21 de mayo 2020. “Los testigos certifican lo que otro ha
hecho.” Mensaje del Papa Francisco a las obras misionales Pontificias. Queridos
hermanos y hermanas: Este año había decidido participar en vuestra Asamblea
general anual, el jueves 21 de mayo, fiesta de la Ascensión del Señor, pero se
ha cancelado a causa de la pandemia que nos afecta a todos. Por eso, deseo
enviaros a todos vosotros este mensaje, para haceros llegar, igualmente, lo que
tengo en el corazón para deciros. Esta fiesta cristiana, en estos tiempos
inimaginables que estamos viviendo, me parece aún más rica de sugerencias para
el camino y la misión de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia.
Celebramos la Ascensión como una fiesta y, sin embargo, en
ella se conmemora la despedida de Jesús de sus discípulos y de este mundo.
El
Señor asciende al Cielo, y la liturgia oriental narra el estupor de los ángeles
al ver a un hombre que con su cuerpo sube a la derecha del Padre. No obstante,
mientras Cristo estaba para ascender al Cielo, los discípulos —que, además, lo
habían visto resucitado— no parecían que hubiesen entendido aún lo sucedido. Él
iba a dar inicio al cumplimiento de su Reino y ellos se perdían todavía en sus
propias conjeturas. Le preguntaban si iba a restaurar el reino de Israel (cf.
Hechos 1,6). Pero, cuando Cristo los dejó, en vez de quedarse tristes,
volvieron a Jerusalén “con gran alegría”, como escribe Lucas (24,52). Sería
extraño que no hubiera ocurrido nada. En efecto, Jesús ya les había prometido
la fuerza del Espíritu Santo, que descendería sobre ellos en Pentecostés. Este
es el milagro que cambió las cosas. Y ellos cobraron seguridad, porque
confiaron todo al Señor. Estaban llenos de alegría. Y la alegría en ellos era
la plenitud de la consolación, la plenitud de la presencia del Señor.
Pablo escribe a los
Gálatas que la plenitud del gozo de los Apóstoles no es el efecto de unas
emociones que satisfacen y alegran. Es un gozo desbordante que se puede
experimentar solamente como fruto y como don del Espíritu Santo (cf. 5,22).
Recibir el gozo del Espíritu Santo es una gracia. Y es la única fuerza que
podemos tener para predicar el Evangelio, para confesar la fe en el Señor. La
fe es testimoniar la alegría que nos da el Señor. Un gozo como ese no nos lo
podemos dar nosotros solos.
Jesús, antes de irse, dijo a los suyos que les mandaría el
Espíritu, el Consolador. Y así entregó también al Espíritu la obra apostólica
de la Iglesia, durante toda la historia, hasta su venida. El misterio de la Ascensión, junto con la efusión del Espíritu en
Pentecostés, imprime y confiere para siempre a la misión de la Iglesia su rasgo
genético más íntimo: el de ser obra del Espíritu Santo y no consecuencia de
nuestras reflexiones e intenciones. Y este es el rasgo que puede hacer fecunda
la misión y preservarla de cualquier presunta autosuficiencia, de la tentación
de tomar como rehén la carne de Cristo —que asciende al Cielo— para los propios
proyectos clericales de poder.
Cuando, en la misión
de la Iglesia, no se acoge ni se reconoce la obra real y eficaz del Espíritu
Santo, quiere decir que, hasta las palabras de la misión —incluso las más
exactas y las más reflexionadas— se han convertido en una especie de “discursos
de sabiduría humana”, usados para auto glorificarse o para quitar y ocultar
los propios desiertos interiores.
La alegría del Evangelio
La salvación es el encuentro con Jesús, que nos ama y nos
perdona, enviándonos el Espíritu, que nos consuela y nos defiende. La salvación
no es la consecuencia de nuestras iniciativas misioneras, ni siquiera de
nuestros razonamientos sobre la encarnación del Verbo. La salvación de cada uno
puede ocurrir sólo a través de la perspectiva del encuentro con Él, que nos
llama. Por esto, el misterio de la predilección inicia —y no puede no iniciar—
con un impulso de alegría, de gratitud. La alegría del Evangelio, esa “alegría
grande” de las pobres mujeres que, en la mañana de Pascua, fueron al sepulcro
de Cristo y lo hallaron vacío, y que luego fueron las primeras en encontrarse
con Jesús resucitado y corrieron a decírselo a los demás (cf. Mateo 28,8-10).
Sólo así, el ser elegidos y predilectos puede testimoniar ante todo el mundo,
con nuestras vidas, la gloria de Cristo resucitado.
Los testigos, en
cualquier situación humana, son aquellos que certifican lo que otro ha hecho.
