20 de mayo 2020. Carta a todo el pueblo santo de Dios que
peregrina en la Iglesia particular de Ibagué,
al cumplirse los 45 años de su elevación a la dignidad de arquidiócesis
Muy queridos hermanos:
“Aunque el progreso de las Iglesias particulares radique
principalmente en la diligencia, trabajo, virtud, y prudencia de los sagrados
pastores, a nadie se le escapa que la disposición y ordenación de cada una de
las Diócesis, contribuye no poco a la prosperidad de las mismas.”
Estas son las palabras con que Su Santidad Pablo VI da
inicio a la bula con la cual eleva a la a la Diócesis de Ibagué a la dignidad
de Iglesia Metropolitana. La bula fue firmada el 14 de diciembre de 1974, pero
el acto respectivo en nuestra ciudad se llevó a cabo el 20 de mayo de 1975. Por
eso con gran júbilo y agradecimiento a Dios estamos celebrando los 45 años de
vida arquidiocesana.
Si bien, –como dice la bula Papal– “el progreso de una
diócesis radica principalmente en la diligencia, trabajo, virtud y prudencia de
sus pastores”, la tarea evangelizadora que en ella se ha de realizar, también
depende de la manera como las Iglesias particulares se organicen y se
relacionen con las que le rodean. Fue por ello que las diócesis de Ibagué y El
Espinal fueron desligadas de la provincia de Bogotá y las diócesis de Neiva y
Garzón se desligaron de la provincia de Popayán. Con estas diócesis, más el
Vicariato Apostólico de Florencia, se conformó la nueva provincia eclesiástica
de Ibagué hace 45 años. Para ese entonces, se cumplían los 75 años de vida
diocesana, pues el 20 de mayo del año 1900, nuestra ciudad había sido hecha
sede episcopal por voluntad de Su Santidad León XIII.
Detengámonos a ver las dos partes de este párrafo inicial de
la bula pontificia con que se crea la Arquidiócesis de Ibagué: la santidad de
sus pastores y la organización eclesial.
Mirar a la Iglesia a la luz de la fe
“Aunque el progreso de las Iglesias particulares radique
principalmente en la diligencia, trabajo, virtud, y prudencia de los sagrados
pastores...”
Los años van pasando y la historia va señalando la virtud de
sus pastores desde sus inicios como diócesis: el primer obispo de este rebaño,
aunque en calidad de Administrador Apostólico, fue Mons. Esteban Rojas, quien
murió en olor de santidad. Tres años más tarde fue sucedido por Mons Ismael
Perdomo, cuya causa de beatificación ya está en curso y el Sumo Pontífice que
erigió la Arquidiócesis ha sido ya canonizado: San Pablo VI, además, en nuestro
clero diocesano contamos con el Beato Mártir Pedro María Ramírez.
Qué honor tan grande para nosotros como Iglesia particular,
poder contar en cortos 120 años de historia con estos pastores cuya
ejemplaridad de vida cristiana ya está reconocida y se constituyen no sólo en
modelos de virtudes sino también en nuestros grandes intercesores. Debemos
sentir un gran orgullo por ese aporte diocesano de santidad a nuestra amada Iglesia
Católica.
Pero es muy posible que ellos no sean los únicos pastores
que en la historia de nuestra diócesis han llegado a gozar de la dicha
celestial. Además, si hay pastores santos, seguramente son muchas las ovejas
que viven santamente. Por eso quiero hacerme eco de nuestro querido Papa
Francisco:
“Me gusta ver la
santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto
amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a
su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En
esa constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia
militante, esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de
aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de
Dios... (Gaudete et Exultate 7)
Efectivamente, todos los fieles cristianos de cualquier
condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación
que nos da la Iglesia, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la
perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre (Cfr.
Lumen Gentium 11).
Sólo si tenemos esta
visión completa de la Iglesia como ámbito propio de la santidad, podemos darnos
cuenta que lo humano y lo material son sólo una limitada e imperfecta expresión
de la realidad santa y sobrenatural que la vivifica y entonces podemos
valorar la verdadera dimensión de la celebración que hoy estamos recordando.
