11 de abril 2021 Para Dios nadie es incompetente. Homilía del santo padre Francisco. Iglesia de Santo Spirito in Sassia, Roma. Santa Misa de la divina misericordia. Jesús resucitado se aparece a los discípulos varias veces. Consuela con paciencia sus corazones desanimados. De este modo realiza, después de su resurrección, la “resurrección de los discípulos”. Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. Antes, tantas palabras y tantos ejemplos del Señor no habían logrado transformarlos. Ahora, en Pascua, sucede algo nuevo. Y se lleva a cabo en el signo de la misericordia. Jesús los vuelve a levantar con la misericordia ―los vuelve a levantar con la misericordia― y ellos, misericordiados, se vuelven misericordiosos. Es muy difícil ser misericordioso si uno de se da cuenta de ser miseridocordiado.
1. Ante todo, son
misericordiados por medio de tres dones: primero Jesús les ofrece la paz,
después el Espíritu, y finalmente las llagas. En primer lugar, les da la
paz. Los discípulos estaban angustiados. Se habían encerrado en casa por temor,
por miedo a ser arrestados y correr la misma suerte del Maestro. Pero no sólo
estaban encerrados en casa, también estaban encerrados en sus remordimientos.
Habían abandonado y negado a Jesús. Se sentían incapaces, buenos para nada,
inadecuados. Jesús llega y les repite dos veces: «¡La paz esté con ustedes!».
No da una paz que quita los problemas del medio, sino una paz que infunde
confianza dentro. No es una paz exterior, sino la paz del corazón. Dice: «¡La
paz esté con ustedes! Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes» (Juan
20,21). Es como si dijera: “Los mando
porque creo en ustedes”. Aquellos discípulos desalentados son reconciliados
consigo mismos. La paz de Jesús los hace pasar del remordimiento a la misión.
En efecto, la paz de Jesús suscita la misión. No es tranquilidad, no es
comodidad, es salir de sí mismo. La paz
de Jesús libera de las cerrazones que paralizan, rompe las cadenas que
aprisionan el corazón. Y los discípulos se sienten misericordiados: sienten que
Dios no los condena, no los humilla, sino que cree en ellos. Sí, cree en nosotros más de lo que nosotros
creemos en nosotros mismos. “Nos ama más de lo que nosotros mismos nos
amamos” (cf. S. J.H. Newman, Meditaciones y devociones, III, 12,2). Para Dios ninguno es un incompetente,
ninguno es inútil, ninguno está excluido. Jesús hoy repite una vez más:
“Paz a ti, que eres valioso a mis ojos. Paz a ti, que tienes una misión. Nadie
puede realizarla en tu lugar. Eres insustituible. Y Yo creo en ti”.
En segundo lugar, Jesús
misericordia a los discípulos dándoles el Espíritu Santo. Lo otorga para la
remisión de los pecados (cf. vv. 22-23). Los discípulos eran culpables, habían
huido abandonando al Maestro. Y el pecado atormenta, el mal tiene su precio.
Siempre tenemos presente nuestro pecado, dice el Salmo (cf. 51,5). Solos no
podemos borrarlo. Sólo Dios lo quita, sólo Él con su misericordia nos hace
salir de nuestras miserias más profundas. Como aquellos discípulos, necesitamos
dejarnos perdonar, decir desde lo profundo del corazón: “Perdón Señor”. Abrir
el corazón para dejarse perdonar. El perdón en el Espíritu Santo es el don
pascual para resurgir interiormente. Pidamos la gracia de acogerlo, de abrazar
el Sacramento del perdón. Y de comprender que en el centro de la Confesión no
estamos nosotros con nuestros pecados, sino Dios con su misericordia. No nos confesamos para hundirnos, sino para
dejarnos levantar. Lo necesitamos mucho, todos. Lo necesitamos, así como
los niños pequeños, todas las veces que caen, necesitan que el papá los vuelva
a levantar. También nosotros caemos con frecuencia. Y la mano del Padre está
lista para volver a ponernos en pie y hacer que sigamos adelante. Esta mano
segura y confiable es la Confesión. Es el Sacramento que vuelve a levantarnos,
que no nos deja tirados, llorando contra el duro suelo de nuestras caídas. Es
el Sacramento de la resurrección, es misericordia pura. Y el que recibe las
confesiones debe hacer sentir la dulzura de la misericordia. Este es el camino de los sacerdotes que
reciben las confesiones de la gente: hacerles sentir la dulzura de la
misericordia de Jesús que perdona todo. Dios perdona todo.
