24 de noviembre 2019. Homilía Papa Francisco, en Nagasaky
(Japón). «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lucas 23,42). En
este último domingo del año litúrgico unimos nuestras voces a la del malhechor
que, crucificado junto con Jesús, lo reconoció y lo proclamó rey. Allí, en el
momento menos triunfal y glorioso, bajo los gritos de burlas y humillación, el
bandido fue capaz de alzar la voz y realizar su profesión de fe. Son las
últimas palabras que Jesús escucha y, a su vez, son las últimas palabras que Él
dirige antes de entregarse a su Padre: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo
en el Paraíso» (Lucas 23,43). El pasado tortuoso del ladrón parece, por un
instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar de cerca el suplicio del Señor; y
este instante no hace más que corroborar la vida del Señor: ofrecer siempre y
en todas partes la salvación.
El calvario, lugar de desconcierto e injusticia,
donde la impotencia y la incomprensión se encuentran acompañadas por el
murmullo y cuchicheo indiferente y justificador de los burlones de turno ante
la muerte del inocente, se transforma, gracias a la actitud del buen ladrón, en
una palabra de esperanza para toda la humanidad. Las burlas y los gritos de
¡sálvate a ti mismo! frente al inocente sufriente no serán la última palabra;
es más, despertarán la voz de aquellos que se dejen tocar el corazón y se
decidan por la compasión como auténtica forma para construir la historia.
Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso;
conocemos bien la historia de nuestras faltas, pecados y limitaciones, al igual
que el buen ladrón, pero no queremos que eso sea lo que determine o defina
nuestro presente y futuro. Sabemos que no son pocas las veces que podemos caer
en la atmósfera comodona del grito fácil e indiferente del “sálvate a ti
mismo”, y perder la memoria de lo que significa cargar con el sufrimiento de
tantos inocentes. Estas tierras experimentaron, como pocas, la capacidad
destructora a la que puede llegar el ser humano. Por eso, como el buen ladrón,
queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y profesar
nuestra fe en la defensa y el servicio del Señor, el Inocente sufriente.
Queremos acompañar su suplicio, sostener su soledad y abandono, y escuchar, una
vez más, que la salvación es la palabra que el Padre nos quiere ofrecer a
todos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Salvación y certeza que testimoniaron valientemente con su
vida san Pablo Miki y sus compañeros, así como los miles de mártires que
jalonan vuestro patrimonio espiritual. Sobre sus huellas queremos caminar,
sobre sus pasos queremos andar para profesar con valentía que el amor dado,
entregado y celebrado por Cristo en la cruz, es capaz de vencer sobre todo tipo
de odio, egoísmo, burla o evasión; es capaz de vencer sobre todo pesimismo
inoperante o bienestar narcotizante, que termina por paralizar cualquier buena
acción y elección. Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II, lejos están de la
verdad quienes sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente,
sino que buscamos la futura, piensan que por ello podemos descuidar nuestros
deberes terrenos, no advirtiendo que, precisamente, por esa misma fe profesada
estamos obligados a realizarlos de una manera tal que den cuenta y
transparenten la nobleza de la vocación con la que hemos sido llamados (cf.
Const. past. Gaudium et spes, 43).
Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes. Cristo está vivo
y actúa en medio nuestro, conduciéndonos a todos hacia la plenitud de vida. Él
está vivo y nos quiere vivos, es nuestra esperanza (cf. Exhort. ap. postsin.
Christus vivit, 1). Lo imploramos cada día: venga a nosotros tu Reino, Señor. Y
al hacerlo queremos también que nuestra vida y nuestras acciones se vuelvan una
alabanza. Si nuestra misión como discípulos misioneros es la de ser testigos y
heraldos de lo que vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y los males, sino
que nos impulsa a ser levadura de su Reino dondequiera que estemos: familia,
trabajo, sociedad; ser una pequeña abertura en la que el Espíritu siga soplando
esperanza entre los pueblos. El Reino de los cielos es nuestra meta común, una
meta que no puede ser sólo para el mañana, sino que la imploramos y la
comenzamos a vivir hoy, al lado de la indiferencia que rodea y silencia tantas
veces a nuestros enfermos y discapacitados, a los ancianos y abandonados, a los
refugiados y trabajadores extranjeros: todos ellos sacramento vivo de Cristo,
nuestro Rey (cf. Mt 25,31-46); porque «si verdaderamente hemos partido de la
contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro
de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (S. Juan Pablo II,
Carta ap. Novo millennio ineunte, 49).
En el Calvario, muchas voces callaban, tantas otras se
burlaban, tan sólo la del ladrón fue capaz de alzarse y defender al inocente
sufriente; toda una valiente profesión de fe. Está en cada uno de nosotros la
decisión de callar, burlar o profetizar. Queridos hermanos: Nagasaki lleva en
su alma una herida difícil de curar, signo del sufrimiento inexplicable de
tantos inocentes; víctimas atropelladas por las guerras de ayer pero que siguen
sufriendo hoy en esta tercera guerra mundial a pedazos. Alcemos nuestras voces
aquí en una plegaria común por todos aquellos que hoy están sufriendo en su
carne este pecado que clama al cielo, y para que cada vez sean más los que,
como el buen ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse, sino con su voz
profetizar un reino de verdad y justicia, de santidad y gracia, de amor y de
paz. Fuente: Zenit. Org.