3 de diciembre 2021. Después de haber sido curados, anunciamos el Evangelio con alegría. Homilía del santo padre Francisco, Estadio GSP de Nicosia. Mientras Jesús pasaba, dos ciegos le expresaban a gritos su miseria y su esperanza: «¡Hijo de David, ten piedad de nosotros!» (Mt 9,27). “Hijo de David” era un título atribuido al Mesías, que las profecías anunciaban como proveniente de la estirpe de David. Los dos protagonistas del Evangelio de hoy son ciegos y, sin embargo, ven lo más importante: reconocen a Jesús como el Mesías que ha venido al mundo. Detengámonos en tres pasos de este encuentro que, en este camino de adviento, pueden ayudarnos a acoger al Señor que viene, al Señor que pasa.
El primer paso: ir a Jesús para sanar. El texto dice que los
dos ciegos gritaban al Señor mientras lo seguían (cf. v. 27). No lo veían, pero
escuchaban su voz y seguían sus pasos. Buscaban en el Cristo lo que habían
preanunciado los profetas, es decir, los signos de curación y de compasión de
Dios en medio de su pueblo. A este respecto, Isaías había escrito: «Se
despegarán los ojos de los ciegos» (35,5). Y otra profecía, incluida en la
primera Lectura de hoy: «Los ojos de los ciegos verán sin sombra ni oscuridad»
(29,18). Los dos ciegos del Evangelio se fían de Jesús y lo siguen en busca de
luz para sus ojos.
¿Y por qué, hermanos y hermanas, estas dos personas se fían
de Jesús? Porque perciben que, en la oscuridad de la historia, Él es la luz que
ilumina las noches del corazón y del mundo, que derrota las tinieblas y vence
toda ceguera. También nosotros, como los dos ciegos, tenemos cegueras en el
corazón. También nosotros, como los dos ciegos, somos viajeros a menudo
inmersos en la oscuridad de la vida. Lo primero que hay que hacer es acudir a
Jesús, como Él mismo dijo: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por
cargas, y yo los haré descansar» (Mt 11,28). ¿Quién de nosotros no está de
alguna manera cansado y abrumado? Todos. Pero nos resistimos a ir hacia Jesús;
muchas veces preferimos quedarnos encerrados en nosotros mismos, estar solos
con nuestras oscuridades, autocompadecernos, aceptando la mala compañía de la
tristeza. Jesús es el médico, sólo Él, la luz verdadera que ilumina a todo
hombre (cf. Jn 1,9), nos da luz, calor y amor en abundancia. Sólo Él libera el
corazón del mal. Podemos preguntarnos: ¿me encierro en la oscuridad de la
melancolía, que reseca las fuentes de la alegría, o voy al encuentro de Jesús y
le ofrezco mi vida? ¿Sigo a Jesús, lo “persigo”, le grito mis necesidades, le
entrego mis amarguras? Hagámoslo, démosle a Jesús la posibilidad de curarnos el
corazón: este es el primer paso; la curación interior requiere otros dos.
El segundo paso es llevar las heridas juntos. En este relato
evangélico no se cura a un solo ciego, como por ejemplo, en el caso de Bartimeo
(cf. Mc 10,46-52) o del ciego de nacimiento (cf. Jn 9,1-41). Aquí los ciegos
son dos. Se encuentran juntos en el camino. Juntos comparten el dolor por su
condición, juntos desean una luz que pueda hacer brillar un resplandor en el
corazón de sus noches. El texto que hemos escuchado está siempre en plural,
porque los dos hacen todo juntos: ambos siguen a Jesús, ambos, dirigiéndose a
Él, le piden la curación a gritos; no cada uno por su lado, sino juntos. Es
significativo que digan a Cristo: ten piedad de nosotros. Usan el “nosotros”,
no dicen “yo”. No piensa cada uno en su propia ceguera, sino que piden ayuda
juntos. Este es el signo elocuente de la vida cristiana, el rasgo distintivo
del espíritu eclesial: pensar, hablar y actuar como un “nosotros”, saliendo del
individualismo y de la pretensión de la autosuficiencia que enferman el
corazón.
