24 de enero 2020. “Necesitamos narrar historias, con
ternura.” Mensaje del Papa Francisco para la 54 jornada mundial de las
comunicaciones sociales.
Para que puedas contar y grabar en la memoria (cf. Éxodo
10,2)
La vida se hace historia
Quiero dedicar el
Mensaje de este año al tema de la narración, porque creo que para no
perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que
construyan, no que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y
la fuerza para avanzar juntos. En medio de la confusión de las voces y de los
mensajes que nos rodean, necesitamos una narración humana, que nos hable de
nosotros y de la belleza que poseemos. Una narración que sepa mirar al mundo y
a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido
vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos
con otros.
Tejer historias
El hombre es un ser narrador. Desde la infancia tenemos
hambre de historias como tenemos hambre de alimentos. Ya sean en forma de
cuentos, de novelas, de películas, de canciones, de noticias…, las historias
influyen en nuestra vida, aunque no seamos conscientes de ello. A menudo
decidimos lo que está bien o mal hacer basándonos en los personajes y en las
historias que hemos asimilado. Los
relatos nos enseñan; plasman nuestras convicciones y nuestros comportamientos;
nos pueden ayudar a entender y a decir quiénes somos.
El hombre no es solamente el único ser que necesita vestirse
para cubrir su vulnerabilidad (cf. Génesis 3,21), sino que también es el único
ser que necesita “revestirse” de historias para custodiar su propia vida. No
tejemos sólo ropas, sino también relatos: de hecho, la capacidad humana de
“tejer” implica tanto a los tejidos como a los textos. Las historias de cada
época tienen un “telar” común: la estructura prevé “héroes”, también actuales,
que para llevar a cabo un sueño se enfrentan a situaciones difíciles, luchan
contra el mal empujados por una fuerza que les da valentía, la del amor.
Sumergiéndonos en las historias, podemos encontrar motivaciones heroicas para enfrentar
los retos de la vida.
El hombre es un ser
narrador porque es un ser en realización, que se descubre y se enriquece en
las tramas de sus días. Pero, desde el principio, nuestro relato se ve
amenazado: en la historia serpentea el mal.
No todas las historias son buenas
«El día en que comáis de él, […] seréis como Dios» (cf.
Génesis 3,5). La tentación de la
serpiente introduce en la trama de la historia un nudo difícil de deshacer. “Si
posees, te convertirás, alcanzarás…”, susurra todavía hoy quien se sirve del
llamado storytelling con fines instrumentales. Cuántas historias nos
narcotizan, convenciéndonos de que necesitamos continuamente tener, poseer,
consumir para ser felices. Casi no nos damos cuenta de cómo nos volvemos ávidos
de chismes y de habladurías, de cuánta violencia y falsedad consumimos. A
menudo, en los telares de la comunicación, en lugar de relatos constructivos,
que son un aglutinante de los lazos sociales y del tejido cultural, se fabrican
historias destructivas y provocadoras, que desgastan y rompen los hilos
frágiles de la convivencia. Recopilando información no contrastada, repitiendo discursos triviales y falsamente
persuasivos, hostigando con proclamas de odio, no se teje la historia humana,
sino que se despoja al hombre de la dignidad.
Pero mientras que las historias utilizadas con fines
instrumentales y de poder tienen una vida breve, una buena historia es capaz de
trascender los límites del espacio y del tiempo. A distancia de siglos sigue
siendo actual, porque alimenta la vida. En una época en la que la falsificación
es cada vez más sofisticada y alcanza niveles exponenciales (el deepfake),
necesitamos sabiduría para recibir y crear relatos bellos, verdaderos y buenos.
Necesitamos valor para rechazar los que son falsos y malvados. Necesitamos paciencia y discernimiento para
redescubrir historias que nos ayuden a no perder el hilo entre las muchas
laceraciones de hoy; historias que saquen a la luz la verdad de lo que
somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana.
