A BUDAPEST, CON MOTIVO DE LA SANTA MISA DE
CLAUSURA
Del 52 congreso eucarístico internacional, y
a Eslovaquia
(12-15 de septiembre de 2021)
ENCUENTRO ECUMÉNICO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Nunciatura Apostólica de Bratislava
Domingo, 12 de septiembre de 2021
Queridos miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias en
la República Eslovaca:
Los saludo cordialmente y les agradezco por haber aceptado
la invitación y por haber venido a mi encuentro. Yo, peregrino en Eslovaquia,
ustedes, distinguidos huéspedes en la Nunciatura. Estoy contento de que el
primer encuentro sea con ustedes: es un signo de que la fe cristiana es —y
quiere ser— semilla de unidad y levadura de fraternidad en este país. Gracias
Beatitud, Hermano Rastislav, por su presencia; gracias, querido Obispo Ivan,
Presidente del Consejo Ecuménico, por las palabras que me ha dirigido y que
testimonian el esfuerzo de querer seguir caminando juntos para pasar del
conflicto a la comunión.
El camino de sus comunidades ha vuelto a comenzar después de
los años de la persecución ateísta, cuando no había libertad religiosa, o esta
era duramente probada. Después, finalmente, llegó. Y ahora los une un tramo de
camino en el que experimentan lo hermoso, aunque al mismo tiempo difícil, que
es vivir la fe como personas libres. Existe en efecto la tentación de volver a
ser esclavos, no ciertamente de un régimen, sino de una esclavitud todavía peor,
la interior.
Es esto lo que advertía Dostoyevski en un relato célebre, la
Leyenda del Gran Inquisidor. Jesús vuelve a la tierra y es encarcelado. El
inquisidor le dirige palabras hirientes, lo acusa precisamente de haber dado
demasiada importancia a la libertad de los hombres. Le dice: «Quieres ir por el
mundo con las manos vacías, predicando una libertad que los hombres, en su
estupidez y su ignominia naturales, no pueden comprender; una libertad que los
atemoriza, pues no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y
para la sociedad que ser libres» (Los Hermanos Karamazov). Y sube el tono,
agregando que los hombres están dispuestos a intercambiar gustosamente su
libertad por una esclavitud más cómoda, la de someterse a alguien que decida
por ellos, con tal de tener pan y seguridades. Y así llega a reprochar a Jesús
el no haber querido convertirse en César, para doblegar la conciencia de los
hombres y establecer la paz con la fuerza. En cambio, continuó prefiriendo para
el hombre la libertad, mientras la humanidad reclama “pan y poco más”.
Queridos hermanos, que no nos pase esto; ayudémonos a no
caer en la trampa de contentarnos con pan y poco más. Porque este riesgo
sobreviene cuando la situación se normaliza, cuando nos estabilizamos y nos
acostumbramos, aspirando a mantener una vida tranquila. Entonces, a lo que se
apunta no es más a «la libertad que tenemos en Cristo Jesús» (Ga 2,4), a su
verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32), sino a obtener espacios y
privilegios. Que, según el Evangelio, es “pan y poco más”. Aquí, desde el
corazón de Europa, nos preguntamos: nosotros cristianos, ¿hemos perdido un poco
el ardor del anuncio y la profecía del testimonio? ¿Es la verdad del Evangelio
lo que nos hace libres o nos sentimos libres cuando conseguimos zonas de
confort que nos permitan organizarnos y seguir adelante tranquilos sin mayores
consecuencias? E incluso, contentándonos con pan y seguridades, ¿no habremos
perdido tal vez el impulso en la búsqueda de la unidad implorada por Jesús, unidad
que ciertamente exige esa libertad madura de decisiones fuertes, de renuncias y
sacrificios, pero que es la premisa para que el mundo crea? (cf. Jn 17,21). No
nos interesemos solamente de lo que puede beneficiar a nuestras comunidades
particulares. La libertad del hermano y de la hermana es también nuestra
libertad, porque nuestra libertad no es plena sin él y sin ella.
Aquí la evangelización ha surgido de manera fraterna,
llevando impreso el sello de los santos hermanos de Tesalónica Cirilo y Metodio.
Que ellos, testigos de una cristiandad todavía unida e inflamada del ardor del
anuncio, nos ayuden a proseguir en el camino cultivando la comunión fraterna
entre nosotros en el nombre de Jesús. Por otra parte, ¿cómo podemos desear una
Europa que vuelva a encontrar las propias raíces cristianas si somos nosotros
los primeros desarraigados de la plena comunión? ¿Cómo podemos soñar una Europa
libre de ideologías, si no somos libres para anteponer la valentía de Jesús a
las necesidades de los distintos grupos de creyentes? Es difícil exigir una
Europa más fecundada por el Evangelio sin advertir el hecho de que en el
continente aún no estamos unidos plenamente entre nosotros, y sin preocuparnos
unos de otros. Cálculos de conveniencia, razones históricas y vínculos
políticos no pueden ser obstáculos inamovibles en nuestro camino. Que nos
ayuden los santos Cirilo y Metodio, «precursores del ecumenismo» (S. Juan Pablo
II, Carta enc. Slavorum Apostoli, 14), a prodigarnos por una reconciliación de
las diversidades en el Espíritu Santo; por una unidad que, sin ser uniformidad,
sea signo y testimonio de la libertad de Cristo, el Señor que desata los nudos
del pasado y cura del miedo y las inseguridades.
En su tiempo, Cirilo y Metodio hicieron posible que la
Palabra divina se encarnara en estas tierras (cf. Jn 1,14). En esta
perspectiva, quisiera compartir con ustedes dos sugerencias, consejos fraternos
para difundir el Evangelio de la libertad y de la unidad hoy. El primer
consejo, la primera sugerencia se refiere a la contemplación. Un carácter
distintivo de los pueblos eslavos, que ustedes tienen que conservar juntos, es
el rasgo contemplativo, que va más allá de las conceptualizaciones filosóficas
e incluso teológicas, a partir de una fe experiencial, que sabe acoger el
misterio. Ayúdense a cultivar esta tradición espiritual, que Europa tanto
necesita; en particular tiene sed de ella el Occidente eclesial, para volver a
encontrar la belleza de la adoración de Dios y la importancia de no concebir la
comunidad de fe principalmente sobre la base de una eficiencia programática y
funcional.
El segundo consejo concierne en cambio a la acción. La
unidad no se obtiene tanto con los buenos propósitos y con la adhesión a algún
valor común, sino haciendo algo juntos por los que nos acercan más al Señor.
¿Quiénes son? Son los pobres, porque en ellos Jesús está presente (cf. Mt
25,40). Compartir la caridad abre horizontes más amplios y ayuda a caminar más
ligeros, superando prejuicios y malentendidos. Y también eso es una
característica que encuentra una acogida genuina en este país, donde en la
escuela se aprende de memoria una poesía que contiene, entre otros, un pasaje
muy hermoso: «Cuando la mano forastera llame a nuestra puerta con sincera
confianza, sea quien sea, venga de cerca o de lejos, de día o de noche, el don
de Dios estará esperándolo en nuestra mesa» (Samo Chalupka, Mor ho!, 1864). Que
el don de Dios esté presente en las mesas de cada uno para que, mientras no
compartamos la misma mesa eucarística, podamos al menos acoger juntos a Jesús
sirviéndolo en los pobres. Será un signo más evocador que muchas palabras, que
ayudará a la sociedad civil a comprender, especialmente en este período de
sufrimiento, que sólo estando de parte de los más débiles saldremos en verdad
de la pandemia todos juntos.
Queridos hermanos, les agradezco su presencia y su camino.
El carácter afable y acogedor, típico del pueblo eslovaco, la tradicional
convivencia pacífica entre ustedes y su colaboración por el bien del país son
importantes para el fermento del Evangelio. Los animo a seguir adelante en el
camino ecuménico, tesoro valioso e irrenunciable. Les aseguro mi recuerdo en la
oración y les pido, por favor, que recen por mí. Gracias. Fuente: Vatican. Va.
A BUDAPEST, CON
MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO
EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE
DE 2021)
ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO
DIPLOMÁTICO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Jardín del Palacio Presidencial de Bratislava
Lunes, 13 de septiembre de 2021
Señora Presidenta,
Miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático,
Distinguidas Autoridades civiles y religiosas,
Señoras y señores:
Expreso mi gratitud a la Presidenta Zuzana Čaputová por las
palabras de bienvenida que me ha dirigido, también en nombre de ustedes y de la
población. Saludo a todos ustedes, manifestándoles mi alegría de estar en
Eslovaquia. Vengo como peregrino en un país joven pero de historia antigua, en
una tierra de raíces profundas situada en el corazón de Europa. Verdaderamente
me encuentro en una “tierra media”, que ha visto muchas transiciones. Estos
territorios han sido frontera del Imperio romano y lugar de interacción entre
el cristianismo occidental y oriental. De la gran Moravia al Reino húngaro, de
la República checoslovaca a hoy, han sabido, en medio de no pocas pruebas,
integrarse y distinguirse de un modo esencialmente pacífico. Veintiocho años
atrás el mundo admiró el nacimiento sin conflictos de dos países
independientes.
