VISITA
APOSTÓLICA PAPA FRANCISCO A PERÚ 2018
Discurso
al episcopado del Perú
el
que no practica la justicia no es de Dios,
ni
tampoco el que no ama a su hermano (cf. 1 Juan 3,10).
21
de enero 2018. 11.02 am
Queridos hermanos en el episcopado: Gracias por las palabras
que me han dirigido el Señor Cardenal Arzobispo de Lima, y el Señor presidente
de la Conferencia Episcopal en nombre de todos los presentes. Deseaba estar
aquí con ustedes. Mantengo un buen recuerdo de su visita ad limina del año
pasado. Creo que ahí hemos hablado muchas cosas.... Los días transcurridos
entre ustedes han sido muy intensos y gratificantes. Pude escuchar y vivir las
distintas realidades que conforman estas tierras en representación,
y compartir
de cerca la fe del santo Pueblo fiel de Dios, que nos hace tanto bien. Gracias
por la oportunidad de poder «tocar» la fe del Pueblo, ese pueblo que Dios les
ha confiado. Es que aquí no se puede no tocar, si no tocas al pueblo, la fe del
pueblo les toca a vos, las calles repletas, es una gracia..
El lema de este viaje nos habla de unidad y de esperanza. Es
un programa arduo, pero a la vez provocador, que nos evoca las proezas de Santo
Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de esta Sede y patrono del episcopado
latinoamericano, un ejemplo de «constructor de unidad eclesial», como lo definió
mi predecesor San Juan Pablo II en su primer Viaje Apostólico a esta tierra.
Es significativo que este santo Obispo sea representado en
sus retratos como un «nuevo Moisés». Como saben, en el Vaticano se custodia un
cuadro en el que aparece Santo Toribio atravesando un río caudaloso, cuyas
aguas se abren a su paso como si se tratase del mar Rojo, para que pudiera
llegar a la otra orilla donde lo espera un numeroso grupo de nativos. Detrás de
Santo Toribio hay una gran multitud de personas, que es el pueblo fiel que
sigue a su pastor en la tarea de la evangelización. Esta hermosa imagen me «da
pie» para centrar en ella mi reflexión con ustedes. Santo Toribio, el hombre
que quiso llegar a la otra orilla. Lo vemos desde el momento en que asume el mandato
de venir a estas tierras con la misión de ser padre y pastor. Dejó terreno
seguro para adentrarse en un universo totalmente nuevo, desconocido y
desafiante. Fue hacia una tierra prometida guiado por la fe como «garantía de
los bienes que se esperan» (Hb 11,1). Su fe y su confianza en el Señor lo
impulsó, y lo va a impulsar a lo largo de toda su vida a llegar a la otra
orilla, donde Él lo esperaba en medio de una multitud.
1. Quiso llegar a la otra orilla en busca de los lejanos y
dispersos. Y para eso tuvo que dejar la comodidad del obispado y recorrer el
territorio confiado, en continuas visitas pastorales, tratando de llegar y
estar allí donde se lo necesitaba, y ¡cuánto se lo necesitaba! Iba al encuentro
de todos por caminos que, al decir de su secretario, eran más para las cabras
que para las personas. Tenía que enfrentar los más diversos climas y
geografías, «de 22 años de episcopado, 18 los pasó fuera de Lima, fuera de su
ciudad recorriendo por tres veces su territorio». Que iba desde Panamá, hasta
el inicio de la capitanía de Chile, que no sé dónde empezaba, en este momento,
quizás a la altura de Iquique. Como cualquiera de la diócesis de ustedes.
18 años recorriendo tres veces su territorio. Sabía que esta
era la única forma de pastorear: estar cerca proporcionando los auxilios
divinos, exhortación que también realizaba continuamente a sus presbíteros.
Pero no lo hacía de palabra sino con su testimonio, estando él mismo en la
primera línea de la evangelización. Hoy le llamaríamos un Obispo «callejero».
