12 de marzo 2021. Somos pecadores perdonados al servicio de los demás. Discurso del santo padre Francisco a los participantes en el curso sobre el fuero interno, organizado por la penitenciaría apostólica. Aula Pablo VI
Queridos hermanos, ¡buenos días!
Al cardenal —le agradezco sus palabras— insistió en San
José. Durante meses [me decía]: “Escriba algo sobre San José, escriba algo
sobre San José”. Y la Carta sobre San José es, en gran parte, obra suya. Y así,
gracias... Me disculpo por estar sentado, pero pensé: ellos están sentados, yo
también... No debería estarlo, pero después del viaje mis piernas todavía se
hacen notar. Disculpadme.
Me alegra recibiros con motivo del curso sobre el Fuero
Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica y que este año ha llegado a
su 31ª edición. El curso es una cita habitual que, providencialmente, cae en el
tiempo de Cuaresma, tiempo penitencial y tiempo de desierto, de conversión, de
penitencia y de acogida de la misericordia —para nosotros también— . Saludo al cardenal
Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco sus palabras, como dije
antes y con él saludo al regente, a los prelados, oficiales y personal de la
Penitenciaría, a los colegios de penitenciarios ordinarios y extraordinarios de
las basílicas pontificias in Urbe y a todos los que habéis participado en el
curso que, por la necesidad de la pandemia, ha tenido que celebrarse online
pero con la notable participación de 870 clérigos. ¡Buena cifra!
Quisiera detenerme
con vosotros en tres expresiones que explican bien el significado del
Sacramento de la Reconciliación; porque irse a confesar no es ir a la
tintorería para que me quiten una mancha. No, es otra cosa. Pensemos bien en lo
que es. La primera expresión que
explica este sacramento, este misterio es:
“abandonarse al Amor”, la segunda:
“dejarse transformar por el Amor”; y la tercera: “corresponder al Amor”.
Pero siempre el Amor: si no hay Amor en el sacramento no es como Jesús lo
quiere. Si hay funcionalidad, no es como Jesús lo quiere. Amor. Amor de hermano
pecador perdonado —como ha dicho el cardenal— por el hermano, la hermana,
pecador y pecadora perdonados. Esta es la relación fundamental.
Abandonarse al Amor
significa hacer un verdadero acto de fe. La fe nunca puede reducirse a una
lista de conceptos o a una serie de afirmaciones que hay que creer. La fe
se expresa y se entiende dentro de una relación: la relación entre Dios y el
hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la respuesta:
Dios llama y el hombre responde. También es verdad lo inverso: nosotros
llamamos a Dios cuando nos hace falta y Él responde siempre. La fe es el encuentro con la Misericordia,
con Dios mismo que es Misericordia —el nombre de Dios es Misericordia— y es
el abandono en los brazos de este Amor misterioso y generoso, que tanto
necesitamos, pero al que, a veces, tenemos miedo de abandonarnos.
La experiencia nos enseña que quien no se abandona al amor de Dios acaba, tarde o temprano,
abandonándose a otra cosa, terminando “en brazos” de la mentalidad mundana,
que al final acarrea amargura, tristeza y soledad y no se cura. Así que el
primer paso para una buena confesión es precisamente el acto de fe, de
abandono, con el que el penitente se acerca a la Misericordia. Y todo confesor,
por tanto, debe ser capaz de maravillarse siempre ante los hermanos que, por
fe, piden el perdón de Dios y, también sólo por fe, se abandonan a Él,
entregándose en la confesión. El dolor
por los pecados es el signo de ese abandono confiado al Amor.
Vivir así la confesión significa dejarse transformar por el
Amor. Es la segunda dimensión, la segunda expresión sobre la que me gustaría
reflexionar. Sabemos muy bien que no son
las leyes las que salvan, basta con
leer el capítulo 23 de Mateo: el individuo no cambia por una árida serie de
preceptos, sino por la fascinación del
Amor percibido y libremente ofrecido. Es el Amor que se manifestó
plenamente en Jesucristo y en su muerte en la cruz por nosotros. Así, el Amor,
que es Dios mismo, se hizo visible a los hombres, de un modo antes impensable,
totalmente nuevo y, por tanto, capaz de renovar todas las cosas. El penitente
que encuentra, en la conversación sacramental, un rayo de este Amor acogedor,
se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a experimentar esa transformación
de un corazón de piedra en un corazón de carne, que es una transformación que
se da en toda confesión. Así es también en la vida afectiva: se cambia por el
encuentro con un gran amor. El buen
confesor está siempre llamado a percibir el milagro del cambio, a advertir
la obra de la Gracia en el corazón de los penitentes, favoreciendo en lo
posible la acción transformadora. La integridad de la acusación es el signo de
esta transformación que obra el Amor: todo se entrega para que todo sea
perdonado.
