1 de abril 2021. “Jesucristo no dialoga con el mal, responde con la Escritura.” Homilía del santo Padre, Francisco, santa Misa Crismal, Basílica de san Pedro. El Evangelio nos presenta un cambio de sentimientos en las personas que escuchan al Señor. El cambio es dramático y nos muestra cuánto la persecución y la Cruz están ligadas al anuncio del Evangelio. La admiración que suscitan las palabras de gracia que salían de la boca de Jesús duró poco en el ánimo de la gente de Nazaret. Una frase que alguien murmuró en voz baja: «pero ¿quién es este? ¿El hijo de José?» (Lucas 4,22). Esa frase se “viralizó” insidiosamente. Y todos: «pero ¿quién es este? ¿No es el hijo de José?
Se trata de una de esas frases ambiguas que se sueltan al
pasar. Uno la puede usar para expresar con alegría: “Qué maravilla que alguien
de origen tan humilde hable con esta autoridad”. Y otro la puede usar para
decir con desprecio: “Y éste, ¿de dónde salió? ¿Quién se cree que es?”. Si nos
fijamos bien, la frase se repite cuando los apóstoles, el día de Pentecostés,
llenos del Espíritu Santo comienzan a predicar el Evangelio. Alguien dijo: « ¿Acaso
no son Galileos todos estos que están hablando?» (Hechos 2,7). Y mientras
algunos recibieron la Palabra, otros los dieron por borrachos.
Formalmente parecería que se dejaba abierta una opción, pero
si nos guiamos por los frutos, en ese contexto concreto, estas palabras
contenían un germen de violencia que se desencadenó contra Jesús. Se trata de
una “frase motiva”, como cuando uno dice: “¡Esto ya es demasiado!” y agrede al
otro o se va.
El Señor, que a veces hacía silencio o se iba a la otra
orilla, esta vez no dejó pasar el comentario, sino que desenmascaró la lógica
maligna que se escondía debajo del disfraz de un simple chisme pueblerino.
«Ustedes me dirán este refrán: “¡Médico, sánate a ti mismo!”. Tienes que hacer
aquí en tu propia tierra las mismas cosas que oímos que hiciste en Cafarnaún»
(Lucas 4,23). “Sánate a ti mismo…”.
“Que se salve a sí mismo”. ¡Ahí está el veneno! Es la misma
frase que seguirá al Señor hasta la Cruz: «¡Salvó a otros! ¡Que se salve a sí
mismo!» (cf. Lucas 23,35); “y que nos salve a nosotros”, agregará uno de los
dos ladrones (cf. v. 39).
El Señor, como
siempre, no dialoga con el mal espíritu, sólo responde con la Escritura.
Tampoco los profetas Elías y Eliseo fueron aceptados por sus compatriotas y sí
por una viuda fenicia y un sirio enfermo de lepra: dos extranjeros, dos
personas de otra religión. Los hechos son contundentes y provocan el efecto que
había profetizado Simeón, aquel anciano carismático: que Jesús sería «signo de
contradicción» (semeion antilegomenon) (Lucas 2,34).
La palabra de Jesús
tiene el poder de sacar a la luz lo que cada uno tiene en su corazón, que
suele estar mezclado, como el trigo y la cizaña. Y esto provoca lucha
espiritual. Al ver los gestos de misericordia desbordante del Señor y al
escuchar sus bienaventuranzas y los “¡ay de ustedes!” del Evangelio, uno se ve
obligado a discernir y a optar. En este caso su palabra no fue aceptada y esto
hizo que la multitud, enardecida, intentara acabar con su vida. Pero no era “la
hora” y el Señor, nos dice el Evangelio, «pasando en medio de ellos, se puso en
camino» (Lucas 4,30).
No era la hora, pero la rapidez con que se desencadenó la
furia y la ferocidad del encarnizamiento, capaz de asesinar al Señor en ese
mismo momento, nos muestra que siempre es la hora. Y esto es lo que quiero
compartir hoy con ustedes, queridos sacerdotes: que la hora del anuncio gozoso
y la hora de la persecución y de la Cruz van juntas.
El anuncio del
Evangelio siempre está ligado al abrazo de alguna Cruz concreta. La luz
mansa de la Palabra genera claridad en los corazones bien dispuestos y
confusión y rechazo en los que no lo están. Esto lo vemos constantemente en el
Evangelio.
