14 de marzo 2021. Cuanto más amamos, más somos capaces de dar Santa misa con ocasión de los 500 años de cristianismo en Filipinas. Homilía del santo padre Francisco. Basílica de San Pedro. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3,16) Este es el corazón del Evangelio, este es el fundamento de nuestra alegría. El contenido del Evangelio, en efecto, no es una idea o una doctrina, sino que es Jesús, el Hijo que el Padre nos ha dado para que tengamos vida. Jesús es fundamento de nuestra alegría, y no una bella teoría sobre cómo ser felices, sino experimentar que somos acompañados y amados en el camino de la vida. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único». Detengámonos, hermanos y hermanas, un momento en estos dos aspectos: "tanto amó" y "dio".
En primer lugar, Dios amó tanto. Estas palabras que Jesús
dirigió a Nicodemo ―un judío anciano que quería conocer al Maestro― nos ayudan
a descubrir el verdadero rostro de Dios. Él siempre nos ha mirado con amor y
por amor vino entre nosotros en la carne de su Hijo. En Él vino a buscarnos a
los lugares donde nos habíamos perdido; en Él vino a levantarnos de nuestras
caídas; en Él lloró nuestras lágrimas y curó nuestras heridas; en Él bendijo
nuestra vida para siempre. Quien cree en Él, dice el Evangelio, no se pierde
(ibíd.). En Jesús, Dios pronunció la palabra definitiva sobre nuestra vida: tú
no estás perdido, tú eres amado. Siempre amado.
Si la escucha del Evangelio y la práctica de nuestra fe no
ensanchan nuestro corazón para hacernos comprender la grandeza de este amor, y
si nos inclinamos inclinemos hacia una religiosidad formal, triste y cerrada,
entonces es señal de que debemos detenernos un momento y escuchar de nuevo el anuncio
de la buena noticia: Dios te ama tanto que te da toda su vida. No es un Dios que nos mira con indiferencia
desde lo alto, sino es un Padre, un Padre enamorado que se involucra en nuestra
historia; no es un dios que se complace en la muerte del pecador, sino un
Padre preocupado de que nadie se pierda; no es un dios que condena, sino un
Padre que nos salva con su abrazo amoroso de bendición.
Y llegamos a la segunda palabra: Dios "dio" a su
Hijo. Precisamente porque nos ama tanto, Dios se entrega totalmente y nos
ofrece su vida. Quien ama siempre sale de sí mismo ―no olviden esto: siempre
quien ama sale de sí mismo―. El amor siempre se ofrece, se da, se gasta. La fuerza del amor es precisamente ésta:
resquiebra el caparazón del egoísmo, rompe las barreras de las seguridades
humanas, derriba los muros y supera los miedos, para hacerse don. Esta es
la dinámica del amor: hacerse don, darse. El que ama es así: prefiere
arriesgarse a entregarse antes que atrofiarse encerrándose en sí mismo. Por eso
Dios sale de sí mismo: porque “amó tanto”. Su amor es tan grande que no puede
evitar entregarse a nosotros. Cuando el pueblo que caminaba por el desierto fue
atacado por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés hacer la serpiente de
bronce; pero en Jesús, clavado en la cruz, Él mismo vino a sanarnos del veneno
que da la muerte, y se hizo pecado para salvarnos del pecado. Dios no nos ama
con palabras: nos da a su Hijo para que todo el que lo mire y crea en él se
salve (cf. Juan 3,14-15).
Cuanto más amamos,
más somos capaces de dar. Esta es también la clave para entender nuestra
vida. Es hermoso encontrar personas que se aman, que se quieren y comparten la
vida; de ellas se puede decir como de Dios: se aman tanto que dan la vida. No
es importante sólo lo que podemos producir o ganar, sino sobre todo el amor que
sepamos dar.
Y¡ esta es la fuente de la alegría! Dios tanto amó al mundo
que dio a su Hijo. Este hecho da sentido a la invitación de la Iglesia en este
domingo: «Alégrense [...]. Desborden de alegría los que estaban tristes, vengan
a saciarse de la abundancia de su consolación» (Antífona de entrada; cf. Isaías
66,10-11). Reflexiono sobre lo que vivimos hace una semana en Irak: un pueblo
martirizado exultó de alegría; gracias a Dios y a su misericordia.
A veces buscamos la alegría donde no está, la buscamos en
ilusiones que se desvanecen, en los sueños de grandeza de nuestro yo, en la
aparente seguridad de las cosas materiales, en el culto a nuestra propia
imagen, y en tantas cosas más... Pero la experiencia de la vida nos enseña que la verdadera alegría es sentirnos amados
gratuitamente, sentirnos acompañados, tener a alguien que comparte nuestros
sueños y que, cuando naufragamos, viene a rescatarnos y nos lleva a puerto
seguro.
Queridos hermanos y hermanas, han pasado quinientos años
desde que el anuncio cristiano llegó por primera vez a Filipinas. Habéis
recibido la alegría del Evangelio: Dios nos amó tanto que dio a su Hijo por
nosotros. Y esta alegría se ve en vuestro pueblo, se puede ver en vuestros
ojos, en vuestros rostros, en vuestros cantos y en vuestras oraciones. La
alegría con las que ustedes llevan su fe a otras tierras. ¡Muchas veces he
dicho que aquí en Roma las mujeres filipinas son “contrabandistas” de fe!
Porque a donde van a trabajar, trabajan, pero también siembran la fe. Ésta es
―permítanme la palabra― una enfermedad hereditaria, pero ¡una dichosa
enfermedad! ¡Consérvenla! Lleven la fe, ese anuncio que ustedes recibieron hace
500 años, y que ahora traen. Quiero darles las gracias por la alegría que traen
al mundo entero y a las comunidades cristianas. Pienso en tantas lindas
experiencias en las familias romanas ―pero es así en todo el mundo― donde
vuestra presencia discreta y trabajadora se ha convertido también en un
testimonio de fe. Con el estilo de María y José: Dios ama traer la alegría de
la fe a través del servicio humilde y oculto, valiente y perseverante.
En este aniversario tan importante para el santo pueblo de
Dios en Filipinas, quisiera también exhortarlos a no detener la obra de evangelización,
que no es proselitismo, es otra cosa. El anuncio cristiano que habéis recibido
debe llevarse siempre a los demás; el evangelio de la cercanía de Dios se debe
manifestar en el amor a los hermanos; el deseo de Dios de que nadie se pierda
pide a la Iglesia que se ocupe de los heridos y marginados. Si Dios ama tanto que se entrega a
nosotros, también la Iglesia tiene esta misión: no es enviada a juzgar, sino a
acoger; no a imponer, sino a sembrar; la Iglesia está llamada no a
condenar, sino llevar a Cristo que es la salvación.
Sé que éste es el programa pastoral de vuestra Iglesia: el
compromiso misionero que involucra a todos y llega a todos. Nunca se desanimen
de caminar por esta senda. No tengan miedo de anunciar el Evangelio, de servir
y de amar. Y con vuestra alegría podrán hacer que se diga también de la
Iglesia: “¡tanto amó al mundo!” Una Iglesia que ama al mundo sin juzgarlo y que
se entrega por el mundo es bella y atractiva. Queridos hermanos y hermanas que
así sea, en Filipinas y en todas partes del mundo. Fuente: Vatican. Va.