12 de diciembre 2019. “La Paz, camino de esperanza, diálogo,
reconciliación y conversión ecológica. Mensaje para la jornada mundial de la
paz. Papa Francisco. Año 2020.
1. La paz, camino de
esperanza ante los obstáculos y las pruebas. La paz, como objeto de nuestra
esperanza, es un bien precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la
paz es una actitud humana que contiene una tensión existencial, y de este modo
cualquier situación difícil «se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta,
si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique
el esfuerzo del camino». En este sentido, la
esperanza es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar,
incluso cuando los obstáculos parecen insuperables.
Nuestra comunidad humana lleva, en la memoria y en la carne,
los signos de las guerras y de los conflictos que se han producido, con una
capacidad destructiva creciente, y que no dejan de afectar especialmente a los más
pobres y a los más débiles.
Naciones enteras se afanan también por liberarse de
las cadenas de la explotación y de la corrupción, que alimentan el odio y la
violencia. Todavía hoy, a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos se les
niega la dignidad, la integridad física, la libertad, incluida la libertad
religiosa, la solidaridad comunitaria, la esperanza en el futuro. Muchas víctimas
inocentes cargan sobre sí el tormento de la humillación y la exclusión, del
duelo y la injusticia, por no decir los traumas resultantes del ensañamiento
sistemático contra su pueblo y sus seres queridos.
Las terribles pruebas de los conflictos civiles e
internacionales, a menudo agravados por la violencia sin piedad, marcan durante
mucho tiempo el cuerpo y el alma de la humanidad. En realidad, toda guerra se revela como un fratricidio
que destruye el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de
la familia humana.
Sabemos que la guerra a menudo comienza por la intolerancia a la diversidad del otro, lo que
fomenta el deseo de posesión y la voluntad de dominio. Nace en el corazón del
hombre por el egoísmo y la soberbia, por el odio que instiga a destruir, a
encerrar al otro en una imagen negativa, a excluirlo y eliminarlo. La guerra se nutre de la perversión de
las relaciones, de las ambiciones hegemónicas, de los abusos de poder, del
miedo al otro y la diferencia vista como un obstáculo; y al mismo tiempo
alimenta todo esto.
Es paradójico, como señalé durante el reciente viaje a
Japón, que «nuestro mundo vive la perversa dicotomía de querer defender y
garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por
una mentalidad de miedo y desconfianza, que termina por envenenar las
relaciones entre pueblos e impedir todo posible diálogo. La paz y la
estabilidad internacional son incompatibles con todo intento de fundarse sobre
el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación total;
sólo es posible desde una ética global de solidaridad y cooperación al
servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad
entre toda la familia humana de hoy y de mañana»
Cualquier situación de amenaza alimenta la desconfianza y
el repliegue en la propia condición. La desconfianza y el miedo aumentan la
fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia, en un círculo vicioso
que nunca puede conducir a una relación de paz. En este sentido, incluso la disuasión nuclear no puede crear más
que una seguridad ilusoria.
Por lo tanto, no podemos pretender que se mantenga la
estabilidad en el mundo a través del miedo a la aniquilación, en un
equilibrio altamente inestable, suspendido al borde del abismo nuclear y
encerrado dentro de los muros de la indiferencia, en el que se toman decisiones
socioeconómicas, que abren el camino a los dramas del descarte del hombre y de
la creación, en lugar de protegerse los unos a los otros. Entonces, ¿cómo
construir un camino de paz y reconocimiento mutuo? ¿Cómo romper la lógica
morbosa de la amenaza y el miedo? ¿Cómo acabar con la dinámica de
desconfianza que prevalece actualmente?
Debemos buscar una
verdadera fraternidad, que esté basada sobre nuestro origen común en Dios y
ejercida en el diálogo y la confianza recíproca. El deseo de paz está
profundamente inscrito en el corazón del hombre y no debemos resignarnos a
nada menos que esto.
2. La paz, camino de escucha basado en la memoria, en la solidaridad y en
la fraternidad
Los Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos
atómicos de Hiroshima y Nagasaki, se encuentran entre quienes mantienen hoy
viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones
venideras el horror de lo que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento
indescriptible que continúa hasta nuestros días. Su testimonio despierta y
preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia
humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y
destrucción: «No podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones
pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo
para construir un futuro más justo y más fraterno».
Como ellos, muchos ofrecen en todo el mundo a las
generaciones futuras el servicio esencial de la memoria, que debe mantenerse no
sólo para evitar cometer nuevamente los mismos errores o para que no se
vuelvan a proponer los esquemas ilusorios del pasado, sino también para que
esta, fruto de la experiencia, constituya la raíz y sugiera el camino para las
decisiones de paz presentes y futuras.
