26 de diciembre 2021. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!. Hoy celebramos la Sagrada Familia de Nazareth. Dios eligió a una familia humilde y sencilla para venir entre nosotros. Contemplemos la belleza de este misterio, destacando también dos aspectos concretos para nuestras familias.
El primero: la familia es la historia de la que provenimos.
Cada uno de nosotros tiene su propia historia, nadie nació mágicamente, con una
varita mágica, cada uno de nosotros tiene una historia y la familia es la
historia de la que venimos. El Evangelio de la liturgia de hoy nos recuerda que
Jesús es también hijo de una historia
familiar. Lo vemos viajar a Jerusalén con María y José para la Pascua;
luego hace preocupar a su madre y a su padre, que no lo encuentran; una vez
encontrado, vuelve a casa con ellos (cf. Lucas 2,41-52). Es hermoso ver a Jesús
insertado en la red de afectos familiares, naciendo y creciendo en el abrazo y
la preocupación de los suyos.
Esto es importante también para nosotros: venimos de una
historia entretejida de lazos de amor y la persona que somos hoy nace, no tanto
de los bienes materiales que hemos recibido, sino del amor que hemos recibido,
del amor en el seno de la familia. Puede que no hayamos nacido en una familia
excepcional y sin problemas, pero es nuestra historia ―cada uno debe pensar: es
mi historia―, son nuestras raíces: ¡si las cortamos, la vida se seca! Dios no
nos creó para ser caballeros solitarios, sino para caminar juntos. Démosle las
gracias y recemos por nuestras familias. Dios
piensa en nosotros y quiere que estemos juntos: agradecidos, unidos,
capaces de proteger nuestras raíces. Y tenemos que pensar en esto, en la propia
historia.
El segundo aspecto: aprendemos a ser una familia cada día.
En el Evangelio vemos que incluso en la Sagrada Familia no todo va bien: hay
problemas inesperados, angustia, sufrimiento. No existe la Sagrada Familia de
las estampitas. María y José pierden a Jesús y lo buscan angustiados, luego lo
encuentran después de tres días. Y cuando, sentado entre los maestros del
Templo, responde que debe atender los asuntos de su Padre, no lo entienden.
Necesitan tiempo para aprender a conocer a su hijo. Así es también para
nosotros: cada día, en la familia, hay
que aprender a escucharnos y comprendernos, a caminar juntos, a afrontar los
conflictos y las dificultades. Es el reto diario, y se gana con la actitud
adecuada, con pequeñas atenciones, con gestos sencillos, cuidando los detalles
de nuestras relaciones. Y también esto, nos ayuda mucho hablar en familia,
hablar en la mesa, el diálogo entre padres e hijos, el diálogo entre hermanos,
nos ayuda a vivir esta raíz familiar que viene de los abuelos, el diálogo con
los abuelos.
¿Y cómo se hace esto? Fijémonos en María, que en el
Evangelio de hoy dice a Jesús: «Tu padre y yo te estábamos buscando» (v. 48).
Tu padre y yo; no dice yo y tu padre: ¡antes del “yo” está el “tú”! Aprendamos
esto: antes del yo está el tú. En mi idioma hay un adjetivo para las personas
que dicen primero “yo” y luego “tú”: “yo, me, conmigo, para mí y en mi
beneficio”. Gente que es así, primero yo y luego tú. No, en la Sagrada Familia, primero el tú y luego el yo. Para preservar
la armonía en la familia, hay que luchar contra la dictadura del “yo”. Cuando el “yo” se infla. Es peligroso cuando,
en lugar de escucharnos, nos reprochamos nuestros errores; cuando, en lugar de
preocuparnos por los demás, nos centramos en nuestras propias necesidades; cuando, en lugar de hablar, nos aislamos
con nuestros teléfonos móviles; es triste ver a una familia en la comida,
cada uno con su teléfono móvil sin hablar con los demás; cada uno habla con su
teléfono; cuando nos acusamos unos a otros, repitiendo siempre las mismas
frases, escenificando una comedia ya vista en la que cada uno quiere tener
razón y al final hay un frío silencio.
Ese silencio cortante y frío después de una discusión
familiar. ¡Eso es feo, feísimo! Repito un consejo: por la noche, después de
todo, hagan las paces. Siempre. No vayan a dormir sin hacer las paces. Nunca
vayan a dormir sin haber hecho las paces, porque si no, al día siguiente habrá
una “guerra fría·. Y esta es peligrosa porque comenzará una historia de
reproches, una historia de resentimientos. ¡Cuántas veces, por desgracia, nacen
conflictos dentro de las paredes del hogar como resultado de silencios
demasiado largos y egoísmos no curados! A veces incluso se llega a la violencia
física y moral. Esto rompe la armonía y mata a la familia. Pasemos del “yo” al
“tú”. Lo que debe importar más en la familia es el “tú”. Y cada día, por favor,
recen un poco juntos, si pueden hacer el esfuerzo, para pedir a Dios el don de
la paz en familia. ¡Y comprometámonos todos ―padres, hijos, Iglesia, sociedad
civil― a apoyar, defender y proteger la familia que es nuestro tesoro!
Que la Virgen María, esposa de José y madre de Jesús,
proteja a nuestras familias. Fuente: Vatican. Va.