20 de agosto 2020. “Opción preferencial por los pobres y la
virtud de la caridad.” La Pandemia es una crisis, y de una crisis no se sale
igual. Catequesis del santo Padre, Francisco. Biblioteca del palacio
apostólico. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!. La pandemia ha dejado al
descubierto la difícil situación de los pobres y la gran desigualdad que reina
en el mundo. Y el virus, si bien no hace excepciones entre las personas, ha
encontrado, en su camino devastador, grandes desigualdades y discriminación. ¡Y
las ha incrementado!
Por tanto, la respuesta a la pandemia es doble. Por un lado,
es indispensable encontrar la cura para
un virus pequeño pero terrible, que pone de rodillas a todo el mundo. Por
el otro, tenemos que curar un gran
virus, el de la injusticia social, de la desigualdad de oportunidades, de
la marginación y de la falta de protección de los más débiles. En esta doble
respuesta de sanación hay una elección que, según el Evangelio, no puede
faltar: es la opción preferencial por
los pobres (cfr. Exhortación. Apostólica. Evangelii Gaudium, 195).
Y esta
no es una opción política; ni tampoco una opción ideológica, una opción de
partidos. La opción preferencial por los pobres está en el centro del
Evangelio. Y el primero en hacerlo ha sido Jesús; lo hemos escuchado en el
pasaje de la Carta a los Corintios que se ha leído al inicio. Él, siendo rico,
se ha hecho pobre para enriquecernos a nosotros. Se ha hecho uno de nosotros y
por esto, en el centro del Evangelio, en el centro del anuncio de Jesús está
esta opción.
Cristo mismo, que es
Dios, se ha despojado a sí mismo, haciéndose igual a los hombres; y no ha
elegido una vida de privilegio, sino que ha elegido la condición de siervo
(cfr. Filipenses 2, 6-7). Se aniquiló a
sí mismo convirtiéndose en siervo. Nació en una familia humilde y trabajó como
artesano. Al principio de su predicación, anunció que en el Reino de Dios los
pobres son bienaventurados (cfr. Mateo 5, 3; Lucas 6, 20; Evangelii Gaudium,
197). Estaba en medio de los enfermos, los pobres y los excluidos, mostrándoles
el amor misericordioso de Dios (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2444). Y
muchas veces ha sido juzgado como un hombre impuro porque iba donde los
enfermos, los leprosos, que según la ley de la época eran impuros. Y Él ha
corrido el riesgo por estar cerca de los pobres.
Por esto, los
seguidores de Jesús se reconocen por su cercanía a los pobres, a los pequeños,
a los enfermos y a los presos, a los excluidos, a los olvidados, a quien
está privado de alimento y ropa (cfr. Mateo 25, 31-36; Catecismo Iglesia
Católica, 2443). Podemos leer ese famoso parámetro sobre el cual seremos
juzgados todos, seremos juzgados todos. Es Mateo, capítulo 25. Este es un
criterio-clave de autenticidad cristiana (cfr. Gal 2,10; EG, 195). Algunos
piensan, erróneamente, que este amor preferencial por los pobres sea una tarea
para pocos, pero en realidad es la misión de toda la Iglesia, decía San Juan
Pablo II (cfr. S. Juan Pablo II, Encíclica. Sollicitudo rei socialis, 42). «Cada cristiano y cada comunidad están
llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los
pobres» (EG, 187).
