12 de noviembre 2019. “Sentido de la autoridad en la
Iglesia.” Pedro Trevijano. Ante el problema de la autoridad en la Iglesia, creo
que es conveniente recordar algunas cosas. La
autoridad se recomienda a sí misma no imponiéndose, sino persuadiendo,
convenciendo sin coaccionar, dirigiendo en vez de dominando, siendo personal y
no impersonal, tratando a los gobernados como socios y colaboradores y no como
súbditos. Es obligación de quienes detentan la autoridad tener conciencia de
que su deber es ante todo intentar hacer atractivo lo encomendado y merecer el
amor de sus súbditos. La autoridad se
autentifica por un sincero amor a la Iglesia y a sus miembros, nosotros los
cristianos, pues no se trata de realidades diferentes. Quien quiere que los
demás le respeten porque posee autoridad o poder, pero no hace nada para
merecer el amor de los demás, no merece ninguna confianza, aparte de que un uso
así de la autoridad es totalmente extraño al espíritu del Nuevo Testamento.
La autoridad ha de
ser también profundamente humilde: "La Iglesia, que guarda el depósito
de la Palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y
moral, sin que tenga siempre a mano la respuesta adecuada a cada cuestión,
desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino
recientemente emprendido por la Humanidad" (Gaudium et Spes, 33).
Sin una buena teología de la autoridad, tanto ésta como los
súbditos están expuestos a graves errores. La
autoridad ha de evitar asumir un ámbito de gobierno más amplio que el que le
corresponde, invadiendo terrenos que no le pertenecen, como por ejemplo dar
soluciones técnicas a los problemas de orden temporal, o pretendiendo
falsamente identificar su voluntad con la voluntad de Dios, puesto que ningún
hombre es Dios y no solemos lucirnos cuando nos metemos a desempeñar el papel
de Dios. Por el contrario, también puede
la autoridad equivocarse por inhibirse de sus obligaciones y responsabilidades:
por ejemplo, el silencio de la Iglesia ante el problema social en el siglo
pasado.
El creyente, por su
parte, no puede abdicar de sus propias responsabilidades. La práctica de la
obediencia ciega, aun sin alcanzar los extremos de la realizada por el criminal
de guerra Eichmann, quien intentó justificar sus asesinatos alegando que él se
había limitado a obedecer, es degradante y despersonalizante, puesto que supone
una concepción monstruosamente antisocial de la responsabilidad humana, y esto
es aún más cierto si lo que se pretende es una obediencia cristiana. La obediencia verdadera o renuncia de sí
mismo (Mateo 16, 24; Mc 8,34; Lucas 9,23) no tiene nada que ver con la
despersonalización, puesto que el Yo que ha de negarse o mortificarse es el
"hombre viejo" paulino (Romanos 6,11; Efesios 4,22; Col 3,9) que ha
de hacer sitio al "hombre nuevo" que vive para Dios en Cristo (Romanos
6,11). El Nuevo Testamento no conoce otro conformismo que la conformidad con
Cristo, quien desde luego no es ningún prototipo de conformismo.
Pero el súbdito
tampoco debe adoptar actitudes rebeldes o contestatarias ante la autoridad
eclesiástica. Hay ciertamente una primacía de la conciencia personal sobre
las normas establecidas, pero también el deber de formar la conciencia, deber
del que nadie está dispensado. Está claro que el magisterio no puede ni debe
sustituir a la conciencia de cada hombre, pero la conciencia, que tiene la
obligación de ser recta, encuentra en el magisterio las mejores luces e
indicaciones para abrirse a las llamadas de Dios y encontrar así "la luz
verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre" (Juan 1,9).
El respeto a las enseñanzas de la autoridad eclesiástica y a la competencia de
la propia conciencia son absolutamente complementarios y la autoridad ha de
tener en cuenta que sus leyes han de estar
al servicio del hombre: "El sábado ha sido hecho para el hombre y no
el hombre para el sábado" (Mc 2,27), pero el creyente a su vez debe
considerar que se trata no de acomodar la voluntad de Dios a la suya, sino la
suya a la voluntad de Dios.
La obediencia tiene
que ser expresión activa de nuestro amor y sirve para realizar éste; por
ello mismo tiene que ser inteligente, para realizar mejor la tarea que se
espera de nosotros; en consecuencia la autoridad debe dirigirse tanto a nuestra
razón como a nuestra voluntad, siendo conveniente e incluso necesario un
diálogo entre superiores y miembros de una comunidad, pues la tarea ha de
realizarse entre todos. Fuente: Religión en libertad. Pedro Trevijano.