16 de junio 2021. “Jesucristo es el intercesor absoluto.” Audiencia general, Papa Francisco. Patio de san Dámaso. Catequesis 38. La oración pascual de Jesús por nosotros. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!. En esta serie de catequesis hemos recordado en varias ocasiones cómo la oración es una de las características más evidentes de la vida de Jesús: Jesús rezaba, y rezaba mucho. Durante su misión, Jesús se sumerge en ella, porque el diálogo con el Padre es el núcleo incandescente de toda su existencia.
Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo
todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos
culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación
cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del
Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en
proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y
resurrección —como un rayo— arroja luz sobre todo el resto de la historia de
Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las
enfermedades humanas: fue y es mucho más. En
Él no hay solamente bondad: hay algo más, está la salvación, y no una
salvación episódica – la que me salva de una enfermedad o de un momento de
desánimo – sino la salvación total, la
mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre
la muerte.
En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a
Jesús, plenamente inmerso en la oración.
Él reza de forma dramática en el huerto del Getsemaní —lo
hemos escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús,
precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo “Abbà”, Papá (cfr.
Marcos 14,36). Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa
intimidad, expresa confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo
rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà, Papá.
Jesús reza también en
la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios. Y sin embargo en
sus labios surge una vez más la palabra “Padre”. Es la oración más audaz,
porque en la cruz Jesús es el intercesor
absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo
condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos
estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder.
«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34). En medio del
drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús reza con las palabras de
los salmos; con los pobres del mundo, especialmente con los olvidados por
todos, pronuncia las palabras trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?» (v. 2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se
cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir se cumple nuestra
salvación. Y también, una vez, lo llama “Dios mío”, “Padre, en tus manos pongo
mi espíritu”: es decir, todo, todo es oración, en las tres horas de la Cruz.
Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y
de la muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La
oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte
también en el modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado
también por mí, por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir:
“Jesús, en la cruz, ha rezado por mí”. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno
de nosotros: “He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz”.
Incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La
oración de Jesús está con nosotros. “Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos
escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros?”. Sí, sigue rezando para que Su
palabra nos ayude a ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por
nosotros.
Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la
última catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que
nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido “rezados”,
ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del
Espíritu Santo. Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el
corazón, no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya
acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo.
Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte
y resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y
con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía
y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida
sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús
reza por mí. Fuente: Vatican. Va