La fe, la esperanza y
el amor necesariamente nos empujan hacia esta preferencia por los más
necesitados, que va más allá de la
pura necesaria asistencia (cfr. EG, 198). Implica de hecho el caminar juntos,
el dejarse evangelizar por ellos, que conocen bien al Cristo sufriente, el
dejarse “contagiar” por su experiencia de la salvación, de su sabiduría y de su
creatividad (cfr. ibid.). Compartir con
los pobres significa enriquecerse mutuamente. Y, si hay estructuras
sociales enfermas que les impiden soñar por el futuro, tenemos que trabajar
juntos para sanarlas, para cambiarlas (cfr. ibid., 195). Y a esto conduce el
amor de Cristo, que nos ha amado hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1) y llega hasta
los confines, a los márgenes, a las fronteras existenciales. Llevar las periferias al centro significa
centrar nuestra vida en Cristo, que «se
ha hecho pobre» por nosotros, para enriquecernos «por medio de su pobreza»
(2 Corintios 8, 9).[2]
Todos estamos preocupados por las consecuencias sociales de
la pandemia. Todos. Muchos quieren volver a la normalidad y retomar las
actividades económicas. Cierto, pero esta “normalidad” no debería comprender
las injusticias sociales y la degradación del ambiente. La pandemia es una crisis y de una crisis no se sale iguales: o salimos
mejores o salimos peores. Nosotros debemos salir mejores, para mejorar las
injusticias sociales y la degradación ambiental. Hoy tenemos una ocasión para
construir algo diferente. Por ejemplo, podemos hacer crecer una economía de
desarrollo integral de los pobres y no de asistencialismo. Con esto no quiero
condenar la asistencia, las obras de asistencia son importantes. Pensemos en el
voluntariado, que es una de las estructuras más bellas que tiene la Iglesia
italiana. Pero tenemos que ir más allá y resolver los problemas que nos
impulsan a hacer asistencia. Una economía que no recurra a remedios que en
realidad envenenan la sociedad, como los rendimientos disociados de la creación
de puestos de trabajo dignos (cfr. EG, 204). Este tipo de beneficios está
disociado por la economía real, la que debería dar beneficio a la gente común
(cfr. Encíclica. Laudato si’, 109), y además resulta a veces indiferente a los
daños infligidos a la casa común.
La opción
preferencial por los pobres, esta exigencia ético-social que proviene del amor
de Dios (cfr. LS, 158), nos da el impulso a pensar y a diseñar una economía
donde las personas, y sobre todo los más pobres, estén en el centro. Y nos
anima también a proyectar la cura del virus privilegiando a aquellos que más lo
necesitan. ¡Sería triste si en la vacuna para el Covid-19 se diera la prioridad
a los ricos! Sería triste si esta vacuna
se convirtiera en propiedad de esta o aquella nación y no sea universal y para
todos. Y qué escándalo sería si toda la asistencia económica que estamos viendo
—la mayor parte con dinero público— se concentrase en rescatar industrias que
no contribuyen a la inclusión de los excluidos, a la promoción de los últimos,
al bien común o al cuidado de la creación (ibid.). Hay criterios para elegir
cuáles serán las industrias para ayudar: las que contribuyen a la inclusión de
los excluidos, a la promoción de los últimos, al bien común y al cuidado de la
creación. Cuatro criterios.
Si el virus tuviera
nuevamente que intensificarse en un mundo injusto para los pobres y los más
vulnerables, tenemos que cambiar este mundo. Con el ejemplo de Jesús, el
médico del amor divino integral, es decir de la sanación física, social y
espiritual (cfr. Juan 5, 6-9) —como era la sanación que hacía Jesús—, tenemos
que actuar ahora, para sanar las epidemias provocadas por pequeños virus
invisibles, y para sanar esas provocadas por las grandes y visibles injusticias
sociales. Propongo que esto se haga a
partir del amor de Dios, poniendo las periferias en el centro y a los últimos
en primer lugar. No olvidar ese parámetro sobre el cual seremos juzgados,
Mateo, capítulo 25. Pongámoslo en práctica en este repunte de la epidemia. Y
a partir de este amor concreto, anclado
en la esperanza y fundado en la fe, un mundo más sano será posible. De lo
contrario, saldremos peor de esta crisis. Que el Señor nos ayude, nos dé la
fuerza para salir mejores, respondiendo a la necesidad del mundo de hoy. Fuente:
Vatican. Va.