Esta historia llama a Eslovaquia a ser un mensaje de paz en
el corazón de Europa. Es lo que sugiere la gran franja azul de su bandera, que
simboliza la fraternidad con los pueblos eslavos. Fraternidad es lo que
necesitamos para promover una integración cada vez más necesaria. Esta urge
ahora, en un momento en el que, después de durísimos meses de pandemia, se
plantea, junto a muchas dificultades, una anhelada reactivación económica,
favorecida por los planes de recuperación de la Unión Europea. Todavía se puede
correr el riesgo de dejarse arrastrar por la prisa y la seducción de las
ganancias, generando una euforia pasajera que, más que unir, divide. Además, la
sola recuperación económica no es suficiente en un mundo donde todos estamos
conectados, donde todos habitamos una tierra media. Que este país, mientras en
varios frentes siguen luchas por la supremacía, reafirme su mensaje de
integración y de paz, y Europa se distinga por una solidaridad que, atravesando
las fronteras, pueda volver a llevarla al centro de la historia.
La historia eslovaca está marcada de manera indeleble por la
fe. Deseo que ésta ayude a alimentar de modo connatural propósitos y
sentimientos de fraternidad. Pueden inspirarse en las grandiosas vidas de los
santos hermanos Cirilo y Metodio. Ellos difundieron el Evangelio cuando los
cristianos del continente estaban unidos; y todavía hoy unen las confesiones de
esta tierra. Eran reconocidos por todos y buscaban la comunión con todos:
eslavos, griegos y latinos. La solidez de su fe se traducía así en una apertura
espontánea. Es un legado que ustedes están llamados a recoger en este momento,
para ser también en este tiempo un signo de unidad.
Queridos amigos, que esta vocación a la fraternidad no
desaparezca nunca de sus corazones, sino que acompañe siempre la simpática
autenticidad que los caracteriza. Ustedes saben reservar gran atención a la
hospitalidad. Me sorprenden las expresiones típicas de la acogida eslava, que
ofrece a los visitantes el pan y la sal. Y quisiera ahora inspirarme en estos
dones sencillos y preciosos, impregnados de Evangelio.
El pan, elegido por Dios para hacerse presente entre
nosotros, es esencial. La Escritura invita a no acumularlo, sino a compartirlo.
El pan del que habla el Evangelio siempre se parte. Es un fuerte mensaje para
nuestra vida cotidiana; nos dice que la riqueza verdadera no consiste tanto en
multiplicar cuanto se tiene, sino en compartirlo equitativamente con quien
tenemos a nuestro alrededor. El pan, que partiéndose evoca la fragilidad, invita
en particular a hacerse cargo de los más débiles. Que nadie sea estigmatizado o
discriminado. La mirada cristiana no ve en los más frágiles una carga o un
problema, sino hermanos y hermanas a quienes acompañar y cuidar.
El pan partido y compartido equitativamente recuerda la
importancia de la justicia, de dar a cada uno la oportunidad de realizarse. Es
necesario esforzarse para construir un futuro en el que las leyes se apliquen a
todos por igual, sobre la base de una justicia que no esté nunca en venta. Y
para que la justicia no permanezca como una idea abstracta, sino que sea
concreta como el pan, es necesario emprender una seria lucha contra la
corrupción y que ante todo se fomente e imponga la legalidad.
Además, el pan se une inseparablemente a un adjetivo:
cotidiano (cf. Mt 6,11), pan cotidiano. El pan de cada jornada es el trabajo,
que ocupa gran parte de ella. Del mismo modo que sin pan no hay nutrición, sin
trabajo no hay dignidad. En la base de una sociedad justa y fraterna rige el
derecho de que a cada uno se le conceda el pan del trabajo, para que nadie se
sienta marginado y se vea obligado a dejar la familia y la tierra de origen en
busca de mejores oportunidades.
«Ustedes son la sal de la tierra» (Mt 5,13). La sal es el
primer símbolo que Jesús emplea enseñando a sus discípulos. Esta, en primer
lugar, da gusto a los alimentos, y lleva a pensar en ese sabor sin el cual la
vida se vuelve insípida. No bastan ciertamente estructuras organizadas y
eficientes para hacer buena la convivencia humana, se necesita sabor, se
necesita el sabor de la solidaridad. Y como la sal sólo da sabor disolviéndose,
así la sociedad encuentra gusto a través de la generosidad gratuita de quien se
entrega por los demás. Es hermoso que a los jóvenes, en particular, se los
motive en este sentido, para que se sientan protagonistas del futuro del país y
lo tomen en serio, enriqueciendo con sus sueños y su creatividad la historia
que los ha precedido. No hay renovación sin los jóvenes, que a menudo son
engañados por un espíritu consumista que marchita la existencia. Muchos,
demasiados en Europa se arrastran en el cansancio y la frustración, estresados
por ritmos de vida frenéticos y sin saber cómo encontrar motivaciones y
esperanza. El ingrediente que falta es el cuidado por los demás. Sentirse
responsables de alguien da gusto a la vida y permite descubrir que lo que damos
es en realidad un don que nos hacemos a nosotros mismos.
La sal, en los tiempos de Cristo, además de dar sabor,
servía para conservar los alimentos, preservándolos del deterioro. Me gustaría
que nunca dejen que los fragantes sabores de sus mejores tradiciones se
estropeen por la superficialidad del consumo y las ganancias materiales. Y
mucho menos de los colonialismos ideológicos. En esta tierra, hasta hace
algunos decenios, un pensamiento único coartaba la libertad; hoy otro
pensamiento único la vacía de sentido, reconduciendo el progreso al beneficio y
los derechos sólo a las necesidades individualistas. Hoy, como entonces, la sal
de la fe no es una respuesta según el mundo, no está en el ardor de llevar a
cabo guerras culturales, sino en la siembra humilde y paciente del Reino de
Dios, principalmente con el testimonio de la caridad, del amor. Vuestra
Constitución menciona el deseo de edificar el país sobre la herencia de los
santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa. Ellos, sin imposiciones y sin
coacciones, fecundaron la cultura con el Evangelio, generando procesos
beneficiosos. Es esta la senda, no la lucha por la conquista de espacios y de
relevancia, sino el camino que indican los santos, el camino de las
Bienaventuranzas. De allí, de las Bienaventuranzas, surge la visión cristiana
de la sociedad.
Los santos Cirilo y Metodio también han mostrado que
custodiar el bien no significa repetir el pasado, sino abrirse a la novedad sin
desarraigarse. Vuestra historia cuenta con muchos escritores, poetas y hombres
de cultura que han sido la sal del país. Y como la sal quema sobre las heridas,
así sus vidas han pasado con frecuencia a través del crisol del sufrimiento.
Cuántas personas ilustres fueron encerradas en la cárcel, permaneciendo libres
interiormente y ofreciendo luminosos ejemplos de valentía, coherencia y
resistencia a la injusticia. Y sobre todo de perdón. Esta es la sal de vuestra
tierra.
La pandemia, en cambio, es el crisol de nuestro tiempo. Esta
nos ha mostrado que es muy fácil, a pesar de estar todos en la misma situación,
disgregarse y pensar solamente en uno mismo. Volvamos a comenzar reconociendo
que todos somos frágiles y necesitados de los demás. Ninguno puede aislarse, ya
sea como individuo o como nación. Acojamos esta crisis como un «llamado a
repensar nuestros estilos de vida» (Carta enc. Fratelli tutti, 33). No sirve
recriminar el pasado, es necesario ponerse manos a la obra para construir
juntos el futuro. Me gustaría que lo hicieran con la mirada dirigida hacia lo
alto, como cuando miran sus espléndidos montes Tatras. Allí, entre los bosques
y las cumbres que señalan el cielo, Dios parece más cercano y la creación se
revela como la casa intacta que durante siglos ha acogido tantas generaciones.
Sus montes conectan cimas y paisajes variados en una cadena única, y
trascienden los límites del país para unir en la belleza pueblos diversos.
Cultiven esta belleza, la belleza del conjunto. Esto requiere paciencia, esto
requiere esfuerzo, esto requiere valentía e intercambio, esto requiere
entusiasmo y creatividad. Pero es la obra humana que el cielo bendice. Que Dios
los bendiga, que bendiga esta tierra. Nech Boh žehná Slovensko! [¡Que Dios bendiga
a Eslovaquia!] Gracias. Fuente: Vatican. Va
A BUDAPEST, CON
MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO
EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE
DE 2021)
ENCUENTRO CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS,
SEMINARISTAS Y CATEQUISTAS
DISCORSO DEL SANTO PADRE
Catedral de San Martín, Bratislava
Lunes, 13 de septiembre de 2021
Queridos hermanos obispos,
queridos sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas,
queridos catequistas, hermanas y hermanos, ¡buenos días!
Los saludo con alegría y agradezco a Mons. Stanislav
Zvolenský las palabras que me ha dirigido. Gracias por la invitación a sentirme
en casa. Vengo como vuestro hermano y por eso me siento uno de ustedes. Estoy
aquí para compartir su camino —esto debe hacer el obispo, el Papa—, sus
preguntas, los anhelos y las esperanzas de esta Iglesia y de este país. Y,
hablando del país, le acabo de decir a la señora Presidenta que Eslovaquia es
una poesía. Compartir era el estilo de la primera comunidad cristiana: eran
perseverantes y estaban unidos, caminaban juntos (cf. Hch 1,12-14). También
discutían, pero caminaban juntos.