Nuestra Arquidiócesis
de Ibagué, al igual que la Iglesia entera, está llamada a crecer no por sus
estructuras, obras y proyectos, sino por
la santidad de sus miembros, que la hacen atrayente. Por eso los invito,
queridos hermanos, a dar gracias al Señor, porque este hermoso trozo de tierra
tolimense, que es nuestra Arquidiócesis, ha sido terreno fecundo para la
semilla del Evangelio y ha producido muchos hijos e hijas que, por su
naturalidad y sinceridad con que vivieron su fe en las actividades cotidianas,
sin llamar la atención ni hacer cosas especialmente llamativas, han pasado
desapercibidos para el mundo, pero no para Dios. Sus nombres no se dirán al
cantar las letanías, ni se les harán estatuas, ni se les rezarán novenas, pero
gracias a sus testimonios muchas personas que los tuvieron cerca, han podido
conocer el amor de Dios.
Damos gracias al Señor porque la santidad de vida –que es el
rostro más bello de la Iglesia, y sello de su autenticidad–, ya se ha
reconocido públicamente en algunos de los pastores de nuestra Arquidiócesis, y
en innumerables ovejas de este rebaño. Que Dios nos conceda ser fieles para
seguir dando abundantes frutos de santidad.
Nuestra Iglesia,
realidad espiritual y material en medio del mundo.
A la vez que la Iglesia es portadora de vida divina, también
se presenta en el mundo como una realidad visible y social, fuertemente
radicada en el tiempo y el espacio, en cada región y cultura que debe
evangelizar.
Las luchas, penas y alegrías de sus hijos, son las luchas,
penas y alegrías de la Iglesia. Todos somos conscientes de que nuestro
territorio tolimense ha sido, durante muchos años escenario de enfrentamientos
absurdamente violentos por diferencias políticas, codicias económicas y
polarizaciones sociales. Más absurdo aún por el hecho de que ha sido un
enfrentamiento fratricida en que los diversos bandos son conformados en su
mayoría por católicos.
La guerrilla, el narcotráfico, la injusticia social, las
familias desplazadas, los niños abandonados, los hogares desunidos, los
ancianos desamparados, la violencia intrafamiliar, los abortos innumerables,
los suicidios en aumento, los barrios con altos niveles de pobreza y
prostitución, las mujeres embarazadas desprotegidas, los habitantes de calle,
los jóvenes drogadictos, los ataques sociales y culturales contra la estructura
familiar, la difusión de ideologías inmorales en colegios y universidades, la
falta de oportunidades de empleo, los campesinos desamparados del estado, son
algunas de las lacras que golpean atrozmente nuestra sociedad y por eso,
precisamente, constituyen las realidades que día a día ocupan la acción
evangelizadora y la pastoral social de nuestra arquidiócesis.
Nuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos,
misioneros, voluntarios y catequistas, repartidos en las parroquias de barrios
y pueblos, en colegios y universidades, hospitales y cementerios, entre las
familias de todos los sectores y estratos, en todas las realidades sociales,
recorriendo valles y montañas, o viviendo el silencio y humildad de sus
monasterios, hacen que día a día llegue a más almas la luz de la Verdad que es
Cristo, que libera y llena de esperanza.
Los movimientos y espiritualidades laicales se han convertido también en
nuestra arquidiócesis en una gran fuerza evangelizadora que oxigena y llena de
alegría con la riqueza de sus carismas.
Pero la gran
esperanza de la Iglesia está siempre puesta en aquellos jóvenes que, en medio
de su vida normal y corriente, reciben y aceptan la llamada de Dios al
sacerdocio y se convierten en los futuros pastores que nos guiarán. Por eso
todos juntos debemos clamar a Dios, sin cesar que, por amor a su pueblo, nos
conceda tener muchas y santas vocaciones al sacerdocio en nuestra
arquidiócesis. Que las familias valoren y agradezcan cuando un hijo recibe la
vocación sacerdotal.
Damos hoy gracias a Dios porque, en medio de esta realidad
socio económica y cultural tantas veces adversa, hemos tenido sacerdotes,
religiosos y laicos que se han convertido en tan buenos instrumentos
evangelizadores en nuestra Arquidiócesis.
