17 de noviembre 2019. En el evangelio de hoy, Jesús
sorprende a sus contemporáneos, y también a nosotros. En efecto, justo cuando
se alababa el magnífico templo de Jerusalén, dice que «no quedará piedra sobre
piedra» (Lucas 21,6). ¿Por qué estas palabras hacia una institución tan
sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo religioso único, una casa
para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué profetizar que la sólida certeza
del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué el Señor deja al final que se
desmoronen las certezas, cuando el mundo las necesita cada vez más?
Buscamos respuestas en las palabras de Jesús. Él nos dice
hoy que casi todo pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo
del Tiempo Ordinario, Él explica que lo que se derrumba, lo que pasa son las cosas penúltimas, no las últimas: el templo, no
Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no el hombre. Pasan las cosas
penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero no lo son. Son realidades
grandiosas, como nuestros templos, y espantosas, como terremotos, signos en el
cielo y guerras en la tierra. A nosotros nos parecen hechos de primera página,
pero el Señor los pone en segunda página.
En la primera queda lo que no pasará
jamás: el Dios vivo, infinitamente más grande que cada templo que le
construimos, y el hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas las crónicas
del mundo. Entonces, para ayudarnos a comprender lo que importa en la vida,
Jesús nos advierte acerca de dos tentaciones.
La primera es la tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no hay que ir detrás de quien
dice que el final está cerca, que «está llegando el tiempo». Es decir,
que no hay que prestar atención a quien difunde alarmismos y alimenta el miedo
del otro y del futuro, porque el miedo
paraliza el corazón y la mente.
Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa
de querer saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de la curiosidad, por
la última noticia llamativa o escandalosa, por las historias turbias, por los
chillidos del que grita más fuerte y más enfadado, por quien dice “ahora o
nunca”. Pero esta prisa, este todo y ahora mismo, no viene de Dios. Si nos
afanamos por el ahora mismo, olvidamos al que permanece para siempre: seguimos
las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por el último grito,
no encontramos más tiempo para Dios y para el hermano que vive a nuestro lado.
¡Qué verdad es esta hoy! En el afán de correr, de conquistarlo
todo y rápidamente, el que se queda atrás molesta y se considera como descarte.
Cuántos ancianos, niños no nacidos, personas discapacitadas, pobres
considerados inútiles. Se va de prisa, sin preocuparse que las distancias
aumentan, que la codicia de pocos acrecienta la pobreza de muchos.
Jesús, como antídoto
a la prisa propone hoy a cada uno la perseverancia: «con su perseverancia
salvarán sus almas». Perseverancia es seguir adelante cada día con los ojos
fijos en aquello que no pasa: el Señor y el prójimo. Por esto, la perseverancia es el don de Dios con que
se conservan todos los otros dones. Pidamos por cada uno de nosotros y por
nosotros como Iglesia para perseverar en el bien, para no perder de vista lo
importante. Este es el engaño de la prisa.
Hay un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar,
cuando dice: «Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy” [...]; no vayan
tras ellos». Es la tentación del yo.
El cristiano, como no busca el ahora mismo sino el siempre, no es entonces un
discípulo del yo, sino del tú. Es decir, no sigue las sirenas de sus
caprichos, sino el reclamo del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se distingue la
voz de Jesús? “Muchos vendrán en mi nombre”, dice el Señor, pero no han de
seguirse.
No basta la etiqueta “cristiano” o “católico” para ser de
Jesús. Es necesario hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la lengua del
tú. No habla la lengua de Jesús quien dice yo, sino quien sale del propio yo.
Y, sin embargo, cuántas veces, aún al hacer el bien, reina la hipocresía del
yo: hago lo correcto, pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a
cambio; ayudo, pero para atraer la amistad de esa persona importante. De este
modo habla la lengua del yo. La Palabra de Dios, en cambio, impulsa a un «amor
no fingido» (Romanos 12,9), a dar al que no tiene para devolvernos (cf. Lucas
14,14), a servir sin buscar recompensas y contracambios (cf. Lucas 6,35).
Entonces podemos preguntarnos: ¿Ayudo a alguien de quien no podré recibir? Yo,
cristiano, ¿tengo al menos un pobre como amigo?
Los pobres son
preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua del yo; no se
sostienen solos, con las propias fuerzas, necesitan alguien que los lleve de la
mano. Nos recuerdan que el Evangelio se
vive así́, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres
nos lleva al clima del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres en el
espíritu (cf. Mateo 5,3). Entonces, más que sentir fastidio cuando oímos que
golpean a nuestra puerta, podemos acoger su grito de auxilio como una llamada a
salir de nuestro propio yo, acogerlos con la misma mirada de amor que Dios
tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si
los pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de
Dios! Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos
de Jesús, comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa.
Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas,
que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para
siempre. Es el amor, porque «Dios es amor» (1 Juan 4,8), y el pobre que pide mi
amor me lleva directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al cielo;
por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros
del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque
nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une tierra y cielo, y por la
cual verdaderamente vale la pena vivir: el amor. Fuente: Aciprensa