Los dos ciegos, al compartir sus sufrimientos y con su
amistad fraterna, nos enseñan mucho. Cada uno de nosotros de algún modo está
ciego a causa del pecado, que nos impide “ver” a Dios como Padre y a los otros
como hermanos. Esto es lo que hace el pecado: distorsiona la realidad, nos hace
ver a Dios como el amo y a los otros como problemas. Es la obra del tentador,
que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una luz negativa para
arrojarnos en el desánimo y la amargura. Y la horrible tristeza, que es
peligrosa y no viene de Dios, anida bien en la soledad. Por tanto, no se puede
afrontar la oscuridad estando solos. Si llevamos solos nuestras cegueras
interiores, nos vemos abrumados. Necesitamos ponernos uno junto al otro,
compartir las heridas y afrontar el camino juntos.
Queridos hermanos y hermanas, frente a cada oscuridad
personal y a los desafíos que se nos presentan en la Iglesia y en la sociedad
estamos llamados a renovar la fraternidad. Si permanecemos divididos entre
nosotros, si cada uno piensa sólo en sí mismo o en su grupo, si no nos
juntamos, si no dialogamos, si no caminamos unidos, no podremos curar la
ceguera plenamente. La curación llega cuando llevamos juntos las heridas,
cuando afrontamos juntos los problemas, cuando nos escuchamos y hablamos entre
nosotros. Y esta es la gracia de vivir en comunidad, de comprender el valor de
estar juntos, de ser comunidad. Pido para ustedes que puedan estar siempre
juntos, siempre unidos; seguir adelante así y con alegría, hermanos cristianos,
hijos del único Padre. Y lo pido también para mí.
Y el tercer paso es anunciar el Evangelio con alegría.
Después de haber sido curados juntos por Jesús, los dos protagonistas anónimos
del Evangelio, en los que podemos reflejarnos, comenzaron a difundir la noticia
en toda la región, a hablar de eso en todas partes. Hay un poco de ironía en
este hecho: Jesús les había recomendado que no dijeran nada a nadie, sin
embargo, ellos hicieron exactamente lo contrario (cf. Mt 9,30-31). Pero por el
relato se entiende que no era su intención desobedecer al Señor, sino que
simplemente no lograron contener el entusiasmo por haber sido curados y la
alegría por lo que habían vivido en el encuentro con Él. Aquí hay otro signo
distintivo del cristiano: la alegría del Evangelio, que es incontenible, «llena
el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 1); la alegría del Evangelio libera del riesgo de una fe
intimista, distante y quejumbrosa, e introduce en el dinamismo del testimonio.
Queridos amigos, es hermoso verlos y percibir que viven con
alegría el anuncio liberador del Evangelio: les agradezco por esto. No se trata
de proselitismo —por favor, nunca hagan proselitismo—, sino de testimonio; no
es moralismo que juzga —no, no lo hagan—, sino misericordia que abraza; no se
trata de culto exterior, sino de amor vivido. Los animo a seguir adelante en
este camino. Como los dos ciegos del Evangelio, renovemos también nosotros el
encuentro con Jesús y salgamos de nosotros mismos sin miedo para testimoniarlo
a cuantos encontremos. Salgamos a llevar la luz que hemos recibido, salgamos a
iluminar la noche que a menudo nos rodea. Hermanos y hermanas, se necesitan
cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que toquen con ternura las
cegueras de los hermanos, que con gestos y palabras de consuelo enciendan luces
de esperanza en la oscuridad; cristianos que siembren brotes de Evangelio en
los áridos campos de la cotidianidad, que lleven caricias a las soledades del
sufrimiento y de la pobreza.
