22 de diciembre 2021. “El nacimiento de Jesús es un evento universal.” Audiencia general, Papa Francisco, Aula Pablo VI. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy, a pocos días de la Navidad, quisiera recordar con vosotros el evento del cual no puede prescindir la historia: el nacimiento de Jesús. Para cumplir el decreto del emperador César Augusto, que ordenaba registrarse en el censo del propio pueblo de procedencia, José y María van de Nazaret a Belén. Nada más llegar, buscan en seguida alojamiento, porque el parto es inminente; pero lamentablemente no lo encuentran, y entonces María se ve obligada a dar a luz en un pesebre (cf. Lucas 2,1-7).
Pensemos: ¡el Creador del universo… a Él no le fue concedido
un lugar para nacer! Quizá fue una anticipación de lo que dice el evangelista
Juan: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (1,11); y de lo que Jesús
mismo dirá: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el
Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lucas 9,58).
Fue un ángel quien
anunció el nacimiento de Jesús, y lo hizo a los pastores humildes. Y fue
una estrella la que indicó a los Magos el camino para llegar a Belén (cf. Mateo
2,1.9-10). El ángel es un mensajero de Dios. La estrella recuerda que Dios creó
la luz (Génesis 1,3) y que ese Niño será “la luz del mundo”, como Él mismo se
autodefinirá (cf. Juan 8,12.46), la «luz verdadera […] que ilumina a todo
hombre» (Juan 1,9), que «brilla en las tinieblas y las tinieblas no la
vencieron» (v. 5).
Los pastores
representan a los pobres de Israel, personas humildes que interiormente
viven con la conciencia de la propia carencia, y precisamente por esto confían
más que los otros en Dios. Son ellos los primeros en ver al Hijo de Dios hecho
hombre, y este encuentro les cambia profundamente. Cuenta el Evangelio que se
volvieron «glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto»
(Lucas 2,20).
En torno a Jesús
recién nacido hay también tres Magos (cf. Mateo 2,1-12). Los Evangelios no
dicen que fueran reyes, ni el número, ni sus nombres. Con certeza se sabe solo
que desde un país lejano de Oriente (se puede pensar en Babilonia, Arabia o a
en la Persia de aquella época) se pusieron en viaje para buscar al Rey de los
Judíos, que en su corazón identifican con Dios, porque dicen que le quieren
adorar. Los Magos representan a los
pueblos paganos, en particular a todos aquellos que a lo largo de los
siglos buscan a Dios y se ponen en camino para encontrarlo. Representan también
a los ricos y a los poderosos, pero solo a los que no son esclavos de la
posesión, que no están “poseídos” por las cosas que creen poseer.
El mensaje del Evangelio es claro: el nacimiento de Jesús es un evento universal que afecta a todos
los hombres.
Queridos hermanos y queridas hermanas, solo la humildad es
el camino que nos conduce a Dios y, al mismo tiempo, precisamente porque nos
conduce a Él, nos lleva también a lo esencial de la vida, a su significado más
verdadero, al motivo más fiable por el que la vida vale la pena ser vivida.
Solo la humildad nos
abre a la experiencia de la verdad, de la alegría auténtica, del
conocimiento que cuenta. Sin humildad estamos “aislados”, estamos aislados de
la comprensión de Dios, de la compresión de nosotros mismos. Es necesario ser
humildes para entendernos a nosotros mismos, mucho más para entender a Dios. Los
Magos podían también ser grandes según la lógica del mundo, pero se hacen
pequeños, humildes, y precisamente por esto logran encontrar a Jesús y
reconocerlo. Aceptan la humildad de buscar, de ponerse en viaje, de pedir, de
arriesgarse, de equivocarse…
Todo hombre, en lo
profundo de su corazón, está llamado a buscar a Dios; todos tenemos esa
inquietud y nuestro trabajo es no apagar esa inquietud, sino dejarla crecer
porque es la inquietud de buscar a Dios; y, con su misma gracia, puede
encontrarlo. Hagamos nuestra la oración de san Anselmo (1033-1109): «Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te
busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo
encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé,
amando te hallaré y hallándote te amaré» (Proslogion, 1).