Es lo primero que necesitamos: una Iglesia que camina unida,
que recorre los caminos de la vida con la llama del Evangelio encendida. La
Iglesia no es una fortaleza, no es una potencia, un castillo situado en alto
que mira el mundo con distancia y suficiencia. Aquí en Bratislava el castillo
ya existe, ¡y es muy hermoso! Pero la Iglesia es la comunidad que desea atraer
hacia Cristo con la alegría del Evangelio —¡no el castillo!—, es la levadura
que hace fermentar el Reino del amor y de la paz en la masa del mundo. Por
favor, no cedamos a la tentación de la magnificencia, de la grandeza mundana.
La Iglesia debe ser humilde como era Jesús, que se despojó de todo, que se hizo
pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8,9). Así vino a habitar entre nosotros y a
curar nuestra humanidad herida.
Sí, es hermosa una Iglesia humilde que no se separa del
mundo y no mira la vida con desapego, sino que la habita desde dentro. Habitar
desde dentro, no lo olvidemos: compartir, caminar juntos, acoger las preguntas
y las expectativas de la gente. Esto nos ayuda a salir de la
autorreferencialidad. El centro de la Iglesia —¿Quién es el centro de la
Iglesia?— no es la Iglesia, y cuando la Iglesia se mira a sí misma acaba como
la mujer del Evangelio: encorvada, mirándose el ombligo (cf. Lc 13,10-13). El
centro de la Iglesia no es ella misma. Salgamos de la preocupación excesiva por
nosotros mismos, por nuestras estructuras, por cómo nos mira la sociedad. Y
esto al final nos llevará a una “teología del maquillaje”, de cómo nos
maquillamos mejor. Adentrémonos en cambio en la vida real, la vida real de la
gente, y preguntémonos: ¿Cuáles son las necesidades y las expectativas
espirituales de nuestro pueblo? ¿Qué se espera de la Iglesia? A mí me parece
importante intentar responder a estas preguntas y me vienen a la mente tres
palabras.
La primera es libertad. Sin libertad no hay verdadera
humanidad, porque el ser humano ha sido creado libre y para ser libre. Los
periodos dramáticos de la historia de su país son una gran enseñanza: cuando la
libertad fue herida, violada y asesinada; la humanidad fue degradada y se
abatieron sobre ella las tormentas de la violencia, de la coacción y de la
privación de los derechos.
Pero, al mismo tiempo, la libertad no es una conquista
automática, que permanece igual una vez para siempre. ¡No! La libertad siempre
es un camino, a veces fatigoso, que hay que renovar continuamente, luchar por
ella cada día. No basta ser libres exteriormente o en las estructuras de la
sociedad para serlo de verdad. La libertad llama a ser responsables de las
propias decisiones, a discernir, a llevar adelante los procesos de la vida en
primera persona. Y esto es arduo, esto nos da miedo. A veces es más cómodo no
dejarse provocar por las situaciones concretas y seguir adelante repitiendo el
pasado, sin poner nuestro corazón, sin el riesgo de la decisión. Mejor
arrastrar la vida haciendo lo que otros deciden por nosotros —quizá la masa o
la opinión pública o lo que nos venden los medios de comunicación social—. Esto
no puede ser. Y hoy, mucho de lo que hacemos lo deciden los medios por
nosotros. Y se pierde la libertad. Recordemos la historia del pueblo de Israel:
sufría bajo la tiranía del faraón, era esclavo; luego fue liberado por el
Señor, pero para llegar a ser verdaderamente libre, no sólo liberado de los enemigos,
debía atravesar el desierto, un camino difícil. Y les llevaba a pensar: “Casi,
casi era mejor antes, al menos teníamos algunas cebollas para comer…”.
Una gran
tentación: mejor algunas cebollas que la fatiga y el riesgo de la libertad.
Esta es una de las tentaciones. Ayer, hablando al grupo ecuménico, recordaba a
Dostoyevski en “El Gran Inquisidor”. Cristo regresa de incógnito a la tierra y
el inquisidor le reprocha que haya dado la libertad a los hombres. Basta algo
de pan y poquito más; basta un poco de pan y cualquier otra cosa. Siempre está
esa tentación, la tentación de las cebollas. Mejor un poco de cebolla y pan que
la fatiga y el riesgo de la libertad. Les dejo a ustedes que piensen estas
cosas.
A veces también en la Iglesia nos puede acechar esta idea:
es mejor tener todo predefinido —las leyes que deben observarse, seguridad y
uniformidad—, más que ser cristianos responsables y adultos que piensan,
interrogan la propia conciencia y se dejan cuestionar. Es el comienzo de la
casuística, todo controlado. En la vida espiritual y eclesial existe la
tentación de buscar una falsa paz que nos deja tranquilos, en vez del fuego del
Evangelio que nos inquieta, que nos transforma. Las seguras cebollas de Egipto
son más cómodas que las incertidumbres del desierto. Pero una Iglesia que no
deja espacio a la aventura de la libertad, incluso en la vida espiritual, corre
el riesgo de convertirse en un lugar rígido y cerrado. Tal vez algunos están
acostumbrados a esto; pero a muchos otros —sobre todo en las nuevas
generaciones— no les atrae una propuesta de fe que no les deje su libertad
interior, no les atrae una Iglesia en la que sea necesario que todos piensen
del mismo modo y obedezcan ciegamente.
Queridos amigos, no tengan miedo de formar a las personas en
una relación madura y libre con Dios. Esta relación es importante. Esto quizá
nos dará la impresión de no poder controlarlo todo, de perder fuerza y
autoridad; pero la Iglesia de Cristo no quiere dominar las conciencias y ocupar
los espacios, quiere ser una “fuente” de esperanza en la vida de las personas.
Es un riesgo. Es un desafío. Lo digo sobre todo a los Pastores: ustedes
ejercitan el ministerio en un país en el que muchas cosas han cambiado
rápidamente y muchos procesos democráticos se han iniciado, pero la libertad
todavía es frágil. Lo es sobre todo en el corazón y en la mente de las
personas. Por eso los animo a hacerlas crecer libres de una religiosidad
rígida. Salir de esto, y que crezcan libres. Que ninguno se sienta presionado.
Que cada uno pueda descubrir la libertad del Evangelio, entrando gradualmente
en relación con Dios, con la confianza de quien sabe que, ante Él, puede llevar
la propia historia y las propias heridas sin miedo y sin fingimientos, sin
preocuparse de defender la propia imagen. Poder decir: “soy pecador”, pero
decirlo con sinceridad, no golpearnos el pecho y después seguir creyéndonos
justos. La libertad. Que el anuncio del Evangelio sea liberador, nunca opresor.
¡Y que la Iglesia sea signo de libertad y de acogida!
Estoy seguro de que nunca se sabrá de donde viene esto. Les
digo algo que pasó hace tiempo. La carta de un obispo, hablando de un nuncio.
Decía: “Bueno, nosotros estuvimos 400 años sometidos por los turcos y sufrimos.
Después 50 sometidos por el comunismo y sufrimos. ¡Pero los siete años con este
nuncio han sido peor que las otras dos veces!”. En ocasiones me pregunto,
¿Cuánta gente puede decir lo mismo del obispo o del párroco que tiene? ¿Cuánta
gente? No. Sin libertad, sin paternidad las cosas no funcionan.
La segunda palabra —la primera era libertad— es creatividad.
Ustedes son hijos de una gran tradición. Su experiencia religiosa encuentra un
manantial en la predicación y el ministerio de las figuras luminosas de los
santos Cirilo y Metodio. Ellos nos enseñan que la evangelización no es nunca
una simple repetición del pasado. La alegría del Evangelio siempre es Cristo,
pero las sendas para que esta buena noticia pueda abrirse camino en el tiempo y
en la historia son diversas. Las sendas son todas diversas. Cirilo y Metodio
recorrieron juntos esta parte del continente europeo y, ardientes de pasión por
el anuncio del Evangelio, llegaron a inventar un nuevo alfabeto para la
traducción de la Biblia, de los textos litúrgicos y de la doctrina cristiana.
Fue así que se convirtieron en apóstoles de la inculturación de la fe entre
ustedes. Fueron inventores de nuevos lenguajes para transmitir el Evangelio,
fueron creativos en la traducción del mensaje cristiano, estuvieron tan cerca
de la historia de los pueblos que encontraban, que hasta llegaron a hablar su
lengua y asimilar su cultura. ¿No necesita esto Eslovaquia también hoy? Me
pregunto. ¿No es esta quizá la tarea más urgente de la Iglesia en los pueblos
de Europa: encontrar nuevos “alfabetos” para anunciar la fe? Tenemos de
trasfondo una rica tradición cristiana, pero hoy, en la vida de muchas
personas, esta permanece en el recuerdo de un pasado que ya no habla ni orienta
más las decisiones de la existencia. Ante la pérdida del sentido de Dios y de
la alegría de la fe no sirve lamentarse, atrincherarse en un catolicismo
defensivo, juzgar y acusar al mundo malo, no; es necesaria la creatividad del
Evangelio. ¡Estemos atentos! El Evangelio aún no está cerrado, está abierto.