Hermanos, hermanas, el Señor Jesús pasa, también pasa por
nuestras calles de Chipre, escucha el grito de nuestras cegueras, quiere tocar
nuestros ojos, quiere tocar nuestro corazón, quiere atraernos hacia la luz,
hacernos renacer y reanimarnos interiormente: esto quiere hacer Jesús. Y
también a nosotros nos dirige la pregunta que hizo a aquellos ciegos: «¿Creen
que puedo hacer esto?» (Mt 9,28). ¿Creemos que Jesús pueda hacer esto?
Renovemos nuestra confianza en Él. Digámosle: Jesús, creemos que tu luz es más
grande que cualquiera de nuestras tinieblas, creemos que Tú puedes curarnos,
que Tú puedes renovar nuestra fraternidad, que puedes multiplicar nuestra
alegría; y con toda la Iglesia te invocamos, todos juntos: ¡Ven, Señor Jesús!
[todos repiten: “¡Ven, Señor Jesús!”] ¡Ven, Señor Jesús! [todos repiten: “¡Ven,
Señor Jesús!”] ¡Ven, Señor Jesús! [todos repiten: “¡Ven, Señor Jesús!”]
3 de diciembre 2021. “El Evangelio se transmite por la comunión”. Discurso del santo Padre Francisco Catedral ortodoxa de Nicosia. Encuentro con el Santo Sínodo. Beatitud, queridos obispos del Santo Sínodo: Estoy contento de encontrarme entre ustedes y les agradezco la cordial acogida. Gracias, querido hermano, por sus palabras, por la apertura del corazón y por el compromiso de promover el diálogo entre nosotros. Deseo extender mi saludo a los sacerdotes, a los diáconos y a todos los fieles de la Iglesia ortodoxa de Chipre, recordando particularmente a los monjes y las monjas, que con su oración purifican y elevan la fe de todos.
La gracia de estar aquí me lleva a pensar que tenemos un
origen apostólico común: Pablo atravesó Chipre y posteriormente llegó a Roma.
Por tanto, descendemos del mismo ardor apostólico y nos une un único camino: el
del Evangelio. Me agrada ver que seguimos caminando en la misma dirección, en
busca de una fraternidad cada vez mayor y de la unidad plena. En este retazo de
la Tierra Santa que difunde la gracia de los Santos Lugares en el Mediterráneo,
viene con naturalidad el recuerdo de tantas páginas y figuras bíblicas. Entre
todas, quisiera referirme de nuevo a san Bernabé, destacando algunos aspectos
que pueden orientarnos en el camino.
«José, a quien los apóstoles llamaban “Bernabé”» (Hechos
4,36): así es presentado en los Hechos de los Apóstoles. Lo conocemos y
veneramos por su sobrenombre, debido a lo mucho que este definía su persona.
Ahora bien, la palabra Bernabé significa al mismo tiempo “hijo del consuelo” e
“hijo de la exhortación”. Es hermoso que en su figura se fundan ambas
características, indispensables para el anuncio del Evangelio. En efecto, todo
consuelo verdadero no puede ser intimista, sino que debe traducirse en
exhortación, orientar la libertad hacia el bien. Al mismo tiempo, cada
exhortación en la fe no puede más que fundarse en la presencia consoladora de
Dios y estar acompañada por la caridad fraterna.
De este modo Bernabé, hijo del consuelo, nos exhorta a
nosotros sus hermanos a emprender la misma misión de proclamar el Evangelio a
los hombres, invitándonos a comprender que el anuncio no puede basarse en
exhortaciones generales, en la repetición de preceptos y normas que observar,
como se ha hecho con frecuencia. Hay que seguir el camino del encuentro
personal, prestar atención a las preguntas de la gente, a sus necesidades
existenciales. Para ser hijos del consuelo, antes de decir cualquier cosa, es
necesario escuchar, dejarse interrogar, descubrir al otro, compartir: porque el
Evangelio se transmite por la comunión. Esto es lo que, como católicos,
deseamos vivir en los próximos años, redescubriendo la dimensión sinodal,
constitutiva del ser de la Iglesia. Y en esto sentimos la necesidad de caminar
más intensamente con ustedes, queridos hermanos, que por medio de la
experiencia de su sinodalidad pueden sernos verdaderamente de gran ayuda.