La Provincia Eclesiástica, signo de comunión.
“...la disposición y ordenación de cada una de las
Diócesis, contribuye no poco a la prosperidad de las mismas.”
La Bula de creación de la Arquidiócesis de Ibagué, después
de referirse a las cualidades de los pastores, se refiere a la necesidad de la
relación con las otras diócesis, haciendo referencia a la llamada Provincia
Eclesiástica.
La Arquidiócesis de
Ibagué tiene en la actualidad como diócesis sufragáneas, a Líbano-Honda, El
Espinal, Neiva y Garzón. El 3 de Julio del año pasado, la diócesis de
Florencia, fue elevada a la dignidad de Arquidiócesis, separándose así de
nuestra provincia eclesiástica, junto con la diócesis de San Vicente del Caguán
y el Vicariato Apostólico de Puerto Leguízamo-Solano, los cuales también hacían
parte de nuestra provincia eclesiástica de Ibagué.
Cada diócesis es “Iglesia Particular” porque en ella se vive
la plenitud de la vida eclesial, es decir, es una porción del pueblo de Dios
puesta bajo el cuidado pastoral del obispo y sus sacerdotes que, en plena
comunión, permiten que se haga verdaderamente presente la Iglesia una, santa,
católica y apostólica en un lugar específico del mundo.
La provincia
eclesiástica es la agrupación de varias diócesis territorialmente cercanas para
favorecer la colaboración pastoral y la ayuda entre los obispos, la que
hace cabeza es la Arquidiócesis.
Cuando en 1975 el Santo Padre erigió a Ibagué como Arquidiócesis,
también nombró a su obispo, Mons. José Joaquín Flórez como el primer Arzobispo,
confiándole la tarea de ser, entre sus hermanos obispos el promotor de la
comunión en la fe y doctrina con el Santo Padre.
Hoy damos gracias a
Dios por la tarea ejemplar que han dado los señores Arzobispos que han ocupado
esta sede: Mons José Joaquín Flórez Hernández, Mons. Juan Francisco Sarasti y
Mons. Flavio Calle Zapata, para el bien de la Arquidiócesis y de toda la
provincia eclesiástica, a la vez que agradecemos también a Dios por cada uno de
los señores obispos de las diócesis sufragáneas, con quienes han sabido vivir
la colegialidad y fraternidad propias de los sucesores de los apóstoles. Hemos
tenido también el honor y placer de contribuir a esta misión tres obispos
auxiliares: Mons. Fabián Marulanda, Mons. Orlando Roa y quien suscribe esta
carta.
Dios pone el mundo en manos de cada generación a lo largo de
la historia y en este tiempo lo pone en las nuestras, para que se lo
entreguemos mejor que como lo recibimos. ¡Qué gran responsabilidad, cuanta
confianza nos tiene¡ No lo defraudemos. Debemos pasar íntegro el mensaje
cristiano a las siguientes generaciones.
Por eso quisiera concluir este mensaje, queridos hermanos,
en este momento histórico de nuestra Arquidiócesis, en que estamos a la espera
del nuevo Arzobispo que el Santo Padre tenga a bien enviar, invitándolos a
elevar nuestra confiada plegaria:
Oh Dios, Pastor eterno, que gobiernas a tu grey con
protección constante, te rogamos que, por tu misericordia infinita concedas a
la Iglesia de Ibagué un pastor que te agrade por su santidad y sea útil a tu
pueblo por su vigilante dedicación pastoral. Por Jesucristo Nuestro Señor.
Al final de esta carta, es inevitable acudir a nuestro Padre
Dios para rogarle que, por su misericordia infinita, nos libre pronto de esta
pandemia que estamos padeciendo y que está causando una gran crisis
humanitaria, social y económica. Que esta dura prueba sea ocasión para que
muchos vuelvan a Dios y para que nuestra sociedad renazca con auténticos
principios de fe, esperanza y solidaridad.
Reciban mi bendición que con afecto les imparto,
+ Mons. Miguel Fernando González Mariño Administrador
Apostólico de Ibagué
Ibagué, 20 de mayo de 2020