Está vigente, está vigente, sigue adelante. Recordemos lo que hicieron esos
hombres que querían llevar a un paralítico ante Jesús y no lograban atravesar
la puerta de entrada. Hicieron una abertura en el techo y lo bajaron desde lo
alto (cf. Mc 2,1-5). ¡Fueron creativos! Frente a las dificultades —“Pero, ¿Cómo
hacemos? Ah, hagamos así”—, frente, quizá, a una generación que no cree, que ha
perdido el sentido de la fe, o que ha reducido la fe a una costumbre o a una
cultura más o menos aceptable, tratemos de hacer una abertura y seamos
creativos. Libertad, creatividad. ¡Qué hermoso cuando sabemos encontrar
caminos, modos y lenguajes nuevos para anunciar el Evangelio! Y nosotros
podemos ayudar con la creatividad humana, también cada uno de nosotros puede
serlo, pero el gran creativo es el Espíritu Santo, es Él quien nos impulsa a
ser creativos. Si con nuestra predicación y nuestra pastoral no logramos entrar
más por la vía ordinaria, intentemos abrir espacios diferentes, experimentemos
otros caminos.
Y aquí hago un paréntesis. La predicación. Alguno me ha
dicho que en “Evangelii gaudium” me detuve demasiado en el tema de la homilía,
porque es uno de los problemas de este tiempo. Sí, la homilía no es un
sacramento, como pretendían algunos protestantes, pero es un sacramental. No es
una predicación de cuaresma, no, es otra cosa. Está en el corazón de la
Eucaristía. Y pensemos en los fieles, que tienen que escuchar homilías de 40,
de 50 minutos, sobre temas que no comprenden, que no les tocan. Por favor,
sacerdotes y obispos, piensen bien cómo preparar la homilía, cómo hacerla para
que contacte con la gente, e inspírense en el texto bíblico. Una homilía,
normalmente, no tiene que durar más de diez minutos, porque la gente después de
ocho minutos pierde la atención, a no ser que sea muy interesante. Pero el tiempo
debería ser 10-15 minutos, no más. Un profesor de homilética que tuve decía que
una homilía debe tener coherencia interna, debe tener una idea, una imagen y un
afecto; que la gente se vaya con una idea, con una imagen y con algo que les
haya movido el corazón. ¡Así de sencillo es el anuncio del Evangelio! Y así
predicaba Jesús, que tomaba los pájaros, los campos, que tomaba esto o lo otro,
las cosas concretas, lo que la gente podía entender. Disculpen si vuelvo sobre
esto, pero a mí me preocupa… [aplauso] Me permito una maldad, ¡el aplauso lo
empezaron las religiosas, que son víctimas de nuestras homilías!
Cirilo y Metodio desplegaron esta creatividad nueva, lo
hicieron y nos dicen esto: el Evangelio no puede crecer si no está radicado en
la cultura de un pueblo, es decir, en sus símbolos, en sus preguntas, en sus
palabras, en su modo de ser. Los dos hermanos tuvieron muchos obstáculos y
persecuciones, ustedes lo saben. Fueron acusados de herejía porque se habían
atrevido a traducir la lengua de la fe. Así es la ideología que nace de la
tentación de uniformar. Detrás de querer ser uniformes hay una ideología. Pero
la evangelización es un proceso de inculturación, es semilla fecunda de
novedad, es la novedad del Espíritu que renueva todas las cosas. El labrador
siembra —dice Jesús—, después se va a su casa y duerme. No se levanta para ver
si crece, si brota. Dios es el que hace crecer. En este sentido, no hay que
controlar demasiado la vida, hay que dejar que la vida crezca, como hicieron
Cirilo y Metodio. A nosotros nos corresponde sembrar bien y cuidar como padres,
eso sí. El labrador cuida, pero no va allí a ver todos los días cómo crece. Si
hace esto, mata la planta.
Libertad, creatividad y, finalmente, el diálogo. Una Iglesia
que forma en la libertad interior y responsable, que sabe ser creativa
adentrándose en la historia y en la cultura, es también una Iglesia que sabe
dialogar con el mundo, con el que confiesa a Cristo sin que sea “de los
nuestros”, con el que vive la fatiga de una búsqueda religiosa, también con el
que no cree. No es selectiva de un grupito, no, dialoga con todos, con los
creyentes, con los que progresan en la santidad, con los tibios y con los no
creyentes. Habla con todos. Es una Iglesia que, siguiendo el ejemplo de Cirilo
y Metodio, reúne y mantiene unido el Oriente y el Occidente, tradiciones y
sensibilidades diversas. Una comunidad que, anunciando el Evangelio del amor,
hace brotar la comunión, la amistad y el diálogo entre los creyentes, entre las
diferentes confesiones cristianas y entre los pueblos.
La unidad, la comunión y el diálogo siempre son frágiles,
especialmente cuando en el pasado hay una historia de dolor que ha dejado
cicatrices. El recuerdo de las heridas puede hacer caer en el resentimiento, en
la desconfianza, incluso en el desprecio, induciendo a levantar barreras ante
el que es distinto de nosotros. Pero las heridas pueden ser accesos, aberturas
que, imitando las llagas del Señor, dejan pasar la misericordia de Dios, su
gracia que cambia la vida y nos transforma en agentes de paz y de
reconciliación. Sé que ustedes tienen un proverbio: «A quien te tire una
piedra, tú regálale un pan». Esto nos inspira. ¡Esto es muy evangélico! Es la
invitación de Jesús a romper el círculo vicioso y destructivo de la violencia,
poniendo la otra mejilla a quien nos golpea, para vencer el mal con el bien
(cf. Romanos 12,21). Me impresiona un detalle de la historia del cardenal Korec. Era
un cardenal jesuita, perseguido por el régimen, encarcelado, obligado a
trabajar duramente hasta que se enfermó. Cuando vino a Roma para el Jubileo del
año 2000, fue a las catacumbas y encendió una vela por sus perseguidores,
pidiendo misericordia para ellos. ¡Este es el Evangelio! ¡Este es el Evangelio!
Crece en la vida y en la historia por medio del amor humilde, por medio del
amor paciente.
Queridas amigas y queridos amigos, agradezco a Dios estar
entre ustedes, y les agradezco de corazón todo lo que hacen y lo que son, y lo
que harán inspirándose en esta homilía, que es también una semilla que yo estoy
sembrando... ¡Veamos si crecen las plantas! Me gustaría que continúen su camino
en la libertad del Evangelio, en la creatividad de la fe y en el diálogo que
brota de la misericordia de Dios, que nos ha hecho hermanos y hermanas, y que
nos llama a ser artesanos de paz y de concordia. Los bendigo de corazón. Y, por
favor, recen por mí. ¡Gracias! Fuente: Vatican. Va.
A BUDAPEST, CON
MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO
EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE
DE 2021)
ENCUENTRO CON LA COMUNIDAD JUDÍA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Plaza Rybné námestie de Bratislava
Lunes, 13 de septiembre de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Les agradezco sus palabras de bienvenida y los testimonios
que han dado. Estoy aquí como peregrino para tocar este lugar y ser tocado por
él. La plaza donde nos encontramos es muy significativa para su comunidad.
Mantiene vivo el recuerdo de un rico pasado: fue durante siglos parte del
barrio judío; aquí trabajó el célebre rabino Chatam Sofer. Aquí había una
sinagoga, justo al lado de la Catedral de la Coronación. La arquitectura, como
se ha dicho, expresaba la convivencia pacífica de las dos comunidades, símbolo
inusual y de gran alcance evocativo, admirable signo de unidad en el nombre del
Dios de nuestros padres. Aquí yo también siento la necesidad, como muchos de
ustedes, de “quitarme las sandalias”, porque me encuentro en un lugar bendecido
por la fraternidad de los hombres en el nombre del Altísimo.
Pero, posteriormente, el nombre de Dios fue deshonrado. En
la locura del odio, durante la segunda guerra mundial, más de cien mil judíos
eslovacos fueron asesinados. Y después, cuando se quisieron borrar las huellas
de la comunidad, aquí la sinagoga fue demolida. Está escrito: «No invocarás en
vano el nombre del Señor» (Ex 20,7). El nombre divino, es decir, su misma
realidad personal, se nombra en vano cuando se viola la dignidad única e
irrepetible del hombre, creado a su imagen. Aquí el nombre de Dios fue
deshonrado, porque la peor blasfemia que se le puede causar es la de usarlo
para los propios fines, más que para respetar y amar a los demás. Aquí, ante la
historia del pueblo judío, marcada por este agravio trágico e indescriptible,
nos avergonzamos de admitirlo: ¡cuántas veces el nombre inefable del Altísimo
ha sido usado para realizar acciones que por su falta de humanidad resultan
inenarrables! Cuántos opresores han declarado: “Dios está con nosotros”, pero
eran ellos los que no estaban con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, la historia de ustedes es
nuestra historia, sus dolores son nuestros dolores. Para algunos de ustedes,
este Memorial de la Soah es el único lugar donde pueden honrar la memoria de
sus seres queridos. También yo me uno a ustedes. Sobre el Memorial está escrito
en hebreo “Zachor”: “Recuerda”. La memoria no puede y no debe dejar lugar al
olvido, porque no habrá un amanecer en que perdure la fraternidad si antes no
se han compartido y disipado las oscuridades de la noche. La pregunta del
profeta resuena también para nosotros: «Centinela, ¿Cuánto queda de la noche?»
(Isaías 21,11). Esto significa que no es tiempo de seguir opacando la imagen de
Dios que resplandece en el hombre. Ayudémonos en esto. Porque tampoco hoy
faltan ídolos vanos y falsos que deshonran el nombre del Altísimo. Son los
ídolos del poder y del dinero que se imponen sobre la dignidad del hombre, de
la indiferencia que vuelve la mirada hacia otra parte, de las manipulaciones
que instrumentalizan la religión, haciendo de ella una cuestión de supremacía o
reduciéndola a la irrelevancia. Y también lo es el olvido del pasado, la
ignorancia que justifica todo, la rabia y el odio. Estamos unidos —lo repito—
en la condena de toda violencia, de toda forma de antisemitismo, y en el
esfuerzo para que la imagen de Dios en la persona humana no sea profanada.
