y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador: (Catecismo 1030 y 1031).
LA DOCTRINA DEL CATECISMO DE LA
IGLESIA CATÓLICA:
“CREO
EN LA VIDA ETERNA”
1020
El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida
hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez
las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo,
lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el
viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad:
«Alma
cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre
Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que
murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en
el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa,
con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y
santos [...] Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos,
pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida,
salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos [...] Que
puedas contemplar cara a cara a tu Redentor» (Rito de la Unción de Enfermos y
de su cuidado pastoral, Orden de recomendación de moribundos, 146-147).
I.
El juicio particular
1021
La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o
rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo
Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro
final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la
existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como
consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16,
22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como
otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23)
hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente
para unos y para otros.
1022
Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna
en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una
purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304;
Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la
bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991;
Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para
condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858;
Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
«A
la tarde te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias,
57).
II.
El cielo
1023
Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente
purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios,
porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13,
12; Ap 22, 4):
«Definimos
con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las
almas de todos los santos [...] y de todos los demás fieles muertos después de
recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando
murieron [...]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez
que estén purificadas después de la muerte [...] aun antes de la reasunción de
sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo
Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los
cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles.
Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la
divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna
criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).
1024
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor
con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama
"el cielo" . El cielo es el fin último y la realización de las
aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025
Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1
Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor,
encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
«Pues
la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el
reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
1026
Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo.
La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de
la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a
aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El
cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente
incorporados a Él.
1027
Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en
Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos
habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino,
casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le
aman" (1 Co 2, 9).
1028
A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que
cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le
da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es
llamada por la Iglesia "la visión beatífica":
«¡Cuál
no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de
participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de
Cristo, el Señor tu Dios [...], gozar en el Reino de los cielos en compañía de
los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada»
(San Cipriano de Cartago, Epistula 58, 10).
1029
En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la
voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya
reinan con Cristo; con Él "ellos reinarán por los siglos de los
siglos" (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).
III.
La purificación final o purgatorio
1030
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su
muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en
la alegría del cielo.
1031
La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es
completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado
la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia
(cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia,
haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1
P 1, 7) habla de un fuego purificador:
«Respecto
a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un
fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si
alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será
perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos
entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en
el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).
1032
Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos,
de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este
sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del
pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la
memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el
sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan
llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las
limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles
socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por
el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que
nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? [...] No
dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras
plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia
41, 5).
IV.
El infierno
1033
Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no
podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o
contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que
aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida
eterna permanente en él" (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que
estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los
pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en
pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre
elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con
los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034
Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que
nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los
que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede
perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos
graves que "enviará a sus ángeles [...] que recogerán a todos los autores
de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que
pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!"
(Mt 25, 41).
1035
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad.
Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los
infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del
infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002;
1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno
consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el
hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del
infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar
de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo
un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha;
porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son
muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el
camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7,
13-14):
«Como
no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor,
estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es
nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados
entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego
eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de
dientes"» (LG 48).
1037
Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso
suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y
persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias
diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que
"quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2
P 3, 9):
«Acepta,
Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa,
ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos
entre tus elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)
EL PURGATORIO
PURIFICACIÓN NECESARIA PARA EL
ENCUENTRO CON DIOS
Catequesis del Papa san Juan
Pablo II. Cuaresma del año 1999
Hay que eliminar todo vestigio
de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser
completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre
el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida.
Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el
amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio
ecuménico de Florencia).
A
partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra
ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o
permanece alejado de su presencia.
Para
cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo
imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación,
que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar
algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque
no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede
acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según
la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios
debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es
particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en
el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22,
22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del
culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una
entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al
Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf.
Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con
el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).
La
exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para
entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta
integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere.
El
Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del
juicio, y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo),
resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá
el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del
fuego» (1Co 3, 14-15).
3.
Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la
intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el
perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica rea izada
por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres
(cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el
libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar
en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y
«justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12,
especialmente, 53, 11).
El
Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una
síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia
culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y
16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
4.
El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las
funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero
en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una
sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro
(cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo,
«víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús,
como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final
de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero
también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del
Padre.
El
ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o
íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la
perfección» (Col 3, 14).
5.
Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser
perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en
el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en
el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos»
(1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha
de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con
Dios requiere una pureza absoluta.
Hay
que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del
alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña
la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar,
sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de
purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de
la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis:
Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de
justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay
que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la
situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior
posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este
propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que
enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo
del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada
única
carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él
en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos
malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde
"habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen
gentium, 48).
6.
Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de
la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto,
quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los
bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros,
que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 1032).
Así
como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo
místico, así también después de la muerte los que viven en estado de
purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la
oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La
purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven
la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.