La Historia de las historias
La Sagrada Escritura es una Historia de historias. ¡Cuántas
vivencias, pueblos, personas nos presenta! Nos muestra desde el principio a un
Dios que es creador y narrador al mismo tiempo. En efecto, pronuncia su Palabra
y las cosas existen (cf. Génesis 1). A través de su narración Dios llama a las
cosas a la vida y, como colofón, crea al hombre y a la mujer como sus
interlocutores libres, generadores de historia junto a Él. En un salmo, la
criatura le dice al Creador: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el
seno materno. Te doy gracias porque son admirables tus obras […], no
desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo
en lo profundo de la tierra» (139,13-15). No
nacemos realizados, sino que necesitamos constantemente ser “tejidos” y
“bordados”. La vida nos fue dada para invitarnos a seguir tejiendo esa
“obra admirable” que somos.
En este sentido, la
Biblia es la gran historia de amor entre Dios y la humanidad. En el centro
está Jesús: su historia lleva al cumplimiento el amor de Dios por el hombre y,
al mismo tiempo, la historia de amor del hombre por Dios. El hombre será
llamado así, de generación en generación, a contar y a grabar en su memoria los
episodios más significativos de esta Historia de historias, los que puedan
comunicar el sentido de lo sucedido.
El título de este Mensaje está tomado del libro del Éxodo,
relato bíblico fundamental, en el que Dios interviene en la historia de su
pueblo. De hecho, cuando los hijos de Israel estaban esclavizados clamaron a
Dios, Él los escuchó y rememoró: «Dios se acordó de su alianza con Abrahán,
Isaac y Jacob. Dios se fijó en los hijos de Israel y se les apareció» (Éxodo 2,
24-25). De la memoria de Dios brota la liberación de la opresión, que tiene
lugar a través de signos y prodigios. Es entonces cuando el Señor revela a
Moisés el sentido de todos estos signos: «Para que puedas contar [y grabar en
la memoria] de tus hijos y nietos […] los signos que realicé en medio de ellos.
Así sabréis que yo soy el Señor» (Éxodo 10,2). La experiencia del Éxodo nos
enseña que el conocimiento de Dios se transmite sobre todo contando, de
generación en generación, cómo Él sigue haciéndose presente. El Dios de la vida se comunica contando la
vida.
El mismo Jesús hablaba de Dios no con discursos abstractos,
sino con parábolas, narraciones breves, tomadas de la vida cotidiana. Aquí la
vida se hace historia y luego, para el que la escucha, la historia se hace
vida: esa narración entra en la vida de quien la escucha y la transforma.
No es casualidad que también los Evangelios sean relatos.
Mientras nos informan sobre Jesús, nos “performan” a Jesús, nos conforman a Él:
el Evangelio pide al lector que participe en la misma fe para compartir la
misma vida. El Evangelio de Juan nos dice que el Narrador por excelencia —el
Verbo, la Palabra— se hizo narración: «El Hijo único, que está en el seno del Padre,
Él lo ha contado» (cf. Juan 1,18). He usado el término “contado” porque el
original exeghésato puede traducirse sea como “revelado” que como “contado”.
Dios se ha entretejido personalmente en nuestra humanidad, dándonos así una
nueva forma de tejer nuestras historias
Una historia que se renueva
La historia de Cristo
no es patrimonio del pasado, es nuestra historia, siempre actual. Nos
muestra que a Dios le importa tanto el hombre, nuestra carne, nuestra historia,
hasta el punto de hacerse hombre, carne e historia. También nos dice que no hay
historias humanas insignificantes o pequeñas. Después de que Dios se hizo
historia, toda historia humana es, de alguna manera, historia divina. En la
historia de cada hombre, el Padre vuelve a ver la historia de su Hijo que bajó
a la tierra. Toda historia humana tiene
una dignidad que no puede suprimirse. Por lo tanto, la humanidad se merece
relatos que estén a su altura, a esa altura vertiginosa y fascinante a la que
Jesús la elevó.