Pero esta plaza, queridos hermanos y hermanas, es también un
lugar donde brilla la luz de la esperanza. Ustedes vienen aquí cada año a
encender la primera luz en el candelabro de la Chanukiah. Así, en la oscuridad,
surge el mensaje de que la destrucción y la muerte no son las que tienen la
última palabra, sino la renovación y la vida. Y si la sinagoga fue demolida en
este sitio, la comunidad todavía está presente. Está viva y abierta al diálogo.
Aquí nuestras historias se encuentran de nuevo. Aquí juntos afirmamos ante Dios
la voluntad de seguir en un camino de acercamiento y amistad.
A este respecto, conservo vivo en mí el recuerdo del
encuentro en Roma en el año 2017 con los Representantes de vuestras comunidades
judías y cristianas. Estoy contento de que posteriormente se haya instituido
una Comisión para el diálogo con la Iglesia católica y que juntos hayan
publicado importantes documentos. Es bueno compartir y comunicar lo que nos
une. Y es bueno seguir, en la verdad y con sinceridad, en el camino fraterno de
purificación de la memoria para sanar las heridas pasadas, así como en el
recuerdo del bien recibido y ofrecido. Según el Talmud, el que destruye un solo
hombre destruye el mundo entero, y el que salva un solo hombre salva el mundo
entero. Cada uno vale, y vale mucho lo que ustedes hacen por medio de su
precioso compartir. Les agradezco las puertas que han abierto de ambas partes.
El mundo necesita puertas abiertas. Son signos de bendición
para la humanidad. Al padre Abrahán Dios le dijo: «En ti se bendecirán todas
las familias de la tierra» (Gn 12,3). Es un estribillo que resuena en la vida
de los padres (cf. Gn 18,18; 22,18; 26,4). A Jacob, o sea Israel, Dios le dijo:
«Ellos serán numerosos como el polvo de la tierra, y se extenderán al oeste y
al este, al norte y al sur. En ti y en tu descendencia serán bendecidas todas
las familias de la tierra» (Gn 28,14). Que aquí, en esta tierra eslovaca,
tierra de encuentro entre este y oeste, norte y sur, la familia de los hijos de
Israel siga cultivando esta vocación, la llamada a ser signo de bendición para
todas las familias de la tierra. La bendición del Altísimo se derrama sobre nosotros
cuando ve una familia de hermanos que se respetan, se aman y colaboran. Que el
Omnipotente los bendiga para que, en medio de tanta discordia que contamina
nuestro mundo, puedan ser siempre, juntos, testigos de paz. Shalom! Fuente: Vatican. Va
A BUDAPEST, CON
MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO
EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE
DE 2021)
DIVINA LITURGIA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO
PRESIDIDA POR EL SANTO PADRE
Plaza del Mestská športová hala de Prešov
Martes, 14 de septiembre de 2021
«Nosotros —declara san Pablo— proclamamos a un Mesías
crucificado […], fuerza y sabiduría de Dios». Por otra parte, el Apóstol no
esconde que la cruz, a los ojos de la sabiduría humana, representa todo lo
contrario: es «escándalo», «locura» (1 Corintios 1,23-24). La cruz era instrumento de
muerte, y sin embargo de allí ha venido la vida. Era lo que nadie quería mirar,
y aun así nos ha revelado la belleza del amor de Dios. Por eso el santo Pueblo
de Dios la venera y la liturgia la celebra en la fiesta de hoy. El Evangelio de
san Juan nos toma de la mano y nos ayuda a entrar en este misterio. El
evangelista, de hecho, estaba justo allí, al pie de la cruz. Contempla a Jesús,
ya muerto, colgado del madero, y escribe: «El que lo vio da testimonio» (Juan
19,35). San Juan ve y da testimonio.
Ante todo está el ver. Pero, ¿Qué ha visto Juan al pie de la
cruz? Ciertamente lo que han visto los demás: Jesús, inocente y bueno, muere
brutalmente entre dos malhechores. Una de las tantas injusticias, uno de los
tantos sacrificios cruentos que no cambian la historia, la enésima demostración
de que el curso de los acontecimientos en el mundo no se modifica: a los buenos
se los quita del medio y los malvados vencen y prosperan. A los ojos del mundo
la cruz es un fracaso. Y también nosotros corremos el riesgo de detenernos ante
esta primera mirada, superficial, de no aceptar la lógica de la cruz; de no
aceptar que Dios nos salve dejando que se desate sobre sí el mal del mundo. No
aceptar, sino sólo con palabras, al Dios débil y crucificado, es soñar con un Dios
fuerte y triunfante. Es una gran tentación. Cuántas veces aspiramos a un
cristianismo de vencedores, a un cristianismo triunfador que tenga relevancia e
importancia, que reciba gloria y honor. Pero un cristianismo sin cruz es
mundano y se vuelve estéril.
San Juan, en cambio, vio en la cruz la obra de Dios.
Reconoció en Cristo crucificado la gloria de Dios. Vio que Él, a pesar de las
apariencias, no era un fracasado, sino que era Dios que voluntariamente se
ofrecía por todos los hombres. ¿Por qué lo hizo? Hubiera podido conservar la
vida, hubiera podido mantenerse a distancia de nuestra historia más miserable y
cruda. En cambio, quiso entrar dentro, ahondar en ella. Por eso eligió el
camino más difícil: la cruz. Porque no debe haber en la tierra ninguna persona
tan desesperada que no lo pueda encontrar, aun allí, en la angustia, en la
oscuridad, en el abandono, en el escándalo de la propia miseria y de los
propios errores. Precisamente allí, donde se piensa que Dios no pueda estar,
Dios ha llegado. Para salvar a cualquier persona que esté desesperada quiso
rozar la desesperación, para hacer suyo nuestro más amargo desaliento gritó en
la cruz: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46; Sal
22,1). Un grito que salva. Salva porque Dios hizo suyo incluso nuestro
abandono. Y nosotros, ahora, con Él, ya no estamos solos, nunca.
¿Cómo podemos aprender a ver la gloria en la cruz? Algunos
santos han enseñado que la cruz es como un libro que, para conocerlo, es
necesario abrir y leer. No basta adquirir un libro, darle un vistazo y
colocarlo en un lugar visible de la casa. Lo mismo vale para la cruz: está
pintada o esculpida en cada rincón de nuestras iglesias. Son incontables los
crucifijos: en el cuello, en casa, en el auto, en el bolsillo. Pero no sirve de
nada si no nos detenemos a mirar al Crucificado y no le abrimos el corazón, si
no nos dejamos sorprender por sus llagas abiertas por nosotros, si el corazón
no se llena de conmoción y no lloramos delante del Dios herido de amor por
nosotros. Si no hacemos esto, la cruz se queda como un libro no leído, del que
se conoce bien el título y el autor, pero que no repercute en la vida. No
reduzcamos la cruz a un objeto de devoción, mucho menos a un símbolo político,
a un signo de importancia religiosa y social.
De la contemplación del Crucificado brota el segundo paso:
dar testimonio. Si se ahonda la mirada en Jesús, su rostro comienza a
reflejarse en el nuestro, sus rasgos se vuelven los nuestros, el amor de Cristo
nos conquista y nos transforma. Pienso en los mártires, que testimoniaron el
amor de Cristo en tiempos muy difíciles de esta nación, cuando todo aconsejaba
callar, resguardarse, no profesar la fe. Pero no podían, no podían dejar de dar
testimonio. ¡Cuántas personas generosas aquí en Eslovaquia sufrieron y murieron
a causa del nombre de Jesús! Un testimonio realizado por amor a Aquel que
habían contemplado largamente. Tanto, hasta el punto de asemejarse a Él,
incluso en la muerte.
Pero pienso también en nuestro tiempo, en el que no faltan
ocasiones para dar testimonio. Aquí, gracias a Dios, no hay quien persiga a los
cristianos como en tantas otras partes del mundo. Pero el testimonio puede ser
socavado por la mundanidad o la mediocridad. La cruz en cambio exige un
testimonio límpido. Porque la cruz no quiere ser una bandera que enarbolar,
sino la fuente pura de un nuevo modo de vivir. ¿Cuál? El del Evangelio, el de
las Bienaventuranzas. El testigo que tiene la cruz en el corazón y no solamente
en el cuello no ve a nadie como enemigo, sino que ve a todos como hermanos y
hermanas por los que Jesús ha dado la vida. El testigo de la cruz no recuerda
los agravios del pasado y no se lamenta del presente. El testigo de la cruz no
usa los caminos del engaño y del poder mundano, no quiere imponerse a sí mismo
y a los suyos, sino dar la propia vida por los demás. No busca los propios
beneficios para después mostrarse devoto, esta sería una religión del doblez,
no el testimonio del Dios crucificado. El testigo de la cruz persigue una sola
estrategia, la del Maestro, que es el amor humilde. No espera triunfos aquí
abajo, porque sabe que el amor de Cristo es fecundo en lo cotidiano y hace
nuevas todas las cosas desde dentro, como semilla caída en tierra, que muere y
da fruto.