Un obispo con suelas gastadas por andar, por recorrer, por salir al encuentro
para «anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, sin asco y sin
miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a
nadie».[4] ¡Cómo sabía esto Santo Toribio! Sin miedo y sin asco se adentró en
nuestro continente para anunciar la buena nueva.
2. Quiso llegar a la otra orilla no solo geográfica sino
cultural. Fue así como promovió por muchos medios una evangelización en lengua
nativa. Con el tercer Concilio Limense, procuró que los catecismos fueran
realizados y traducidos en quechua y aymara. Impulsó al clero a que estudiara y
conociera el idioma de los suyos para poder administrarles los sacramentos de
forma comprensible. Utilizó la reforma litúrgica de Pío XII cuando empezó con
este retomar la reforma de la Iglesia. Visitando y viviendo con su Pueblo se
dio cuenta de que no alcanzaba llegar tan solo físicamente, sino que era
necesario aprender a hablar el lenguaje de los otros, solo así, llegaría el
Evangelio a ser entendido y penetrar en el corazón. ¡Cuánto urge esta visión
para nosotros, pastores del siglo XXI!, que nos toca aprender un lenguaje
totalmente nuevo como es el digital, por citar un ejemplo. Conocer el lenguaje
actual de nuestros jóvenes, de nuestras familias, de los niños.
Como bien supo verlo Santo Toribio, no alcanza solamente
llegar a un lugar y ocupar un territorio, es necesario poder despertar procesos
en la vida de las personas para que la fe arraigue y sea significativa. Y para
eso tenemos que hablar su lengua. Es necesario llegar allí donde se gestan los
nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más
profundos del alma de nuestras ciudades y de nuestros pueblos. La evangelización
de la cultura nos pide entrar en el corazón de la cultura misma para que esta
sea iluminada desde adentro por el Evangelio.
Estoy seguro que me conmovió anteayer en Puerto Maldonado,
cuando entre todos los nativos que había ahí de tantas etnias, me conoció
cuando tres me trajeron una estola, pintados, con sus vestimentas: eran
diáconos permanentes, anímense, anímense, así lo hacía Santo toribio, y ahí no
había diáconos permanentes. En su lengua y en su cultura, allí se metió.
3. Quiso llegar a la otra orilla de la caridad. Para nuestro
patrono la evangelización no podía darse lejos de la caridad. Porque sabía que
la forma más sublime de la evangelización era plasmar en la propia vida la
entrega de Jesucristo por amor a cada uno de los hombres. Los hijos de Dios y
los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no
es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano (cf. 1 Jn 3,10). En sus
visitas pudo constatar los abusos y los excesos que sufrían las poblaciones
originarias, y así no le tembló el pulso, en 1585, cuando excomulgó al
corregidor de Cajatambo, enfrentándose a todo un sistema de corrupción y tejido
de intereses que «arrastraba la enemistad de muchos», incluyendo al Virrey.
Así nos muestra al pastor que sabe que el bien espiritual no
puede nunca separarse del justo bien material y tanto más cuando se pone en
riesgo la integridad y la dignidad de las personas. Profecía episcopal que no
tiene miedo a denunciar los abusos y excesos que se cometen frente a su pueblo.
Y de este modo logra recordar dentro de la sociedad y de sus comunidades que la
caridad siempre va acompañada de la justicia y no hay auténtica evangelización
que no anuncie y denuncie toda falta contra la vida de nuestros hermanos,
especialmente contra la vida de los más vulnerables. Es una alerta. Cualquier
tipo de coqueteo mundano, que nos ata las manos por algunas migajas, la libertad
del Evangelio.
