8 de diciembre 2021. María Inmaculada no tiene ojos para sí misma. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de la Liturgia de hoy, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nos hace entrar en su casa de Nazaret, donde recibe el anuncio del ángel (cf. Lucas 1,26-38). Una persona se revela mejor en su hogar que en otras partes. Y precisamente en esa intimidad doméstica el Evangelio nos da un detalle que revela la belleza del corazón de María.
El ángel la llama «llena de gracia». Si está llena de
gracia, significa que la Virgen está vacía de maldad, es sin pecado,
Inmaculada. Ahora, ante este saludo María —dice el texto— «se conturbó» (Lucas
1,29). No solo está sorprendida, sino también turbada. Recibir grandes elogios,
honores y cumplidos a veces tiene el riesgo de despertar el orgullo y la
presunción. Recordemos que Jesús no es tierno con los que van en busca del
saludo en las plazas, de la adulación, de la visibilidad (cf. Lucas 20, 46). María, en cambio, no se enaltece, sino que
se turba; en lugar de sentirse halagada, siente asombro. El saludo del
ángel le parece más grande que ella. ¿Por qué? Porque se siente pequeña por
dentro, y esta pequeñez, esta humildad atrae la mirada de Dios.
Así, entre las paredes de la casa de Nazaret vemos un rasgo
maravilloso. ¿Cómo es el corazón de María? Tras recibir el más alto de los
cumplidos, se turba porque siente dirigido a ella lo que no se atribuía a sí
misma. De hecho, María no se atribuye
prerrogativas, no reclama nada, no atribuye nada a su mérito. No siente
autocomplacencia, no se exalta. Porque en su humildad sabe que todo lo recibe
de Dios. Por tanto, está libre de sí misma, completamente orientada a Dios y a
los demás. María Inmaculada no tiene ojos para sí misma. Aquí está la verdadera humildad: no tener ojos para uno mismo, sino
para Dios y para los demás.
Recordemos que esta perfección de María, la llena de gracia,
la declara el ángel dentro de las paredes de su casa: no en la plaza principal
de Nazaret, sino allí, en el ocultamiento, en la mayor humildad. En esa casita
de Nazaret palpitaba el corazón más grande que una criatura haya tenido jamás.
Queridos hermanos y hermanas, ¡esta es una noticia extraordinaria para
nosotros! Porque nos dice que el Señor, para hacer maravillas, no necesita
grandes medios ni nuestras sublimes habilidades, sino nuestra humildad, nuestra
mirada abierta a Él y abierta también a los demás. Con ese anuncio, dentro de
las pobres paredes de una pequeña casa, Dios cambió la historia. También hoy
quiere hacer grandes cosas con nosotros en la vida de todos los días, es decir,
en la familia, en el trabajo, en los ambientes cotidianos. Ahí, más que en los
grandes acontecimientos de la historia, ama obrar la gracia de Dios. Pero, me
pregunto, ¿lo creemos? ¿O pensamos que la
santidad es una utopía, algo para los profesionales, una ilusión piadosa
incompatible con la vida ordinaria?
Pidámosle a la Virgen una gracia: que nos libre de la idea
engañosa de que una cosa es el Evangelio
y otra la vida; que nos encienda de entusiasmo por el ideal de santidad,
que no es una cuestión de estampitas, sino de vivir cada día lo que nos sucede
con humildad y alegría, como la Virgen, libres de nosotros mismos, con la
mirada puesta en Dios y en el prójimo que encontramos. Por favor, no nos
desanimemos: ¡el Señor nos ha dado a todos un buen paño para tejer la santidad
en la vida diaria! Y cuando nos asalte la duda de no lograrlo o la tristeza de
ser inadecuados, dejémonos mirar por los "ojos misericordiosos" de la
Virgen, ¡porque nadie que haya pedido su ayuda ha sido abandonado jamás! Fuente
e Imagen de: Vatican. Va.