29 de junio 2021. Dos grandes Apóstoles del Evangelio, y columnas de la Iglesia: Pedro y Pablo. Homilía del Papa Francisco. Basílica de san Pedro. Hoy celebramos su memoria. Observemos de cerca a estos dos testigos de la fe. En el centro de su historia no están sus capacidades, sino que en el centro está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás.
Pedro, el pescador de Galilea, fue liberado ante todo del
sentimiento de inadecuación y de la amargura del fracaso, y esto ocurrió
gracias al amor incondicional de Jesús. Aunque era un pescador experto, varias
veces experimentó, en plena noche, el amargo sabor de la derrota por no haber
pescado nada (cf. Lucas 5,5; Juan 21,5) y, ante las redes vacías, tuvo la
tentación de abandonarlo todo. A pesar de ser fuerte e impetuoso, a menudo se dejó
llevar por el miedo (cf. Mateo 14,30). Si bien era un apasionado discípulo del Señor, siguió razonando según el
mundo, sin ser capaz de entender y aceptar el significado de la cruz de Cristo
(cf. Mateo 16,22). Aunque decía que estaba dispuesto a dar la vida por Él, fue
suficiente sentir que sospechaban que era uno de los suyos para asustarse y llegar
a negar al Maestro (cf. Marcos 14, 66-72).
Sin embargo, Jesús lo amó gratuitamente y apostó por él. Lo animó a no rendirse, a echar de nuevo
las redes al mar, a caminar sobre las aguas, a mirar con valentía su propia
debilidad, a seguirlo en el camino de la cruz, a dar la vida por sus
hermanos, a apacentar sus ovejas. De este modo lo liberó del miedo, de los
cálculos basados únicamente en las seguridades humanas, de las preocupaciones
mundanas, infundiéndole el valor de arriesgarlo todo y la alegría de sentirse
pescador de hombres. Y lo llamó precisamente a él para que confirmara a sus
hermanos en la fe (cf. Lucas 22,32). A él le dio ―como hemos escuchado en el
Evangelio― las llaves para abrir las puertas que conducen al encuentro con el
Señor y el poder de atar y desatar: atar los hermanos a Cristo y desatar los
nudos y las cadenas de sus vidas (cf. Mateo 16,19).
Todo esto fue posible sólo porque ―como nos dice la primera
lectura― Pedro fue el primero en ser
liberado. Se rompieron las cadenas que lo tenían prisionero y, al igual que
había ocurrido en la noche que los israelitas fueron liberados de la esclavitud
en Egipto, se le pidió que se levantara rápidamente, que se pusiera el cinturón
y se atara las sandalias para poder salir. Y el Señor le abrió las puertas de
par en par (cf. Hechos 12,7-10). Es una nueva historia de apertura, de
liberación, de cadenas rotas, de salida del cautiverio que encierra. Pedro tuvo
la experiencia de la Pascua: el Señor lo liberó.
También el apóstol Pablo experimentó la liberación de
Cristo. Fue liberado de la esclavitud más opresiva, la de su ego. Y de Saulo,
el nombre del primer rey de Israel, pasó a ser Pablo, que significa “pequeño”. Fue librado también del celo religioso que
lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido
(cf. Gálatas 1,14) y violento perseguidor de los cristianos. Fue liberado. La
observancia formal de la religión y la defensa a capa y espada de la tradición,
en lugar de abrirlo al amor de Dios y de sus hermanos, lo volvieron rígido: era
un fundamentalista. Dios lo libró de esto, pero no le ahorró, en cambio, muchas
debilidades y dificultades que hicieron más fecunda su misión evangelizadora:
las fatigas del apostolado, la enfermedad física (cf. Ga 4,13-14), la
violencia, la persecución, los naufragios, el hambre y la sed, y —como él mismo
contaba— una espina que lo atormentaba
en la carne (cf. 2 Corintios 12,7-10).
Así, Pablo comprendió que «Dios eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes» (1 Corintios
1,27), que todo lo podemos en aquel que nos fortalece (cf. Filipenses 4,13), que nada
puede separarnos de su amor (cf. Romanos 8,35-39). Por eso, al final de su vida
―como nos dice la segunda lectura― Pablo pudo decir: «el Señor me asistió» y
«me seguirá librando de toda obra mala» (2 Timoteo 4,17). Pablo tuvo la
experiencia de la Pascua: el Señor lo liberó.
Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia mira a estos dos gigantes de la fe y ve a dos Apóstoles
que liberaron la fuerza del Evangelio en el mundo, sólo porque antes fueron
liberados por su encuentro con Cristo. Él no los juzgó, no los humilló, sino
que compartió su vida con afecto y cercanía, apoyándolos con su propia oración
y a veces reprendiéndolos para moverlos a que cambiaran. A Pedro, Jesús le dice
con ternura: «He rogado por ti para que no pierdas tu fe» (Lucas 22,32), a
Pablo le pregunta: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hechos 9,4). Jesús
hace lo mismo con nosotros: nos asegura su cercanía rezando por nosotros e
intercediendo ante el Padre, y nos reprende con dulzura cuando nos equivocamos,
para que podamos encontrar la fuerza de levantarnos y reanudar el camino.
Tocados por el Señor, también nosotros somos liberados.
Siempre necesitamos ser liberados, porque sólo una Iglesia libre es una Iglesia
creíble. Como Pedro, estamos llamados a
liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a veces infructuosa;
a liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace temerosos, encerrándonos
en nuestras seguridades y quitándonos la valentía de la profecía. Como Pablo, estamos llamados a ser libres de las
hipocresías de la exterioridad, a ser libres de la tentación de imponernos con
la fuerza del mundo en lugar de hacerlo con la debilidad que da cabida a
Dios, libres de una observancia religiosa que nos vuelve rígidos e inflexibles,
libres de vínculos ambiguos con el poder y del miedo a ser incomprendidos y
atacados.
Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a
nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura ―es Él
quien guía a la Iglesia―; de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de
Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la
liberación que no puede darse a sí mismo: liberación del pecado, de la muerte,
de la resignación, del sentimiento de injusticia, de la pérdida de esperanza,
que envilece la vida de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.
Preguntémonos hoy, en esta celebración y después de ella,
preguntémonos, ¿Cuánta necesidad de liberación tienen nuestras ciudades,
nuestras sociedades, nuestro mundo? ¡Cuántas cadenas hay que romper y cuántas
puertas con barrotes hay que abrir! Podemos ser colaboradores de esta
liberación, pero sólo si antes nos dejamos liberar por la novedad de Jesús y
caminamos en la libertad del Espíritu Santo.
Hoy nuestros hermanos arzobispos reciben el palio. Este
signo de unidad con Pedro recuerda la misión del pastor que da su vida por el
rebaño. Dando su vida, el pastor, liberado de sí mismo, se convierte en
instrumento de liberación para sus hermanos. Hoy nos acompaña la Delegación del
Patriarcado Ecuménico, enviada para esta ocasión por nuestro querido hermano
Bartolomé: vuestra grata presencia es un precioso signo de unidad en el camino
de liberación de las distancias que dividen escandalosamente a los creyentes en
Cristo. Gracias por vuestra presencia.
Rezamos por vosotros, por los pastores, por la Iglesia, por
todos nosotros para que, liberados por Cristo, seamos apóstoles de liberación
en el mundo entero. Fuente: Vatican. Va