La semilla buena sembrada en el campo da fruto —el ciento,
el sesenta, el treinta por uno—, pero también despierta la envidia del enemigo
que compulsivamente se pone a sembrar cizaña durante la noche (cf. Mateo
13,24-30.36-43).
La ternura del padre misericordioso atrae irresistiblemente
al hijo pródigo para que regrese a casa, pero también suscita la indignación y
el resentimiento del hijo mayor (cf. Lucas 15,11-32).
La generosidad del dueño de la viña es motivo de
agradecimiento en los obreros de la última hora, pero también es motivo de
comentarios agrios en los primeros, que se sienten ofendidos porque su patrón
es bueno (cf. Mateo 20,1-16).
La cercanía de Jesús que va a comer con los pecadores gana
corazones como el de Zaqueo, el de Mateo, el de la Samaritana…, pero también
despierta sentimientos de desprecio en los que se creen justos.
La magnanimidad del rey que envía a su hijo pensando que
será respetado por los viñadores, desata sin embargo en ellos una ferocidad
fuera de toda medida: estamos ante al misterio de la iniquidad, que lleva a
matar al Justo(cf. Mateo 21,33-46).
Todo esto, queridos hermanos sacerdotes, nos hacer ver que el anuncio de la Buena Noticia está ligado
misteriosamente a la persecución y a la Cruz.
San Ignacio de Loyola, en la contemplación del Nacimiento
—discúlpenme esta publicidad de familia—, en esa contemplación del Nacimiento
expresa esta verdad evangélica cuando nos hace mirar y considerar lo que hacen
san José y nuestra Señora: «como es el caminar y trabajar, para que el Señor
sea nacido en suma pobreza, y al cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de
calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por
mí. Después —agrega Ignacio—, reflexionando, sacar algún provecho espiritual»
(Ejercicios Espirituales, 116). El gozo del nacimiento del Señor, el dolor de
la Cruz y la persecución.
¿Qué reflexión podemos hacer para sacar provecho para
nuestra vida sacerdotal al contemplar esta temprana presencia de la Cruz —de la
incomprensión, del rechazo, de la persecución— en el inicio y en el centro
mismo de la predicación evangélica?
Se me ocurren dos reflexiones.
La primera: nos causa estupor comprobar que la Cruz está presente en la vida del Señor al inicio de su ministerio e incluso desde antes de su nacimiento. Está presente ya en la primera turbación de María ante el anuncio del Ángel; está presente en el insomnio de José, al sentirse obligado a abandonar a su prometida esposa; está presente en la persecución de Herodes y en las penurias que padece la Sagrada Familia, iguales a las de tantas familias que deben exiliarse de su patria.
Esta realidad nos abre al misterio de la Cruz vivida desde
antes. Nos lleva a comprender que la
Cruz no es un suceso a posteriori, un suceso ocasional, producto de una
coyuntura en la vida del Señor. Es verdad que todos los crucificadores de la
historia hacen aparecer la Cruz como si fuera un daño colateral, pero no es
así: la Cruz no depende de las circunstancias. Las grandes y pequeñas cruces de
la humanidad —por decirlo de algún modo— nuestras cruces, no dependen de las
circunstancias.
¿Por qué el Señor abrazó la Cruz en toda su integridad? ¿Por
qué Jesús abrazó la pasión entera, abrazó la traición y el abandono de sus
amigos ya desde la última cena, aceptó la detención ilegal, el juicio sumario,
la sentencia desmedida, la maldad innecesaria de las bofetadas y los
escupitajos gratuitos…? Si lo circunstancial afectara el poder salvador de la
Cruz, el Señor no habría abrazado todo. Pero cuando fue su hora, Él abrazó la
Cruz entera. ¡Porque en la Cruz no hay
ambigüedad! La Cruz no se negocia.
La segunda reflexión
es la siguiente. Es verdad que hay algo de la Cruz que es parte integral de
nuestra condición humana, del límite y de la fragilidad. Pero también es
verdad que hay algo, que sucede en la Cruz, que no es inherente a nuestra
fragilidad, sino que es la mordedura de la serpiente, la cual, al ver al
crucificado inerme, lo muerde, y pretende envenenar y desmentir toda su obra.
