VISITA
APOSTÓLICA DEL PAPA FRANCISCO A PERÚ 2018
Homilía
en la base aérea de las Palmas
“No
tengamos miedo a generar espacios para que los ciegos vean, los paralíticos
caminen, los leprosos sean purificados y los sordos oigan (cf. Lucas 7,22) y
así todos aquellos que dábamos por perdidos gocen de la Resurrección”.
21
de enero 2018. 4.47 pm
«Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícales el
mensaje que te digo» (Jn 3,2). Con estas palabras, el Señor se dirigía a Jonás
poniéndolo en movimiento hacia esa gran ciudad que estaba a punto de ser
destruida por sus muchos males. También vemos a Jesús en el Evangelio de camino
hacia Galilea para predicar su buena noticia (cf. Mc 1,14). Ambas lecturas nos
revelan a Dios en movimiento de cara a las ciudades de ayer y de hoy. El Señor
se pone en camino: va a Nínive, a Galilea, a Lima, a Trujillo, a Puerto
Maldonado.
Aquí viene el Señor. Se pone en movimiento para entrar en nuestra
historia personal y concreta.
Lo hemos celebrado hace poco: el Emmanuel, el Dios que
quiere estar siempre con nosotros. Sí, aquí en Lima, o donde estés viviendo, en
la vida cotidiana del trabajo rutinario, en la educación esperanzadora de los
hijos, entre tus anhelos y desvelos; en la intimidad del hogar y en el ruido
ensordecedor de nuestras calles.
Es allí, en medio de los caminos polvorientos de la historia,
donde el Señor viene a tu encuentro. Algunas veces nos puede pasar lo mismo que
a Jonás. Nuestras ciudades, con las situaciones de dolor e injusticia que a
diario se repiten, nos pueden generar la tentación de huir, de escondernos, de
zafar.
Y razones, ni a Jonás ni a nosotros nos faltan. Mirando la
ciudad podríamos comenzar a constatar que existen «ciudadanos que consiguen los
medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar —y eso nos
alegra—, el problema está es que son muchísimos los “no ciudadanos”, “los
ciudadanos a media” o los “sobrantes urbanos”» que están al borde de nuestros
caminos, que van a vivir a las márgenes de nuestras ciudades sin condiciones
necesarias para llevar una vida digna y duele constatar que muchas veces entre
estos «sobrantes humanos» se encuentran rostros de tantos niños y adolescentes.
Se encuentra el rostro del futuro.
Y al ver estas cosas en nuestras ciudades, en nuestros
barrios —que podrían ser un espacio de encuentro y solidaridad y de alegría— se
termina provocando lo que podemos llamar el síndrome de Jonás: un espacio de
huida y desconfianza (cf. Jon 1,3). Un espacio para la indiferencia, que nos
transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en seres
impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos el alma del
pueblo. De este pueblo noble. Como nos lo señalaba Benedicto XVI, «la grandeza
de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el
sufrimiento y con el que sufre. […] Una sociedad que no logra aceptar a los que
sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento
sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e
inhumana».
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar
el Evangelio de Dios. A diferencia de Jonás, Jesús, frente a un acontecimiento
doloroso e injusto como fue el arresto de Juan, entra en la ciudad, entra en
Galilea y comienza desde ese pequeño pueblo a sembrar lo que sería el inicio de
la mayor esperanza: El Reino de Dios está cerca, Dios está entre nosotros.
Y el Evangelio mismo nos muestra la alegría y el efecto en
cadena que esto produce: comenzó con Simón y Andrés, después Santiago y Juan
(cf. Mc 1,14-20) y, desde esos días, pasando por Santa Rosa de Lima, Santo
Toribio, San Martín de Porres, San Juan Macías, San Francisco Solano, ha
llegado hasta nosotros anunciado por esa nube de testigos que han creído en Él.
Ha llegado hasta Lima, hasta nosotros para comprometerse nuevamente como un
renovado antídoto contra la globalización de la indiferencia. Porque ante este
Amor, no se puede permanecer indiferente. Jesús invitó a sus discípulos a vivir
hoy lo que tiene sabor a eternidad: el amor a Dios y al prójimo; y lo hace de
la única manera que lo puede hacer, a la manera divina: suscitando la ternura y
el amor de misericordia, suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que
aprendan a mirar la realidad a la manera divina.
Los invita a generar nuevos lazos, nuevas alianzas
portadoras de eternidad. Jesús camina la ciudad lo hace con sus discípulos y
comienza a ver, a escuchar, a prestar atención a aquellos que habían sucumbido
bajo el manto de la indiferencia, lapidados por el grave pecado de la
corrupción. Comienza a develar muchas situaciones que asfixiaban la esperanza
de su pueblo suscitando una nueva esperanza. Llama a sus discípulos y los
invita a ir con Él, los invita a caminar la ciudad, pero les cambia el ritmo,
les enseña a mirar lo que hasta ahora pasaban por alto, les señala nuevas urgencias.
Conviértanse, les dice: el Reino de los Cielos es encontrar en Jesús a Dios que
se mezcla vitalmente con su pueblo, se implica e implica a otros a no tener
miedo de hacer de esta historia, una historia de salvación (cf. Mc 1,15.21 y
ss.).
Jesús sigue caminando por nuestras calles, sigue al igual
que ayer golpeando puertas, golpeando corazones para volver a encender la
esperanza y los anhelos: que la degradación sea superada por la fraternidad, la
injusticia vencida por la solidaridad y la violencia callada con las armas de
la paz. Jesús sigue invitando y quiere ungirnos con su Espíritu para que
también nosotros salgamos a ungir con esa unción, capaz de sanar la esperanza
herida y renovar nuestra mirada. Jesús sigue caminando y despierta la esperanza
que nos libra de conexiones vacías y de análisis impersonales e invita a
involucrarnos como fermento allí donde estemos, donde nos toque vivir, en ese
rinconcito de todos los días. El Reino de los cielos está entre ustedes —nos
dice— está allí donde nos animemos a tener un poco de ternura y compasión,
donde no tengamos miedo a generar espacios para que los ciegos vean, los
paralíticos caminen, los leprosos sean purificados y los sordos oigan (cf. Lc
7,22) y así todos aquellos que dábamos por perdidos gocen de la Resurrección.
Dios no se cansa ni se cansará de caminar para llegar a sus hijos. A cada uno
¿Cómo encenderemos la esperanza si faltan profetas? ¿Cómo encararemos el futuro
si nos falta unidad? ¿Cómo llegará Jesús a tantos rincones, si faltan audaces y
valientes testigos? Hoy el Señor te invita a caminar con Él la ciudad, te
invita a caminar con Él tu ciudad. Te invita a que seas su discípulo misionero,
y así te vuelvas parte de ese gran susurro que quiere seguir resonando en los
distintos rincones de nuestra vida: ¡Alégrate, el Señor está contigo! Fuente: Aciprensa.