27 de junio 2021. La peor enfermedad de la vida es la falta de amor. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco, Plaza de san Pedro. Décimo tercer domingo, tiempo ordinario, ciclo B. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!. Hoy en el Evangelio (cf. Marcos 5,21-43) Jesús se tropieza con nuestras dos situaciones más dramáticas, la muerte y la enfermedad. De ellas libera a dos personas: una niña, que muere justo cuando su padre ha ido a pedir ayuda a Jesús; y una mujer, que desde hace muchos años tiene flujo de sangre. Jesús se deja tocar por nuestro dolor y nuestra muerte, y obra dos signos de curación para decirnos que ni el dolor ni la muerte tienen la última palabra. Nos dice que la muerte no es el final. Vence a este enemigo, del que solos no podemos liberarnos.
Centrémonos, sin embargo, en este momento en que la
enfermedad sigue ocupando las primeras páginas, en el otro signo, la curación
de la mujer. Más que su salud, eran sus afectos los que estaban comprometidos,
¿por qué?: tenía flujos de sangre y, por lo tanto, según la mentalidad de la
época, era considerada impura. Era una
mujer marginada, no podía tener relaciones estables, no podía tener un marido,
no podía tener una familia y no podía tener relaciones sociales normales
porque era impura. Una enfermedad que la hacía impura. Vivía sola, con el
corazón herido. ¿Cuál es la peor
enfermedad de la vida? ¿El cáncer?, ¿la tuberculosis? ¿la pandemia? No. La peor enfermedad de la vida es la falta
de amor, es no poder amar. Esta pobre mujer estaba enferma, sí, de flujos
de sangre, pero en consecuencia de falta de amor porque no podía hacer vida
social con los demás. Y la curación que más importa es la de los afectos. Pero,
¿Cómo encontrarla? Podemos pensar en nuestros afectos: ¿están enfermos o tienen
buena salud? ¿Están enfermos? Jesús es capaz de curarlos.
La historia de esta mujer sin nombre —la llamamos así, “la
mujer sin nombre”—, con la que todos podemos identificarnos, es ejemplar. El
texto dice que había probado muchas curas, y «gastado todos sus bienes sin
provecho alguno, antes bien, yendo a peor» (v. 26). También nosotros, ¿Cuántas
veces nos arrojamos sobre remedios equivocados para saciar nuestra falta de
amor? Pensamos que el éxito y el dinero nos hacen felices, pero el amor no se compra, es gratuito. Nos refugiamos en lo virtual, pero el amor
es concreto. No nos aceptamos tal y como somos y nos escondemos detrás de
los trucos del mundo exterior, pero el amor no es apariencia. Buscamos
soluciones de magos y de gurús, sólo para encontrarnos sin dinero y sin paz,
como aquella mujer. Ella, finalmente, elige a Jesús y se abalanza entre la multitud para tocar el manto, el manto de
Jesús. Es decir, esa mujer busca el contacto directo, el contacto físico con
Jesús. En esta época, especialmente, hemos comprendido lo importantes que son
el contacto y las relaciones. Lo mismo ocurre con Jesús: a veces nos
contentamos con observar algún precepto y repetir oraciones —muchas veces como
loros— pero el Señor espera que nos encontremos con Él, que le abramos el
corazón, que toquemos su manto como la mujer para sanar. Porque, al entrar en
intimidad con Jesús, se curan nuestros afectos.
Esto es lo que quiere Jesús. Leemos, en efecto, que, no
obstante estuviera apretujado por la muchedumbre, miraba a su alrededor para
buscar a quien le había tocado, estrechado; los discípulos decían: “Pero mira
que la muchedumbre te apretuja...” No. “¿Quién me ha tocado?” Es la mirada de
Jesús: hay tanta gente, pero Él va en busca de un rostro y de un corazón lleno
de fe. Jesús no mira al conjunto, como nosotros, mira a la persona. No se
detiene ante las heridas y los errores del pasado, va más allá de los pecados y
los prejuicios. Todos tenemos una historia, y cada uno de nosotros en secreto
conoce bien las cosas malas de la suya. Pero Jesús las mira para curarlas. En
cambio a nosotros nos gusta mirar lo
malo de los demás... Cuántas veces, cuando hablamos caemos en el cotilleo
que es hablar mal de los demás, "despellejar" a los demás. Pero mira
qué horizonte de vida es ese. No como Jesús que mira siempre el modo de
salvarnos, mira el hoy, la buena voluntad y no la mala historia que tenemos. Jesús va más allá de los pecados. Jesús va
más allá de los prejuicios. No se queda en las apariencias, Jesús llega al
corazón. Y la cura precisamente a ella, a la que habían rechazado todos. Con ternura la llama «hija» (v. 34)
—el estilo de Jesús era la cercanía, la compasión y la ternura: “Hija...”— y
alaba su fe, devolviéndole la confianza en sí misma.
Hermana, hermano, estás aquí, deja que Jesús mire y sane tu corazón. Yo también tengo que
hacerlo: dejar que Jesús mire mi corazón y lo cure. Y si ya has sentido su
mirada tierna sobre ti, imítalo, haz como Él. Mira a tu alrededor: verás que
muchas personas que viven cerca de ti se sienten heridas y solas, necesitan
sentirse amadas: da el paso. Jesús te pide una mirada que no se quede en las
apariencias, sino que llegue al corazón;
que no juzgue —terminemos de juzgar a lo demás—, Jesús nos pide una mirada que no juzgue sino que acoja. Abramos
nuestro corazón para acoger a los demás. Porque sólo el amor sana la vida, solo
el amor sana la vida. Que la Virgen, Consuelo de los afligidos, nos ayude a
llevar una caricia a los heridos, a los heridos en el corazón que encontremos en
nuestro camino. Y a no juzgar, a no juzgar la realidad personal, social, de los
demás. Dios ama a todos. No juzguéis,
dejad vivir a los demás y tratad de acercaros con amor. Fuente: Vatican. Va