Mordedura que busca escandalizar, esta es una época de escándalos, mordedura
que busca inmovilizar y volver estéril e insignificante todo servicio y
sacrificio de amor por los demás. Es el veneno del maligno que sigue
insistiendo: sálvate a ti mismo.
Y en esta mordedura, cruel y dolorosa, que pretende ser
mortal, aparece finalmente el triunfo de Dios. San Máximo el Confesor nos hizo
ver que con Jesús crucificado las cosas se invirtieron: al morder la Carne del
Señor, el demonio no lo envenenó —sólo encontró en Él mansedumbre infinita y
obediencia a la voluntad del Padre— sino que, por el contrario, junto con el
anzuelo de la Cruz se tragó la Carne del Señor, que fue veneno para él y pasó a
ser para nosotros el antídoto que neutraliza el poder del Maligno.
Estas son las reflexiones. Pidamos al Señor la gracia de
sacar provecho de esta enseñanza: hay cruz en el anuncio del Evangelio, es
verdad, pero es una Cruz que salva. Pacificada con la Sangre de Jesús, es una
Cruz con la fuerza de la victoria de Cristo que vence el mal, que nos libra del
Maligno. Abrazarla con Jesús y como Él, “desde antes” de salir a predicar, nos
permite discernir y rechazar el veneno del escándalo con que el demonio nos
querrá envenenar cuando inesperadamente sobrevenga una cruz en nuestra vida.
«Pero nosotros no somos de los que retroceden (hypostoles)»
(Hebreos 10,39) dice el autor de la Carta a los Hebreos. «Pero nosotros no
somos de los que retroceden», es el consejo que nos da, nosotros no nos
escandalizamos, porque no se escandalizó Jesús al ver que su alegre anuncio de
salvación a los pobres no resonaba puro, sino en medio de los gritos y amenazas
de los que no querían oír su Palabra o deseaban reducirla a legalismo
(moralista, clericalista).
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó
Jesús al tener que sanar enfermos y liberar prisioneros en medio de las
discusiones y controversias moralistas, leguleyas, clericales que se suscitaban
cada vez que hacía el bien.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó
Jesús al tener que dar la vista a los ciegos en medio de gente que cerraba los
ojos para no ver o miraba para otro lado.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó
Jesús de que su proclamación del año de gracia del Señor —un año que es la
historia entera— haya provocado un escándalo público en lo que hoy ocuparía
apenas la tercera página de un diario de provincia.
Y no nos escandalizamos porque el anuncio del Evangelio no
recibe su eficacia de nuestras palabras elocuentes, sino de la fuerza de la
Cruz (cf. 1 Corintios 1,17).
Del modo como
abrazamos la Cruz al anunciar el Evangelio —con obras y, si es necesario, con
palabras— se transparentan dos cosas: que los sufrimientos que sobrevienen
por el Evangelio no son nuestros, sino «los sufrimientos de Cristo en nosotros»
(2 Corintios 1,5), y que «no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesús
como Cristo y Señor» y nosotros somos «servidores por causa de Jesús» (2 Corintios
4,5).
Quiero terminar con un recuerdo. Una vez, en un momento muy
oscuro de mi vida, pedía una gracia al Señor, que me liberara de una situación
dura y difícil. Un momento oscuro. Fui a predicar Ejercicios Espirituales a
unas religiosas y el último día, como solía ser habitual en aquel tiempo, se
confesaron. Vino una hermana muy anciana, con los ojos claros, realmente luminosos.
Era una mujer de Dios. Al final sentí el deseo de pedirle por mí y le dije:
“Hermana, como penitencia rece por mí, porque necesito una gracia. Pídale al
Señor. Si usted la pide al Señor, seguro que me la dará”. Ella hizo silencio,
se detuvo un largo momento, como si rezara, y luego me miro y me dijo esto:
“Seguro que el Señor le dará la gracia, pero no se equivoque: se la dará a su
modo divino”. Esto me hizo mucho bien: sentir que el Señor nos da siempre lo
que pedimos, pero lo hace a su modo divino. Este modo implica la cruz. No por
masoquismo, sino por amor, por amor hasta el final. Fuente: Vatican. Va.