29 de agosto 2021. Hay que evitar una religiosidad de la apariencia. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Vigésimo segundo domingo, tiempo ordinario, Ciclo B. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de la Liturgia de hoy muestra a algunos escribas y fariseos asombrados por la actitud de Jesús. Están escandalizados porque sus discípulos comen sin antes realizar las tradicionales abluciones rituales. Piensan para sus adentros: “Esta forma de hacer es contraria a la práctica religiosa” (cf. Marcos 7, 2-5).
También nosotros podríamos preguntarnos: ¿Por qué Jesús y
sus discípulos descuidan estas tradiciones? Al fin y al cabo no son cosas
malas, sino buenos hábitos rituales, simples abluciones antes de comer. ¿Por
qué Jesús no le presta atención? Porque para Él es importante llevar de nuevo
la fe a su centro. Este llevar de nuevo la fe a su centro lo vemos
continuamente en el Evangelio. Y evitar un peligro, que vale tanto para esos
escribas como para nosotros: el de observar las formalidades externas dejando
en un segundo plano el corazón de la fe. Nosotros
también muchas veces nos “maquillamos” el alma. La formalidad exterior y no
el corazón de la fe: esto es un riesgo. Es el riesgo de una religiosidad de la apariencia: aparentar ser bueno por fuera,
descuidando purificar el corazón. Siempre existe la tentación de “reducir
nuestra relación con Dios” a alguna devoción externa, pero Jesús no está
satisfecho con este culto. Jesús no
quiere exterioridad, quiere una fe que llegue al corazón.
De hecho, inmediatamente después, llama otra vez a la
multitud para decir una gran verdad: «Nada hay fuera del hombre que, entrando
en él, pueda hacerlo impuro» (v. 15). En cambio, es «de dentro, del corazón»
(v. 21) que salen las cosas malas. Estas palabras son revolucionarias, porque
para la mentalidad de la época ciertos alimentos o contactos externos te hacían
impuro. Jesús invierte la perspectiva: no daña lo que viene de fuera, sino lo
que viene de dentro.
Queridos hermanos y hermanas, esto también nos concierne. A
menudo pensamos que el mal proviene principalmente del exterior: del
comportamiento de los demás, de quienes piensan mal de nosotros, de la
sociedad. ¡Cuántas veces culpamos a los
demás, a la sociedad, al mundo, de todo lo que nos pasa! Siempre es culpa
de los “otros”: es culpa de la gente, de los que gobiernan, de la mala suerte,
etcétera. Parece que los problemas
vienen siempre de fuera. Y pasamos el tiempo repartiendo culpas; pero pasar
el tiempo culpando a los demás es una pérdida de tiempo. Nos enojamos, nos
amargamos y mantenemos a Dios fuera de nuestro corazón. Como esas personas del
Evangelio, que se quejan, se escandalizan, discuten y no acogen a Jesús. No se puede ser verdaderamente religioso en
la queja: la queja envenena, te conduce a la ira, al resentimiento y a la
tristeza, la del corazón, que cierra las puertas a Dios.
Pidámosle hoy al
Señor que nos libre de echar la culpa a los demás —como los niños: “¡Yo no
he sido! Ha sido el otro, ha sido el otro…”—. Pidamos en la oración la gracia
de no perder el tiempo contaminando el mundo con quejas, porque esto no es
cristiano. Jesús nos invita a mirar la vida y el mundo desde nuestro corazón.
Si nos miramos dentro, encontraremos casi todo lo que detestamos fuera. Y si le
pedimos sinceramente a Dios que purifique nuestro corazón, comenzaremos a hacer
el mundo más limpio. Porque hay una
forma infalible de vencer el mal: empezar a vencerlo dentro de uno mismo.
Los primeros Padres de la Iglesia, los monjes, cuando se les preguntaba: “¿Cuál
es el camino de la santidad? ¿Cómo debo empezar?”, decían que el primer paso era acusarse a uno mismo:
acúsate a ti mismo. La acusación de nosotros mismos. ¿Cuántos de nosotros,
durante el día, en un momento del día o en un momento de la semana, somos
capaces de acusarnos por dentro? “Sí, este me hizo esto, ese otro..., aquel una
salvajada...”. ¿Y yo? Yo hago lo mismo, o lo hago así... Es una sabiduría:
aprender a acusarse. Intentad hacerlo, os hará bien. Para mí es bueno, cuando
consigo hacerlo, me hace bien, nos hará bien a todos.
Que la Virgen María, que cambió la historia con la pureza de
su corazón, nos ayude a purificar el nuestro, superando en primer lugar el
vicio de culpabilizar a los demás y de quejarse de todo. Fuente: Vatican. Va.