Gracias por su colaboración fraterna, que también se manifiesta en la participación
activa en la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la
Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa.
Deseo de corazón que aumenten las posibilidades de
encontrarnos, de conocernos mejor, de derribar muchos preconceptos y de
disponernos para una escucha serena de las respectivas experiencias de fe. Será
una exhortación estimulante para que cada uno ofrezca lo mejor y esto dará un
fruto espiritual de consolación a todos. El apóstol Pablo, de quien
descendemos, habla a menudo de consolación y es hermoso imaginar que Bernabé,
hijo del consuelo, haya sido el inspirador de algunas palabras suyas, como
aquellas del comienzo de la segunda Carta a los corintios, con las que
recomienda que nos consolemos mutuamente con el mismo consuelo que recibimos de
Dios (cf. 2 Corintios 1,3-5). En este sentido, queridos hermanos, deseo
asegurarles mi oración y cercanía, así como la de la Iglesia católica, tanto en
los problemas más dolorosos que los angustian como en las esperanzas más
hermosas y audaces que los animan. Las tristezas y las alegrías de ustedes nos
pertenecen, las sentimos nuestras; y también sentimos que necesitamos mucho de
sus oraciones.
A continuación —segundo aspecto—, san Bernabé es presentado
en los Hechos de los Apóstoles como «un levita nacido en Chipre» (Hch 4,36). El
texto no agrega otros detalles, ni en cuanto a su aspecto ni en cuanto a su
persona, pero inmediatamente después revela a Bernabé por medio de una acción
emblemática: «vendió un campo de su propiedad, llevó el importe y lo puso a
disposición de los apóstoles» (v. 37). Este magnífico gesto sugiere que para
revitalizarnos en la comunión y en la misión también nosotros hemos de tener la
valentía de despojarnos de aquello que, aun siendo valioso, es terreno, para
favorecer la plenitud de la unidad. No me refiero ciertamente a lo que es
sagrado y nos ayuda a encontrar al Señor, sino al riesgo de absolutizar ciertos
usos y costumbres que no son esenciales para vivir la fe. No nos dejemos
paralizar por el temor de abrirnos y de realizar gestos audaces, no secundemos
el “carácter irreconciliable de las diferencias” que no encuentra
correspondencia en el Evangelio. No permitamos que las tradiciones —en plural y
con la “t” minúscula— tiendan a prevalecer sobre la Tradición —en singular y con
la “t” mayúscula—. Esta nos exhorta a imitar a Bernabé, a dejar cuanto, aun
siendo bueno, puede comprometer la plenitud de la comunión, el primado de la
caridad y la necesidad de la unidad.
Bernabé, dejando todo lo que poseía a los pies de los
apóstoles, entró en sus corazones. También nosotros estamos invitados por el
Señor a redescubrirnos como parte del mismo Cuerpo, a abajarnos hasta los pies
de los hermanos. Es cierto que la historia, en el campo de nuestras relaciones,
ha abierto amplios surcos entre nosotros, pero el Espíritu Santo desea que
volvamos a acercarnos con humildad y respeto. Él nos invita a no resignarnos
frente a las divisiones del pasado y a cultivar juntos el campo del Reino, con
paciencia, asiduidad y de modo concreto. Porque si dejamos de lado teorías
abstractas y trabajamos juntos codo a codo —por ejemplo, en la caridad, en la
educación y en la promoción de la dignidad humana—, redescubriremos al hermano
y la comunión madurará por sí misma, para gloria de Dios. Cada uno mantendrá las
propias maneras y el propio estilo pero, con el tiempo, el trabajo conjunto
acrecentará la concordia y se mostrará fecundo. Así como estas tierras
mediterráneas fueron embellecidas por el trabajo respetuoso y paciente del
hombre, también nosotros cultivemos, con la ayuda de Dios y con humilde
perseverancia, nuestra comunión apostólica.
