorales cerrados entre ellos para que nadie se
infiltre, los movimientos y las asociaciones en el propio carisma particular,
etc. Cerrados. Todo esto corre el riesgo de hacer de las comunidades cristianas
lugares de separación y no de comunión. El Espíritu Santo no quiere cierres;
quiere apertura, comunidades acogedoras donde haya sitio para todos.
Y después en el Evangelio está la exhortación de Jesús: en
vez de juzgar todo y a todos, ¡estemos atentos a nosotros mismos! De hecho,
el riesgo es el de ser inflexibles hacia los otros e indulgentes hacia
nosotros mismos. Y Jesús nos exhorta a no pactar con el mal con imágenes que
impactan: “Si hay algo en ti que es motivo de escándalo, córtatelo!” (cfr vv.
43-48). Si algo te hace mal, ¡córtalo! No dice: “Si algo es motivo de
escándalo, piensa sobre ello, mejora un poco…”. No: “¡Córtatelo! ¡Enseguida!”.
Jesús es radical en esto, exigente, pero por nuestro bien, como un buen médico.
Cada corte, cada poda, es para crecer mejor y llevar fruto en el amor.
Preguntémonos entonces: ¿Qué hay en mí
que contrasta con el Evangelio? ¿Qué quiere Jesús, en concreto, que corte
en mi vida?
Recemos a la Virgen Inmaculada, para que nos ayude a ser acogedores
hacia los otros y vigilantes sobre nosotros mismos. Fuente: Vatican. Va.