La tercera y última
expresión es: corresponder al Amor. El abandono y el dejarse transformar por el
Amor tienen como consecuencia necesaria una correspondencia con el amor
recibido. El cristiano tiene siempre presentes las palabras de Santiago:
«Pruébame tu fe sin obras, y yo te probaré por mis obras la fe» (2,18). La
verdadera voluntad de conversión se concreta en la correspondencia al amor de
Dios recibido y aceptado. Es una correspondencia que se manifiesta en el cambio
de vida y en las obras de misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por
el Amor no puede dejar de acoger a su hermano. Quien se ha abandonado al Amor,
no puede sino consolar al afligido. Quien ha sido perdonado por Dios, no puede
dejar de perdonar de corazón a sus hermanos.
Si es cierto que nunca podremos corresponder plenamente al
Amor divino, por la diferencia insalvable entre el Creador y las criaturas, no
es menos cierto que Dios nos muestra un amor posible, en el que vivir esa
correspondencia imposible: el amor por el hermano. El amor al hermano es el lugar de la verdadera correspondencia al amor
de Dios: amando a nuestros hermanos nos demostramos y demostramos al mundo
y a Dios que le amamos de verdad y correspondemos, siempre de manera
insuficiente, a su misericordia. El buen confesor señala siempre, junto a la
primacía del amor a Dios, el imprescindible amor al prójimo, como ejercicio
diario en el que entrenar el amor a Dios. El
propósito actual de no volver a pecar es el signo de la voluntad de
corresponder al Amor.
Y muchas veces la gente, incluso nosotros mismos, nos
avergonzamos de haber prometido, de cometer el pecado y volver otra vez, otra
vez... Me viene a la mente un poema de un párroco argentino, bueno, un párroco
muy bueno. Era un poeta, escribió muchos libros. Un poema a la Virgen, en el
que le pedía a la Virgen, en el poema, que le custodiara, porque habría querido
cambiar, pero no sabía cómo. Le prometía a la Virgen que cambiaría y
terminaba así: “Esta tarde, Señora, la promesa
es sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera”. Sabía que siempre
habrá una llave para abrir, porque fue Dios, la ternura de Dios, quien la dejó
afuera. Así, la celebración frecuente del Sacramento de la Reconciliación se
convierte, tanto para el penitente como para el confesor, en un camino de
santificación, en una escuela de fe, de abandono, de cambio y de
correspondencia al Amor misericordioso del Padre.
Queridos hermanos y hermanas, recordemos siempre que cada uno de nosotros es un pecador
perdonado —si alguno de nosotros no se siente tal, es mejor que no vaya a
confesar, mejor que no sea confesor—, un
pecador perdonado puesto al servicio de los demás, para que también ellos,
a través del encuentro sacramental, puedan encontrar ese Amor que ha fascinado
y cambiado nuestras vidas. Teniendo esto en cuenta, os animo a perseverar
fielmente en el precioso ministerio que desempeñáis, o que pronto se os
confiará: es un servicio importante para la santificación del pueblo santo de
Dios. Encomendad este ministerio de reconciliación a la poderosa protección de
san José, hombre justo y fiel.
Y aquí quiero detenerme para subrayar la actitud religiosa
que surge de esta conciencia de ser un pecador perdonado que debe tener el
confesor. Acoger en paz, acoger con paternidad. Cada uno sabrá cómo es la
expresión de la paternidad: una sonrisa, los ojos en paz... Acoger ofreciendo
tranquilidad, y luego dejar hablar. A veces, el confesor se da cuenta de que
hay cierta dificultad para seguir adelante con un pecado, pero si lo entiende,
no hace preguntas indiscretas. Aprendí algo del cardenal Piacenza: me dijo que
cuando ve que estas personas tienen dificultades y entiende de qué se trata,
las detiene inmediatamente y les dice: “Lo entiendo. Sigamos”. No hay que dar más dolor, más “tortura” en
esto. Y luego, por favor, no hacer preguntas. A veces me pregunto: esos
confesores que empiezan: “Y como esto, esto, esto...”. Pero dime, ¿Qué estás
haciendo? ¿Te estás haciendo una película en la cabeza? Por favor. Además, en
las basílicas hay una gran oportunidad de confesarse, pero desgraciadamente los
seminaristas que están en los colegios internacionales se pasan la voz, incluso
los jóvenes sacerdotes: “A esa basílica puedes ir donde todos menos donde ese y
ese otro; en ese confesionario no vayas, porque ese será el comisario que te
torturará”. Se corre la voz...
Ser misericordioso no
significa ser de manga ancha, no. Significa ser hermano, padre, consolador.
“Padre, no puedo, no sé cómo haré...” — “Reza, y vuelve cuando lo necesites,
porque aquí encontrarás un padre, un hermano, encontrarás esto”. Esa es la
actitud. Por favor, no seáis un tribunal de examen académico, “Y cómo,
cuándo...”. No seáis fisgones en el alma
de los demás. Padres, hermanos misericordiosos.
Mientras os dejo estos motivos de reflexión, os deseo a
vosotros y a vuestros penitentes una fructífera Cuaresma de conversión. Os
bendigo de corazón y os pido por favor
que recéis por mí. Gracias.