Queridos hermanos y hermanas, ustedes han visto testigos.
Conserven el amado recuerdo de las personas que los han amamantado y criado en
la fe. Personas humildes y sencillas, que han dado la vida amando hasta el
extremo. Ellos son nuestros héroes, los héroes de la cotidianidad, y sus vidas
son las que cambian la historia. Los testigos engendran otros testigos, porque
son dadores de vida. Y así se difunde la fe. No con el poder del mundo, sino
con la sabiduría de la cruz; no con las estructuras, sino con el testimonio. Y
hoy el Señor, desde el silencio vibrante de la cruz, nos dice a todos nosotros,
te dice también a ti, a ti, a ti, a mí: “¿Quieres ser mi testigo?”.
Con Juan, en el Calvario, estaba la Santa Madre de Dios.
Nadie como ella vio abierto el libro de la cruz y lo testimonió por medio del
amor humilde. Por su intercesión, pidamos la gracia de convertir la mirada del
corazón al Crucificado. Entonces nuestra fe podrá florecer en plenitud,
entonces los frutos de nuestro testimonio madurarán. Fuente: Vatican. Va
A BUDAPEST, CON
MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO
EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE
DE 2021)
ENCUENTRO CON LA COMUNIDAD GITANA
SALUDO DEL SANTO PADRE
Barrio Luník IX de
Košice
Martes, 14 de septiembre de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Les agradezco la acogida y sus palabras afectuosas. Ján ha
recordado lo que les dijo san Pablo VI: «Ustedes en la Iglesia no están al
margen… Ustedes están en el corazón de la Iglesia» (Homilía, 26 septiembre
1965). Nadie en la Iglesia debe sentirse fuera de lugar o dejado de lado. No es
sólo un modo de decir, es el modo de ser de la Iglesia. Porque ser Iglesia es
vivir como convocados por Dios, es sentirse titulares en la vida, formar parte
del mismo equipo. Sí, porque Dios nos desea así, cada uno diferente pero todos
reunidos en torno a Él. El Señor nos ve juntos. A todos.
Y nos ve hijos. Tiene mirada de Padre, mirada de
predilección por cada hijo. Si yo acojo esta mirada sobre mí, aprendo a ver
bien a los demás, descubro que tengo a mi lado otros hijos de Dios y los
reconozco como hermanos. Esta es la Iglesia, una familia de hermanos y hermanas
con el mismo Padre, que nos ha dado a Jesús como hermano, para que comprendamos
cuánto ama la fraternidad. Y anhela que toda la humanidad llegue a ser una
familia universal. Ustedes albergan un gran amor por la familia, y miran a la
Iglesia a partir de esta experiencia. Sí, la Iglesia es casa, es su casa. Por
eso —quisiera decirles con el corazón— ustedes son bienvenidos, siéntanse
siempre en casa en la Iglesia y nunca tengan miedo de estar aquí. ¡Que ninguno
los deje, a ustedes o a cualquier otra persona, fuera de la Iglesia!
Ján, me has saludado con tu esposa Beáta. Juntos han
antepuesto su sueño de familia a vuestras grandes diferencias de proveniencia,
usos y costumbres. Su matrimonio es el que testimonia, más que muchas palabras,
cómo lo concreto de la vida juntos puede derribar numerosos estereotipos, que
de lo contrario parecieran insuperables. No es fácil ir más allá de los
prejuicios, incluso entre los cristianos. No es sencillo valorar a los otros, a
menudo se los ve como obstáculos o adversarios y se expresan juicios sin
conocer sus rostros y sus historias.
Pero escuchemos lo que dice Jesús en el Evangelio: «No
juzguen» (Mateo 7,1). El Evangelio no debe ser endulzado, no debe ser diluido. No
juzguen, nos dice Cristo. Cuántas veces, en cambio, no sólo hablamos sin tener
elementos o de oídas, sino que nos consideramos en lo correcto cuando somos
jueces implacables de los demás. Indulgentes con nosotros mismos, inflexibles
con los otros. ¡Cuántas veces los juicios son en realidad prejuicios, cuántas
veces adjetivamos! La belleza de los hijos de Dios, que son nuestros hermanos,
se desfigura con palabras. No se puede reducir la realidad del otro a los
propios modelos prefabricados, no se puede encasillar a las personas. Ante
todo, para conocerlas verdaderamente, es necesario reconocerlas. Reconocer que
cada uno lleva en sí la belleza imborrable de hijo de Dios, en la que se
refleja el Creador.
Queridos hermanos y hermanas, demasiadas veces ustedes han
sido objeto de preconceptos y de juicios despiadados, de estereotipos
discriminatorios, de palabras y gestos difamatorios. De esta manera todos nos
hemos vuelto más pobres, pobres de humanidad. Lo que necesitamos es recuperar
dignidad y pasar de los prejuicios al diálogo, de las cerrazones a la
integración. Pero, ¿Cómo hacer? Nikola y René, ustedes nos han ayudado. Su
historia de amor nació aquí y maduró gracias a la cercanía y al aliento que
recibieron. Se sintieron responsables y aspiraron a un trabajo, se sintieron
amados y crecieron con el deseo de dar algo más a sus hijos.
Así nos dieron un hermoso mensaje: donde se cuida a la
persona, donde hay trabajo pastoral, donde hay paciencia y concreción llegan
los frutos. No llegan inmediatamente, sino con el tiempo, pero llegan. Juicios
y prejuicios sólo aumentan las distancias. Conflictos y palabras fuertes no
ayudan. Marginar a las personas no resuelve nada. Cuando se alimenta la
cerrazón, antes o después estalla la rabia. El camino para una convivencia
pacífica es la integración. Es un proceso orgánico, un proceso lento y vital
que se inicia con un conocimiento recíproco, va adelante con paciencia y mira
al futuro. ¿Y a quién le pertenece el futuro? Podemos preguntarnos ¿a quién
pertenece el futuro? A los niños. Ellos son los que nos orientan. Sus grandes
sueños no pueden hacerse añicos contra nuestras barreras. Ellos quieren crecer
junto a los demás, sin obstáculos, sin exclusiones. Merecen una vida integrada,
una vida libre. Ellos son los que motivan decisiones con amplitud de miras que
no buscan el consenso inmediato, sino que velan por el porvenir de todos. Por
los hijos deben tomarse decisiones valientes; por su dignidad, por su
educación, para que crezcan bien arraigados en sus orígenes y, al mismo tiempo,
para que no vean coartada cualquier otra posibilidad.
Agradezco a quienes llevan adelante este trabajo de
integración que, además de que comporta no poco esfuerzo, a veces recibe
incomprensión e ingratitud, incluso dentro de la Iglesia. Queridos sacerdotes,
religiosos y laicos, queridos amigos que dedican su tiempo para ofrecer un
desarrollo integral a sus hermanos y hermanas, ¡gracias! Gracias por todo el
trabajo con quienes están en los márgenes. Pienso también en los refugiados y
en los detenidos. A ellos, en particular, y a todo el mundo penitenciario
expreso mi cercanía. Gracias, don Peter, por habernos hablado de los centros
pastorales, donde no hacen asistencialismo social, sino acompañamiento
personal. Gracias a ustedes Salesianos. Sigan adelante en este camino, que no
engaña de poder dar todo y rápidamente, sino que es profético, porque incluye a
los últimos, construye fraternidad, siembra la paz. No tengan miedo de salir al
encuentro de quien está marginado. Se darán cuenta de que salen al encuentro de
Jesús. Él los espera allí donde hay fragilidad, no comodidad; donde hay
servicio, no poder; donde es posible encarnarse, no buscar sentirse
satisfechos. Allí está Él.
Y los invito a todos ustedes a ir más allá de los miedos,
más allá de las heridas del pasado, con confianza, un paso tras otro: en el
trabajo honesto, en la dignidad de ganarse el pan cotidiano, alimentando la
confianza recíproca. Y en la oración los unos por los otros, porque esto es lo
que nos orienta y nos da fuerza. Los animo, los bendigo y les traigo el abrazo
de toda la Iglesia. Gracias. Palikerav. Fuente: Vatican. Va
A BUDAPEST, CON MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE DE 2021)
ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
DISCURSO DEL SANTO
PADRE
Estadio Lokomotiva de Košice
Martes, 14 de septiembre de 2021
Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas, dobrý večer!
[¡buenas tardes!]
Me ha dado alegría escuchar las palabras de Mons. Bernard,
los testimonios y las preguntas de ustedes. Me han hecho tres y yo quisiera
intentar buscar respuestas junto con ustedes.
Comienzo por Peter y Zuzka, por su pregunta acerca del amor
en la pareja. El amor es el sueño más grande de la vida, pero no es un sueño de
bajo costo. Es hermoso, pero no es fácil, como todas las grandes cosas de la
vida. Es el sueño, pero no es un sueño fácil de interpretar. Les robo una
frase: «Hemos comenzado a percibir este don con ojos totalmente nuevos». En
verdad, como han dicho, se necesitan ojos nuevos, ojos que no se dejan engañar
por las apariencias. Amigos, no banalicemos el amor, porque el amor no es sólo
emoción y sentimiento, esto en todo caso es al inicio. El amor no es tenerlo
todo y rápido, no responde a la lógica del usar y tirar. El amor es fidelidad,
don, responsabilidad.