Escribía san Pablo: «Sois carta de Cristo […] escrita no con
tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las
tablas de corazones de carne» (2 Corintios 3,3). El Espíritu Santo, el amor de
Dios, escribe en nosotros. Y, al escribir dentro, graba en nosotros el bien,
nos lo recuerda. Recordar significa efectivamente llevar al corazón, “escribir”
en el corazón. Por obra del Espíritu Santo cada historia, incluso la más
olvidada, incluso la que parece estar escrita con los renglones más torcidos,
puede volverse inspirada, puede renacer como una obra maestra, convirtiéndose
en un apéndice del Evangelio. Como las Confesiones de Agustín. Como El Relato
del Peregrino de Ignacio. Como la Historia de un alma de Teresita del Niño
Jesús. Como Los Novios, como Los Hermanos Karamazov. Como tantas innumerables
historias que han escenificado admirablemente el encuentro entre la libertad de
Dios y la del hombre. Cada uno de nosotros conoce diferentes historias que
huelen a Evangelio, que han dado testimonio del Amor que transforma la vida.
Estas historias requieren que se las comparta, se las cuente y se las haga
vivir en todas las épocas, con todos los lenguajes y por todos los medios.
Una historia que nos renueva
En todo gran relato entra en juego el nuestro. Mientras
leemos la Escritura, las historias de los santos, y también esos textos que han
sabido leer el alma del hombre y sacar a la luz su belleza, el Espíritu Santo
es libre de escribir en nuestro corazón, renovando en nosotros la memoria de lo
que somos a los ojos de Dios. Cuando rememoramos el amor que nos creó y nos
salvó, cuando ponemos amor en nuestras historias diarias, cuando tejemos de
misericordia las tramas de nuestros días, entonces pasamos página. Ya no
estamos anudados a los recuerdos y a las tristezas, enlazados a una memoria
enferma que nos aprisiona el corazón, sino que abriéndonos a los demás, nos
abrimos a la visión misma del Narrador. Contarle
a Dios nuestra historia nunca es inútil; aunque la crónica de los
acontecimientos permanezca inalterada, cambian el sentido y la perspectiva.
Contarse al Señor es entrar en su mirada de amor compasivo hacia nosotros y
hacia los demás. A Él podemos narrarle las historias que vivimos, llevarle a
las personas, confiarle las situaciones. Con Él podemos anudar el tejido de la
vida, remendando los rotos y los jirones. ¡Cuánto lo necesitamos todos!
Con la mirada del Narrador —el único que tiene el punto de
vista final— nos acercamos luego a los protagonistas, a nuestros hermanos y
hermanas, actores a nuestro lado de la historia de hoy. Sí, porque nadie es un
extra en el escenario del mundo y la historia de cada uno está abierta a la
posibilidad de cambiar. Incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar
espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del
bien y hacerle sitio.
No se trata, pues, de seguir la lógica del storytelling, ni
de hacer o hacerse publicidad, sino de rememorar lo que somos a los ojos de
Dios, de dar testimonio de lo que el Espíritu escribe en los corazones, de
revelar a cada uno que su historia contiene obras maravillosas. Para ello, nos
encomendamos a una mujer que tejió la humanidad de Dios en su seno y —dice el
Evangelio— entretejió todo lo que le sucedía. La Virgen María lo guardaba todo, meditándolo en su corazón (cf.
Lucas 2,19). Pidamos ayuda a aquella que supo deshacer los nudos de la vida con
la fuerza suave del amor:
Oh María, mujer y madre, tú tejiste en tu seno la Palabra
divina, tú narraste con tu vida las obras magníficas de Dios. Escucha nuestras
historias, guárdalas en tu corazón y haz tuyas esas historias que nadie quiere
escuchar. Enséñanos a reconocer el hilo bueno que guía la historia. Mira el cúmulo
de nudos en que se ha enredado nuestra vida, paralizando nuestra memoria. Tus
manos delicadas pueden deshacer cualquier nudo. Mujer del Espíritu, madre de la
confianza, inspíranos también a nosotros. Ayúdanos
a construir historias de paz, historias de futuro. Y muéstranos el camino para
recorrerlas juntos. Vaticano, 24 de enero de 2020, fiesta de san Francisco
de Sales. FRANCISCUS