Por ejemplo, es un buen fruto lo que sucede aquí en Chipre
en la iglesia de “Nuestra Señora de la Ciudad de oro”. El templo, dedicado a la
Panaghia Chrysopolitissa, es actualmente lugar de culto para varias confesiones
cristianas, amado por la población y elegido con frecuencia para las
celebraciones de los matrimonios. Es por tanto un signo de comunión de fe y de
vida, bajo la mirada de la Santa Madre de Dios, que reúne a sus hijos. Además,
dentro del complejo se conserva una columna donde, según la tradición, san
Pablo sufrió treinta y nueve azotes por haber anunciado la fe en Pafos. La
misión, así como la comunión, pasa siempre a través de sacrificios y pruebas.
El tercer aspecto que destaco de la figura de Bernabé es
precisamente una prueba, la cual marcó su historia y los orígenes de la
difusión del Evangelio en estas tierras. Al regresar a Chipre con Pablo y
Marcos, Bernabé encontró a Elimas, “mago y falso profeta”, que se les opuso con
malicia, tratando de torcer los caminos derechos del Señor (cf. Hch 13,6.8.10).
Tampoco hoy faltan falsedades y engaños que el pasado nos pone delante y que
obstaculizan el camino. Siglos de división y distancias que han llevado a asimilar,
aun involuntariamente, no pocos prejuicios hostiles respecto a los demás,
preconceptos basados a menudo en informaciones deficientes y distorsionadas,
divulgadas por una lectura agresiva y polémica. Pero todo esto tuerce el camino
de Dios, que se orienta hacia la concordia y la unidad. Queridos hermanos, la
santidad de Bernabé es elocuente también para nosotros. Cuántas veces en la
historia, entre los mismos cristianos nos hemos preocupado por oponernos a los
demás, en lugar de acoger dócilmente el camino de Dios, que tiende a recomponer
las divisiones en la caridad. Cuántas veces hemos agrandado y difundido
prejuicios sobre los demás, en vez de cumplir la exhortación que el Señor
repite especialmente en el Evangelio escrito por Marcos, quien fuera con Bernabé
a esta isla: hacerse pequeños y servir a los demás (cf. Mc 9,35;
10,43-44).
Beatitud, hoy en nuestro diálogo he quedado conmovido cuando
usted habló de la Iglesia Madre. Nuestra Iglesia es madre, es una madre que
siempre reúne a sus hijos con ternura. Confiamos en esta Madre Iglesia, que nos
reúne a todos y que, con paciencia, ternura y valentía, nos conduce hacia
adelante en el camino del Señor. Pero, para sentir la maternidad de la Iglesia,
todos nosotros tenemos que ir allí donde la Iglesia es madre. Todos nosotros,
con nuestras diferencias, pero todos hijos de la Iglesia Madre. Gracias por esa
reflexión que hoy ha hecho conmigo.
Supliquemos al Señor sabiduría y valentía para seguir sus
caminos y no los nuestros. Pidámoslo por intercesión de los santos. Leontios
Machairas, cronista del siglo XV, definió a Chipre como la “Isla santa” por la
cantidad de mártires y beatos que esta tierra ha conocido a lo largo de los
siglos. Además de los más célebres y venerados, como Bernabé, Pablo y Marcos, Epifanio,
Bárbara, Espiridón, hay muchos otros, multitudes innumerables de santos que,
unidos en la única Iglesia celestial —la Iglesia Madre—, nos impulsan a navegar
juntos hacia el puerto por el que todos suspiramos. Desde el más allá invitan a
que hagamos de Chipre —que ya es un puente entre Oriente y Occidente— un puente
entre el cielo y la tierra. Que así sea, para gloria de la Santísima Trinidad,
para nuestro bien y para el bien el de todos. Gracias.