La memoria es, aún más, el horizonte de la esperanza:
muchas veces, en la oscuridad de guerras y conflictos, el recuerdo de un
pequeño gesto de solidaridad recibido puede inspirar también opciones
valientes e incluso heroicas, puede poner en marcha nuevas energías y reavivar
una nueva esperanza tanto en los individuos como en las comunidades.
Abrir y trazar un
camino de paz es un desafío muy complejo, en cuanto los intereses que
están en juego en las relaciones entre personas, comunidades y naciones son
múltiples y contradictorios. En primer lugar, es necesario apelar a la
conciencia moral y a la voluntad personal y política. La paz, en efecto, brota de las profundidades del corazón humano y
la voluntad política siempre necesita revitalización, para abrir nuevos
procesos que reconcilien y unan a las personas y las comunidades.
El mundo no necesita
palabras vacías, sino testigos convencidos, artesanos de la paz abiertos
al diálogo sin exclusión ni manipulación. De hecho, no se puede realmente
alcanzar la paz a menos que haya un diálogo convencido de hombres y mujeres
que busquen la verdad más allá de las ideologías y de las opiniones
diferentes. La paz «debe edificarse
continuamente», un camino que hacemos juntos buscando siempre el bien
común y comprometiéndonos a cumplir nuestra palabra y respetar las leyes. El
conocimiento y la estima por los demás también pueden crecer en la escucha
mutua, hasta el punto de reconocer en el enemigo el rostro de un hermano.
Por tanto, el proceso de paz es un compromiso constante en
el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia, que honra
la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza común,
más fuerte que la venganza. En un
Estado de derecho, la democracia puede ser un paradigma significativo de este
proceso, si se basa en la justicia y en el compromiso de salvaguardar los
derechos de cada uno, especialmente si es débil o marginado, en la búsqueda
continua de la verdad. Es una construcción social y una tarea en progreso, en
la que cada uno contribuye responsablemente a todos los niveles de la comunidad
local, nacional y mundial.
Como resaltaba san Pablo VI: «La doble aspiración hacia la
igualdad y la participación trata de promover un tipo de sociedad
democrática. [...] Esto indica la importancia de la educación para la vida en
sociedad, donde, además de la información sobre los derechos de cada uno, sea
recordado su necesario correlativo: el reconocimiento de los deberes de cada
uno de cara a los demás; el sentido y la práctica del deber están mutuamente
condicionados por el dominio de sí, la aceptación de las responsabilidades y
de los límites puestos al ejercicio de la libertad de la persona individual o
del grupo».
Por el contrario, la brecha entre los miembros de una
sociedad, el aumento de las desigualdades sociales y la negativa a utilizar las
herramientas para el desarrollo humano integral ponen en peligro la búsqueda
del bien común. En cambio, el trabajo
paciente basado en el poder de la palabra y la verdad puede despertar en las
personas la capacidad de compasión y solidaridad creativa.
En nuestra experiencia cristiana, recordamos constantemente
a Cristo, quien dio su vida por nuestra reconciliación (cf. Romanos 5,6-11).
La Iglesia participa plenamente en la búsqueda de un orden justo, y continúa
sirviendo al bien común y alimentando la esperanza de paz a través de la
transmisión de los valores cristianos, la enseñanza moral y las obras
sociales y educativas.
3. La paz, camino de
reconciliación en la comunión fraterna
La Biblia, de una manera particular a través de la palabra
de los profetas, llama a las conciencias y a los pueblos a la alianza de Dios
con la humanidad. Se trata de abandonar
el deseo de dominar a los demás y aprender a verse como personas, como hijos
de Dios, como hermanos. Nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo
decir o hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que lleva dentro de
él. Sólo eligiendo el camino del respeto será posible romper la espiral de
venganza y emprender el camino de la esperanza.
Nos guía el pasaje del Evangelio que muestra el siguiente diálogo
entre Pedro y Jesús: «“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo
que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta: “No te digo hasta
siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mateo 18,21-22). Este camino de
reconciliación nos llama a encontrar en lo más profundo de nuestros corazones
la fuerza del perdón y la capacidad de reconocernos como hermanos y hermanas.
Aprender a vivir en el perdón aumenta nuestra capacidad de convertirnos en
mujeres y hombres de paz.
Lo que afirmamos de la paz en el ámbito social vale
también en lo político y económico, puesto que la cuestión de la paz impregna todas las dimensiones de la vida
comunitaria: nunca habrá una paz verdadera a menos que seamos capaces de construir un sistema económico más justo.