Después de la paz que rehabilita y el perdón que realza, el
tercer don con el que Jesús misericordia a los discípulos es ofrecerles sus
llagas. Esas llagas nos han curado (cf. 1 P 2,24; Isaías 53,5). Pero, ¿cómo
puede curarnos una herida? Con la misericordia. En esas llagas, como Tomás,
experimentamos que Dios nos ama hasta el extremo, que ha hecho suyas nuestras
heridas, que ha cargado en su cuerpo nuestras fragilidades. Las llagas son canales abiertos entre Él y
nosotros, que derraman misericordia sobre nuestras miserias. Las llagas son
los caminos que Dios ha abierto completamente para que entremos en su ternura y
experimentemos quién es Él, y no dudemos más de su misericordia. Adorando,
besando sus llagas descubrimos que cada una de nuestras debilidades es acogida
en su ternura. Esto sucede en cada Misa, donde Jesús nos ofrece su cuerpo
llagado y resucitado; lo tocamos y Él toca nuestra vida. Y hace descender el
Cielo en nosotros. El resplandor de sus llagas disipa la oscuridad que nosotros
llevamos dentro. Y nosotros, como Tomás, encontramos a Dios, lo descubrimos
íntimo y cercano, y conmovidos le decimos: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan
20,28). Y todo nace aquí, en la gracia de ser misericordiados. Aquí comienza el
camino cristiano. En cambio, si nos apoyamos en nuestras capacidades, en la
eficacia de nuestras estructuras y proyectos, no iremos lejos. Sólo si acogemos
el amor de Dios podremos dar algo nuevo al mundo.
2. Así, misericordiados, los discípulos se volvieron
misericordiosos. Lo vemos en la primera Lectura. Los Hechos de los Apóstoles
relatan que «nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían
en común» (4,32). No es comunismo, es
cristianismo en estado puro. Y es mucho más sorprendente si pensamos que
esos mismos discípulos poco tiempo antes habían discutido sobre recompensas y
honores, sobre quién era el más grande entre ellos (cf. Marcos 10,37; Lucas
22,24). Ahora comparten todo, tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hechos
4,32). ¿Cómo cambiaron tanto? Vieron en los demás la misma misericordia que
había transformado sus vidas. Descubrieron que tenían en común la misión, que
tenían en común el perdón y el Cuerpo de Jesús; compartir los bienes terrenos
resultó una consecuencia natural. El texto dice después que «no había ningún necesitado entre ellos»
(v. 34). Sus temores se habían desvanecido tocando las llagas del Señor, ahora
no tienen miedo de curar las llagas de los necesitados. Porque allí ven a
Jesús. Porque allí está Jesús, en las
llagas de los necesitados.
Hermana, hermano, ¿quieres una prueba de que Dios ha tocado
tu vida? Comprueba si te inclinas ante las heridas de los demás. Hoy es el día
para preguntarnos: “Yo, que tantas veces recibí la paz de Dios, que tantas
veces recibí su perdón y su misericordia, ¿soy misericordioso con los demás?
Yo, que tantas veces me he alimentado con el Cuerpo de Jesús, ¿qué hago para
dar de comer al pobre?”. No permanezcamos indiferentes. No vivamos una fe a
medias, que recibe pero no da, que acoge el don pero no se hace don. Hemos sido
misericordiados, seamos misericordiosos. Porque si el amor termina en nosotros
mismos, la fe se seca en un intimismo estéril. Sin los otros se vuelve
desencarnada. Sin las obras de misericordia muere (cf. Santiago 2,17).
Hermanos, hermanas, dejémonos resucitar por la paz, el perdón y las llagas de
Jesús misericordioso. Y pidamos la gracia de convertirnos en testigos de
misericordia. Sólo así la fe estará viva. Y la vida será unificada. Sólo así anunciaremos el Evangelio de Dios,
que es Evangelio de misericordia. Fuente:
Vatican. Va.