La verdadera
originalidad hoy, la verdadera revolución es rebelarse contra la cultura de lo
provisorio, es ir más allá del instinto, del instante, es amar para toda la
vida y con todo nuestro ser. No estamos aquí para ir tirando, sino para hacer
de la vida una acción heroica. Todos ustedes tendrán en mente grandes
historias, que leyeron en novelas, vieron en alguna película inolvidable,
escucharon en relatos emocionantes. Si lo piensan, en las grandes historias
siempre hay dos ingredientes: uno es el amor, el otro es la aventura, el
heroísmo. Siempre van juntos. Para hacer grande la vida se necesitan ambos:
amor y heroísmo. Miremos a Jesús, miremos al Crucificado, están los dos: un
amor sin límites y la valentía de dar la vida hasta el extremo, sin medias
tintas. Aquí delante de nosotros está la beata Ana, una heroína del amor. Nos
dice que apuntemos a metas altas. Por favor, no dejemos pasar los días de la
vida como los episodios de una telenovela.
Por eso, cuando sueñen con el amor, no crean en los efectos
especiales, sino en que cada uno de ustedes es especial, cada uno de ustedes.
Cada uno es un don y puede hacer de la propia vida un don. Los otros, la
sociedad, los pobres los esperan. Sueñen con una belleza que vaya más allá de
la apariencia, más allá del maquillaje, más allá de las tendencias de la moda.
Sueñen sin miedo de formar una familia, de procrear y educar unos hijos, de
pasar una vida compartiendo todo con otra persona, sin avergonzarse de las
propias fragilidades, porque está él, o ella, que los acoge y los ama, que te
ama así como eres. Eso es el amor, amar al otro como es, y eso es hermoso. Los
sueños que tenemos nos hablan de la vida que anhelamos. Los grandes sueños no
son el coche potente, la ropa de moda o el viaje transgresor. No escuchen a
quien les habla de sueños y en cambio les vende ilusiones. Una cosa es el
sueño, soñar, y otra tener ilusión. Los que venden ilusiones hablando de sueños
son manipuladores de felicidad. Hemos sido creados para una alegría más grande,
cada uno de nosotros es único y está en el mundo para sentirse amado en su singularidad
y para amar a los demás como ninguna otra persona podría hacer en su lugar. No
se trata de vivir sentados en el banquillo para reemplazar a otro. No, cada uno
es único a los ojos de Dios. No se dejen “homologar”; no fuimos hechos en
serie, somos únicos, somos libres, y estamos en el mundo para vivir una
historia de amor, de amor con Dios, para abrazar la audacia de decisiones
fuertes, para aventurarnos en el maravilloso riesgo de amar. Les pregunto,
¿creen en esto? Les pregunto, ¿es vuestro sueño? [responden: “¡Sí!” ¿Seguros?
[“¡Sí!”]. Muy bien.
Quisiera darles otro consejo. Para que el amor dé frutos, no
se olviden las raíces. ¿Y cuáles son sus raíces? Los padres y sobre todo los
abuelos. Presten atención, los abuelos. Ellos les han preparado el terreno.
Rieguen las raíces, vayan a ver a sus abuelos, les hará bien; háganles
preguntas, dediquen tiempo a escuchar sus historias. Hoy se corre el peligro de
crecer desarraigados, porque tendemos a correr, a hacerlo todo de prisa. Lo que
vemos en internet nos puede llegar rápidamente a casa, basta un clic y personas
y cosas aparecen en la pantalla. Y luego resulta que se vuelven más familiares
que los rostros de quienes nos han engendrado. Llenos de mensajes virtuales,
corremos el riesgo de perder las raíces reales. Desconectarnos de la vida,
fantasear en el vacío no hace bien, es una tentación del maligno. Dios nos
quiere bien plantados en la tierra, conectados a la vida, nunca cerrados sino
siempre abiertos a todos. Enraizados y abiertos. ¿Han entendido? Enraizados y
abiertos.
Sí, es verdad, pero —me dirán ustedes— el mundo piensa de
otro modo. Se habla mucho de amor, pero en realidad rige otro principio: que
cada uno se ocupe de lo suyo. Queridos jóvenes, no se dejen condicionar por
esto, por lo que no funciona, por el mal que hace estragos. No se dejen
aprisionar por la tristeza, por el desánimo resignado de quien dice que nunca
cambiará nada. Si se cree en esto uno se enferma de pesimismo. ¿Y ustedes han
visto la cara de un joven pesimista? ¿Han visto qué cara tiene? Una cara
amargada, una cara de amargura. El pesimismo nos enferma de amargura. Se
envejece por dentro. Y se envejece siendo jóvenes. Hoy existen muchas fuerzas
disgregadoras, muchos que culpan a todos y todo, amplificadores de negatividad,
profesionales de las quejas. No los escuchen, no, porque la queja y el
pesimismo no son cristianos, el Señor detesta la tristeza y el victimismo. No
estamos hechos para ir mirando el piso, sino para elevar los ojos y mirar al
cielo, a los otros y a la sociedad.
Y cuando estamos decaídos —porque todos en la vida estamos
decaídos en algún momento, todos hemos tenido esta experiencia—, y cuando
estamos decaídos, ¿Qué podemos hacer? Hay un remedio infalible para volver a
levantarse. Es lo que has dicho tú, Petra: la confesión. ¿Han escuchado a
Petra, ustedes? [“¡Sí!”]. El remedio de la confesión. Me preguntaste: «¿Cómo
puede un joven superar los obstáculos del camino hacia la misericordia de
Dios?». También aquí es una cuestión de mirada, de mirar lo que importa. Si yo
les pregunto: “¿En qué piensan cuando van a confesarse?” —no lo digan en voz
alta—, estoy casi seguro de la respuesta: “En los pecados”. Pero —les pregunto,
respondan—, ¿los pecados son verdaderamente el centro de la confesión? [“¡No!”]
No los escucho… [“¡No!”] Muy bien. ¿Dios quiere que te acerques a Él pensando
en ti, en tus pecados, o pensando en Él? ¿Qué desea Dios, que te acerques a Él
o a tus pecados? ¿Qué desea? Respondan [“¡A Él”]. Más fuerte, que soy sordo
[“¡A Él!”]. ¿Cuál es el centro, los pecados o el Padre que perdona todo? El
Padre. No vamos a confesarnos como unos castigados que deben humillarse, sino
como hijos que corren a recibir el abrazo del Padre. Y el Padre nos levanta en
cada situación, nos perdona cada pecado. Escuchen bien esto: ¡Dios perdona
siempre! ¿Lo han entendido? ¡Dios perdona siempre!
Les doy un pequeño consejo: después de cada confesión,
quédense un momento recordando el perdón que han recibido. Atesoren esa paz en
el corazón, esa libertad que sienten dentro. No los pecados, que no están más,
sino el perdón que Dios te ha regalado, la caricia de Dios Padre. Eso
atesórenlo, no dejen que se lo roben. Y cuando vuelvan a confesarse, recuerden:
voy a recibir una vez más ese abrazo que me hizo tanto bien. No voy a un juez a
ajustar cuentas, voy a encontrarme con Jesús que me ama y me cura. En este
momento quisiera dar un consejo a los sacerdotes: yo les diría a los sacerdotes
que se sientan en el lugar de Dios Padre que siempre perdona, abraza y acoge.
Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Dios, si Él es el
protagonista, todo se vuelve hermoso y la confesión se convierte en el
sacramento de la alegría. Sí, de la alegría, no del miedo o del juicio, sino de
la alegría. Y es importante que los sacerdotes sean misericordiosos. Nunca
curiosos, nunca inquisidores, por favor, sino que sean hermanos que dan el
perdón del Padre, que sean hermanos que acompañan en este abrazo del Padre.
Pero alguno podría decir: “Yo igualmente me avergüenzo, no
logro superar la vergüenza de ir a confesarme”. No es un problema, es algo
bueno. Avergonzarse en la vida en ocasiones hace bien. Si te avergüenzas,
quiere decir que no aceptas lo que has hecho. La vergüenza es un buen signo,
pero como todo signo pide que se vaya más allá. No permanecer prisionero de la
vergüenza, porque Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama precisamente allí,
donde tú te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre. Les cuento algo que no
está en la gran pantalla. En mi tierra, a esos descarados que hacen todo mal, los
llamamos "sin-vergüenza".
Y una última duda: “Padre, yo no consigo perdonarme, por
tanto, ni siquiera Dios podrá perdonarme, porque caigo siempre en los mismos
pecados”. Pero —escucha—, ¿Cuándo se ofende Dios, cuando vas a pedirle perdón?
No, nunca. Dios sufre cuando nosotros pensamos que no puede perdonarnos, porque
es como decirle: “¡Eres débil en el amor!” Decirle esto a Dios es tremendo,
decirle “eres débil en el amor”. En cambio, Dios siempre se alegra de
perdonarnos. Cuando vuelve a levantarnos cree en nosotros como la primera vez,
no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, Él no. No ve unos
pecadores a quienes etiquetar, sino unos hijos a quienes amar. No ve personas
fracasadas, sino hijos amados; quizá heridos, y entonces tiene aún más
compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos —no lo olviden nunca— en el
cielo se hace una fiesta. ¡Que sea así también en la tierra!