Queridos hermanos y hermanas, quisiera invitar a todos los
hombres y las mujeres a la gruta de Belén a adorar al Hijo de Dios hecho
hombre. Cada uno se acerque al pesebre que hay en su casa o en la iglesia o en
otro lugar, y trate de hacer un acto de adoración, dentro: “Yo creo que tú eres
Dios, que este niño es Dios. Por favor, dame la gracia de la humildad para
poder entenderlo”.
En primera fila, al acercarse al pesebre y rezar, quisiera
poner a los pobres, que ―como exhortaba san Pablo VI― «debemos amar, porque en
cierto modo son sacramento de Cristo; en ellos ―en los hambrientos, en los
sedientos, en los exiliados, en los desnudos, en los enfermos y en los
prisioneros― Él ha querido místicamente identificarse. Debemos ayudarles,
sufrir con ellos, y también seguirles, porque la pobreza es el camino más
seguro para la plena posesión del Reino de Dios» (Homilía, 1 de mayo
1969). Por esto debemos pedir la humildad como una gracia: “Señor, que no sea soberbio,
que no sea autosuficiente, que no crea ser yo mismo el centro del universo.
Hazme humilde. Dame la gracia de la humildad. Y con esta humildad yo pueda
encontrarte”. Es el único camino, sin humildad no encontraremos nunca a Dios:
nos encontraremos a nosotros mismos. Porque la persona que no tiene humildad no tiene horizontes delante,
solamente tiene un espejo: se mira a sí mismo. Pidamos al Señor que rompa el
espejo y poder mirar más allá, hacia el horizonte, donde está Él. Pero esto
debe hacerlo Él: darnos la gracia y la alegría de la humildad para hacer este
camino.
Y después, hermanos y hermanas, quisiera acompañar a Belén,
como hizo la estrella con los Magos, a todos aquellos que no tienen una
inquietud religiosa, que no se plantean el problema de Dios, o incluso combaten
con la religión, todos aquellos que indebidamente son denominados ateos.
Quisiera repetirles el mensaje del Concilio Vaticano II: «La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo
alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su
fundamento y perfección. […] La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está
de acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano» (Gaudium et Spes,
21).
Volvamos a casa con el deseo de los ángeles: «Paz en la
tierra a los hombres que ama el Señor». Y recordemos siempre: «En esto consiste
el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó […].
Él nos amó primero» (1 Juan 4,10.19), nos ha buscado. No olvidemos esto.
Este es el motivo de nuestra alegría: hemos sido amados,
hemos sido buscados, el Señor nos busca para encontrarnos, para amarnos más. Este
es el motivo de la alegría: saber que hemos sido amados sin ningún mérito,
siempre somos precedidos por Dios en el amor, un amor tan concreto que se ha
hecho carne y vino a habitar en medio de nosotros, en ese Niño que vemos en el
pesebre. Este amor tiene un nombre y un
rostro: Jesús es el nombre y el rostro del amor que está en el fundamento de
nuestra alegría.
Hermanos y hermanas, os deseo feliz Navidad, una feliz y
santa Navidad. Y quisiera que ―sí habrá felicitaciones, las reuniones de
familia, esto es muy bonito, siempre― pero que haya también la conciencia de
que Dios viene “por mí”. Cada uno diga esto: Dios viene por mí. La conciencia
de que para buscar a Dios, encontrar a Dios, aceptar a Dios hace falta
humildad: mirar con humildad la gracia de romper el espejo de la vanidad, de la
soberbia, de mirarnos a nosotros mismos. Mirar a Jesús, mirar el horizonte,
mirar a Dios que viene a nosotros y que toca el corazón con esa inquietud que
nos lleva a la esperanza. ¡Feliz y santa Navidad! Fuente e Imagen de Vatican.
Va.