Como escribió el Papa emérito hace diez años, Benedicto XVI en la Carta
encíclica Caritas in veritate: «La victoria sobre el subdesarrollo requiere
actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o
en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público,
sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de
actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y
comunión» (n. 39).
4. La paz, camino de
conversión ecológica
«Si una mala comprensión de nuestros propios principios a
veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza o el dominio
despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la
violencia, los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido
infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar».
Ante las consecuencias de nuestra hostilidad hacia los
demás, la falta de respeto por la casa
común y la explotación abusiva de los recursos naturales —vistos como
herramientas útiles únicamente para el beneficio inmediato, sin respeto por
las comunidades locales, por el bien común y por la naturaleza—, necesitamos
una conversión ecológica.
El reciente Sínodo sobre la Amazonia nos lleva a renovar la
llamada a una relación pacífica entre las comunidades y la tierra, entre el
presente y la memoria, entre las experiencias y las esperanzas. Este camino de
reconciliación es también escucha y contemplación del mundo que Dios nos dio
para convertirlo en nuestra casa común. De hecho, los recursos naturales, las
numerosas formas de vida y la tierra misma se nos confían para ser “cultivadas
y preservadas” (cf. Génesis 2,15) también para las generaciones futuras, con
la participación responsable y activa de cada uno. Además, necesitamos un
cambio en las convicciones y en la mirada, que nos abra más al encuentro con
el otro y a la acogida del don de la creación, que refleja la belleza y la
sabiduría de su Hacedor.
De aquí surgen, en particular, motivaciones profundas y una
nueva forma de vivir en la casa común, de encontrarse unos con otros desde la
propia diversidad, de celebrar y
respetar la vida recibida y compartida, de preocuparse por las condiciones
y modelos de sociedad que favorecen el florecimiento y la permanencia de la
vida en el futuro, de incrementar el bien común de toda la familia humana.
Por lo tanto, la conversión ecológica a la que apelamos
nos lleva a tener una nueva mirada sobre la vida, considerando la generosidad
del Creador que nos dio la tierra y que nos recuerda la alegre sobriedad de
compartir. Esta conversión debe entenderse de manera integral, como una transformación de las relaciones que
tenemos con nuestros hermanos y hermanas, con los otros seres vivos, con la
creación en su variedad tan rica, con el Creador que es el origen de toda
vida. Para el cristiano, esta pide «dejar brotar todas las consecuencias de su
encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea».
5. Se alcanza tanto cuanto
se espera
El camino de la reconciliación requiere paciencia y
confianza. La paz no se logra si no se
la espera. En primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de la paz,
de creer que el otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos
inspirarnos en el amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador,
ilimitado, gratuito e incansable.
El miedo es a menudo una fuente de conflicto. Por lo tanto,
es importante ir más allá de nuestros temores humanos, reconociéndonos hijos
necesitados, ante Aquel que nos ama y nos espera, como el Padre del hijo
pródigo (cf. Lucas 15,11-24). La cultura del encuentro entre hermanos y
hermanas rompe con la cultura de la amenaza. Hace que cada encuentro sea una
posibilidad y un don del generoso amor de Dios. Nos guía a ir más allá de
los límites de nuestros estrechos horizontes, a aspirar siempre a vivir la
fraternidad universal, como hijos del único Padre celestial.
Para los discípulos de Cristo, este camino está sostenido
también por el sacramento de la Reconciliación, que el Señor nos dejó para
la remisión de los pecados de los bautizados. Este sacramento de la Iglesia,
que renueva a las personas y a las comunidades, nos llama a mantener la mirada en Jesús, que ha
reconciliado «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la
paz por la sangre de su cruz» (Colosenses 1,20); y nos pide que depongamos
cualquier violencia en nuestros pensamientos, palabras y acciones, tanto hacia
nuestro prójimo como hacia la creación.
La gracia de Dios Padre se da como amor sin condiciones.
Habiendo recibido su perdón, en Cristo, podemos ponernos en camino para
ofrecerlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Día tras día, el Espíritu
Santo nos sugiere actitudes y palabras para que nos convirtamos en artesanos de
la justicia y la paz. Que el Dios de la paz nos bendiga y venga en nuestra
ayuda. Que Marina, Madre del Príncipe de la paz y Madre de todos los pueblos de
la tierra, nos acompañe y nos sostenga en el camino de la reconciliación, paso
a paso.
Y que cada persona que venga a este mundo pueda conocer una
existencia de paz y desarrollar plenamente la promesa de amor y vida que lleva
consigo. Vaticano, 8 de diciembre de 2019 FRANCISCO