Y finalmente, Peter y Lenka. Ustedes en la vida han
experimentado la cruz. Gracias por su testimonio. Han preguntado cómo «animar a
los jóvenes para que no tengan miedo de abrazar la cruz». Abrazar: es un
hermoso verbo. Abrazar ayuda a vencer el miedo. Cuando somos abrazados
recuperamos la confianza en nosotros mismos y también en la vida. Entonces
dejémonos abrazar por Jesús. Porque cuando abrazamos a Jesús volvemos a abrazar
la esperanza. La cruz no se puede abrazar sola, el dolor no salva a nadie. Es el
amor el que transforma el dolor. Por eso, la cruz se abraza con Jesús, ¡nunca
solos! Si se abraza a Jesús renace la alegría, renace la alegría. Y la alegría
de Jesús, en el dolor, se transforma en paz. Queridos jóvenes, les deseo esta
alegría, más fuerte que cualquier otra cosa. Quisiera que la lleven a sus
amigos. No sermones, sino alegría. ¡Lleven alegría! No palabras, sino sonrisas, cercanía
fraterna. Les agradezco que me hayan escuchado y les pido una última cosa: no
se olviden de rezar por mí. Ďakujem! [¡Gracias!]
Nos ponemos todos de pie y oremos a Dios que nos ama,
recemos el Padre Nuestro: “Padre nuestro...” [En eslovaco] [Bendición] Fuente:
Vatican. Va
A BUDAPEST, CON MOTIVO DE LA SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL 52 CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, Y A ESLOVAQUIA
(12-15 DE SEPTIEMBRE DE 2021)
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Explanada del
Santuario nacional de Šaštin
Miércoles, 15 de septiembre de 2021
En el templo de Jerusalén, los brazos de María se extienden
hacia los del anciano Simeón, que puede acoger a Jesús y reconocerlo como el
Mesías enviado para la salvación de Israel. En esta escena contemplamos quién
es María: es la Madre que nos da al Hijo Jesús. Por eso la amamos y la
veneramos. Y el pueblo eslovaco acude con fe y devoción a este Santuario
nacional de Šaštín, porque sabe que es Ella la que nos da a Jesús. En el logo
de este Viaje apostólico hay un camino dibujado dentro de un corazón que está
coronado por la cruz: María es el camino que nos introduce en el Corazón de
Cristo, que ha dado la vida por amor a nosotros.
A la luz del Evangelio que hemos escuchado, podemos mirar a
María como modelo de la fe. Y reconocemos tres características de la fe: el
camino, la profecía y la compasión.
En primer lugar, la fe de María es una fe que se pone en
camino. La joven de Nazaret, apenas recibido el anuncio del Ángel, «se fue
rápidamente a la región montañosa» (Lucas 1,39) para ir a visitar y ayudar a
Isabel, su prima. No consideró un privilegio el haber sido llamada a
convertirse en Madre del Salvador, no perdió la alegría sencilla de su humildad
por haber recibido la visita del Ángel, no se quedó quieta contemplándose a sí
misma entre las cuatro paredes de su casa. Al contrario, vivió el don recibido
como una misión a cumplir, sintió la exigencia de abrir la puerta y salir de su
casa, dio vida y cuerpo a la impaciencia con la que Dios quiere alcanzar a
todos los hombres para salvarlos con su amor. Por eso María se puso en camino.
A la comodidad de la rutina prefirió las incertidumbres del viaje; a la
estabilidad de la casa, el cansancio del camino; a la seguridad de una
religiosidad tranquila, el riesgo de una fe que se pone en juego, haciéndose
don de amor para el otro.
También el Evangelio de hoy nos hace ver a María en camino,
hacia Jerusalén, donde junto con José su esposo presenta a Jesús en el templo.
Y toda su vida será un camino detrás de su Hijo, como primera discípula, hasta
el Calvario, a los pies de la cruz. María camina siempre.
Así, la Virgen es modelo de la fe de este pueblo eslovaco,
una fe que se pone en camino, animada siempre por una devoción sencilla y
sincera, peregrinando siempre en busca del Señor. Y, caminando, ustedes vencen
la tentación de una fe estática, que se contenta con cualquier rito o tradición
antigua, y en cambio salen de ustedes mismos, llevan en la mochila las alegrías
y los dolores, y hacen de la vida una peregrinación de amor hacia Dios y los
hermanos. ¡Gracias por este testimonio! Y, por favor, sigan en camino, siempre.
¡No se detengan! Y quisiera agregar algo más. Dije: “no se detengan”, porque
cuando la Iglesia se detiene, se enferma; cuando los obispos se detienen,
enferman a la Iglesia; cuando los sacerdotes se detienen, enferman al pueblo de
Dios.
La fe de María también es una fe profética. Con su misma
vida, la joven de Nazaret es profecía de la obra de Dios en la historia, de su
obrar misericordioso que invierte la lógica del mundo, elevando a los humildes
y dispersando a los soberbios (cf. Lucas 1,52). Ella, representante de todos los
“pobres de Yahvé”, que gritan a Dios y esperan la venida del Mesías, María es
la Hija de Sion anunciada por los profetas de Israel (cf. So 3,14-18), la
Virgen que concebirá al Dios con nosotros, el Emmanuel (cf. Isaías 7,14). Como
Virgen Inmaculada, María es icono de nuestra vocación. Como Ella, estamos
llamados a ser santos e irreprochables en el amor (cf. Efesios 1,4), siendo imagen
de Cristo.
La profecía de Israel culmina en María, porque Ella lleva en
el seno a Jesús, la Palabra de Dios hecha carne. Él realiza plena y
definitivamente el designio de Dios. De Él, Simeón dijo a la Madre: «Este niño
está puesto para que muchos caigan y se eleven en Israel, y como un signo de
contradicción» (Lucas 2,34).
No olvidemos esto: no se puede reducir la fe a azúcar que
endulza la vida. No se puede. Jesús es signo de contradicción. Ha venido para
llevar luz donde hay tinieblas, haciéndolas salir al descubierto y obligándolas
a rendirse. Por eso las tinieblas luchan siempre contra Él. Quien acoge a
Cristo y se abre a Él resurge, quien lo rechaza se cierra en la oscuridad y se
arruina a sí mismo. Jesús les dijo a sus discípulos que no había venido a traer
paz sino una espada (cf. Mt 10,34). En efecto, su Palabra, como espada de doble
filo, entra en nuestra vida y separa la luz de las tinieblas, pidiéndonos que
decidamos, nos dice “decide”. Ante Jesús no se puede permanecer tibio, con “el
pie en dos zapatos”. No, no se puede. Acogerlo significa aceptar que Él desvele
mis contradicciones, mis ídolos, las sugestiones del mal; y que sea para mí
resurrección, Aquel que siempre me levanta, que me toma de la mano y me hace
volver a empezar. Siempre me levanta.
Y justamente estos profetas son los que hoy también necesita
Eslovaquia. Ustedes, obispos, profetas que sigan en este camino. No se trata de
ser hostiles al mundo, sino “signos de contradicción” en el mundo. Cristianos
que saben mostrar con su vida la belleza del Evangelio, que son tejedores de
diálogo allí donde las posiciones se endurecen, que hacen resplandecer la vida
fraterna allí donde a menudo en la sociedad hay división y hostilidad, que
difunden el buen perfume de la acogida y de la solidaridad allí donde los
egoísmos personales, los egoísmos colectivos predominan con frecuencia, que
protegen y cuidan la vida donde reinan lógicas de muerte.
María, Madre del camino, se pone en camino; María, Madre de
la profecía; por último, María es la Madre de la compasión. Su fe es compasiva.
Aquella que se definió “la sierva del Señor” (cf. Lucas 1,38) y que, con materna
solicitud, se preocupó de que no faltara el vino en las bodas de Caná (cf. Juan
2,1-12), compartió con el Hijo la misión de la salvación, hasta el pie de la
cruz. En ese momento, en el angustioso dolor vivido en el Calvario, Ella
comprendió la profecía de Simeón: «Y a ti, una espada te traspasará el alma»
(Lucas 2,35). El sufrimiento del Hijo agonizante, que cargaba sobre sí los pecados
y los padecimientos de la humanidad, la atravesó también a Ella. Jesús
desgarrado en la carne, hombre de dolores desfigurado por el mal (cf. Isaías 53,3);
María desgarrada en el alma, Madre compasiva que recoge nuestras lágrimas y al
mismo tiempo nos consuela, señalándonos la victoria definitiva en Cristo.
Y María Dolorosa al pie de la cruz simplemente permanece.
Está al pie de la cruz. No escapa, no intenta salvarse a sí misma, no usa
artificios humanos y anestésicos espirituales para huir del dolor. Esta es la
prueba de la compasión: permanecer al pie de la cruz. Permanecer con el rostro
surcado por las lágrimas, pero con la fe de quien sabe que en su Hijo Dios
transforma el dolor y vence la muerte.
Y también nosotros, mirando a la Virgen Madre Dolorosa, nos
abrimos a una fe que se hace compasión, que se hace comunión de vida con el que
está herido, el que sufre y el que está obligado a cargar cruces pesadas sobre
sus hombros. Una fe que no se queda en lo abstracto, sino que penetra en la
carne y nos hace solidarios con quien pasa necesidad. Esta fe, con el estilo de
Dios, humildemente y sin clamores, alivia el dolor del mundo y riega los surcos
de la historia con la salvación.
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor siempre les
conserve el asombro, les conserve la gratitud por el don de la fe. Y que María
Santísima les obtenga la gracia de que vuestra fe siempre siga en camino, tenga
el respiro de la profecía y sea una fe rica de compasión. Fuente: Vatican.
Va.