4. Quiso llegar a la otra orilla en la formación de sus
sacerdotes. Fundó el primer seminario postconciliar en esta zona del mundo,
impulsando de esta manera la formación del clero nativo. Entendió que no
bastaba llegar a todos lados y hablar la misma lengua, era necesario que la
Iglesia pudiera engendrar a sus propios pastores locales y así se convirtiera
en madre fecunda. Para ello defendió la ordenación de los mestizos —cuando
estaba muy discutida la misma— buscando alentar y estimular a que el clero, si
se tenía que diferenciar en algo, era por la santidad de sus pastores y no por
la procedencia racial. Y esta formación no se limitaba solamente al estudio en
el seminario, sino que proseguía en las continuas visitas que les realizaba.
Estaba cerca de sus curas. Allí podía ver de primera mano el «estado de sus
curas», preocupándose por ellos. Cuenta la leyenda que en las vísperas de
Navidad su hermana le regaló una camisa para que la estrenara en las fiestas.
Ese día fue a visitar a un cura y al ver la situación en que
vivía, se sacó su camisa y se la entregó. Es el pastor que conoce a sus
sacerdotes. Busca alcanzarlos, acompañarlos, estimularlos, amonestarlos —le
recordó a sus curas que eran pastores y no comerciantes y por lo tanto, habrían
de cuidar y defender a los indios como a hijos—. Pero no lo hace desde «el escritorio», y así
puede conocer a sus ovejas y ellas reconocen en su voz, la voz del Buen Pastor.
5. Quiso llegar a la otra orilla, la de la unidad. Promovió
de manera admirable y profética la formación e integración de espacios de
comunión y participación entre los distintos integrantes del Pueblo de Dios.
Así lo señaló San Juan Pablo II cuando, en estas tierras, hablándole a los
obispos les decía: «El tercer Concilio Limense es el resultado de ese esfuerzo,
presidido, alentado y dirigido por Santo Toribio, y que fructificó en un
precioso tesoro de unidad en la fe, de normas pastorales y organizativas a la
vez que en válidas inspiraciones para la deseada integración latinoamericana».
Bien sabemos, que esta unidad y consenso fue precedida de
grandes tensiones y conflictos. No podemos negar las tensiones, existen; las
diferencias existen. Es imposible una vida sin conflictos, pero estos nos
exigen, si somos hombres y cristianos, mirarlos de frente y asumirlos. Pero
asumirlos en unidad, en diálogo honesto y sincero, mirándonos a la cara y
cuidándonos de caer en tentación, o de ignorar lo que pasó o quedar prisioneros
y sin horizontes que ayuden a encontrar caminos que sean de unidad y de vida. Resulta
inspirador, en nuestro camino de Conferencia Episcopal, recordar que la unidad
siempre prevalecerá sobre el conflicto. Queridos hermanos obispos, trabajen
para la unidad, no se queden presos de divisiones que parcializan y reducen la
vocación a la que hemos sido llamados: ser sacramento de comunión. No se
olviden que lo que atraía de la Iglesia primitiva era ver cómo se amaban. Esa
era, es y será la mejor evangelización. Y a Santo Toribio le llegó el momento
de cruzar hacia la orilla definitiva, hacia esa tierra que lo esperaba y que
iba degustando en su continuo dejar la orilla. Este nuevo partir, no lo hacía
solo. Al igual que el cuadro que les comentaba al inicio, iba al encuentro de
los santos seguido de una gran muchedumbre a sus espaldas. Es el pastor que ha
sabido cargar «su valija» con rostros y nombres. Ellos eran su pasaporte al
cielo.
Y fue tan así que no quisiera dejar de lado el acorde final,
el momento en que el pastor entregaba su alma a Dios. Lo hizo en un caserío,
junto a su pueblo y un aborigen le tocaba la chirimía para que el alma de su
pastor se sintiera en paz. Ojalá, hermanos, que cuando tengamos que emprender
el último viaje podamos vivir estas cosas. Pidamos al Señor que nos lo conceda.
Recemos uno por los otros y recen por mí. Gracias. Fuente Aciprensa. Imagen de
Aciprensa.