En este sentido —y sólo así—, podemos nosotros ser testigos de Cristo y de su
Espíritu. Después de la Ascensión, como cuenta el final del Evangelio de
Marcos, los apóstoles y los discípulos “se fueron a predicar por todas partes,
y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los
acompañaban” (16,20). Cristo, con su Espíritu, da testimonio de sí mismo mediante
las obras que lleva a cabo en nosotros y con nosotros. La Iglesia —explicaba ya
san Agustín— no rogaría al Señor que les concediera la fe a aquellos que no
conocen a Cristo, si no creyera que es Dios mismo el que dirige y atrae hacia
sí la voluntad de los hombres. La Iglesia no haría rezar a sus hijos para pedir
al Señor la perseverancia en la fe en Cristo, si no creyese que es el mismo
Señor quien tiene en su mano nuestros corazones. En efecto, si la Iglesia le
rogase estas cosas, pero pensara que se las puede dar a sí misma, significaría
que sus oraciones no serían auténticas, sino solamente fórmulas vacías, frases
hechas, formalismos impuestos por el conformismo eclesiástico (cf. El don de la
perseverancia. A Próspero y a Hilario, 23.63).
Si no se reconoce que
la fe es un don de Dios, tampoco tendrían sentido las oraciones que la Iglesia
le dirige. Y no se manifestaría a través de ellas ninguna sincera pasión
por la felicidad y por la salvación de los demás y de aquellos que no reconocen
a Cristo resucitado, aunque se dedique mucho tiempo a organizar la conversión
del mundo al cristianismo.
Es el Espíritu Santo quien enciende y custodia la fe en los
corazones, y reconocer este hecho lo cambia todo. En efecto, es el Espíritu el
que suscita y anima la misión, le imprime connotaciones “genéticas”, matices y
movimientos particulares que hacen del anuncio del Evangelio y de la confesión
de la fe cristiana algo distinto a cualquier proselitismo político o cultural,
psicológico o religioso.
He recordado muchos de estos rasgos distintivos de la misión
en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium; retomo algunos de ellos.
Atractivo.
El misterio de la
Redención entró y continúa obrando en el mundo a través de un atractivo que
puede fascinar el corazón de los hombres y de las mujeres, porque es y
parece más atrayente que las seducciones basadas en el egoísmo, consecuencia
del pecado. “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”,
dice Jesús en el Evangelio de Juan (6,44). La Iglesia siempre ha repetido que
seguimos a Jesús y anunciamos su Evangelio por esto: por la fuerza de atracción
que ejercen el mismo Cristo y su Espíritu. La Iglesia —afirmó el Papa Benedicto
XVI—– crece en el mundo por atracción y no por proselitismo (cf. Homilía en la
Misa de apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y
del Caribe, Aparecida, 13 mayo 2007: AAS 99 [2007], 437). San Agustín decía que Cristo se nos revela atrayéndonos. Y, para
poner un ejemplo de este atractivo, citaba al poeta Virgilio, según el cual
toda persona es atraída por aquello que le gusta. Jesús no sólo es atrayente
para nuestra voluntad, sino también para nuestro gusto (cf. Comentario al
Evangelio de San Juan, 26, 4). Cuando uno sigue a Jesús, contento por ser
atraído por Él, los demás se darán cuenta y podrán asombrarse de ello. La
alegría que se transparenta en aquellos que son atraídos por Cristo y por su
Espíritu es lo que hace fecunda cualquier iniciativa misionera.
Gratitud y gratuidad.
La alegría de anunciar el Evangelio brilla siempre sobre el
fondo de una memoria agradecida. Los apóstoles nunca olvidaron el momento en el
que Jesús les tocó el corazón: “Era como la hora décima” (Juan 1,39). El
acontecimiento de la Iglesia resplandece cuando en él se manifiesta el
agradecimiento por la iniciativa gratuita de Dios, porque “Él nos amó” primero
(1 Juan 4,10), porque “fue Dios quien hizo crecer” (1 Corintios 3,6). La
predilección amorosa del Señor nos sorprende, y el asombro —por su propia
naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos ni imponerlo. No es posible
“asombrarse a la fuerza”. Sólo así puede florecer el milagro de la gratuidad,
el don gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como
consecuencia de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de misión”
es un efecto del agradecimiento, es la respuesta de quien, en función de su
gratitud, se hace dócil al Espíritu Santo y, por tanto, es libre. Si no se
percibe la predilección del Señor, que nos hace agradecidos, incluso el
conocimiento de la verdad y el conocimiento mismo de Dios —ostentados como
posesión que hay que adquirir con las propias fuerzas— se convertirían, de
hecho, en “letra que mata” (cf. 2 Corintios 3,6), como demostraron por vez
primera san Pablo y san Agustín. Sólo en la libertad del agradecimiento se
conoce verdaderamente al Señor. Y resulta inútil —y, más que nada, inapropiado—
insistir en presentar la misión y el anuncio del Evangelio como si fueran un
deber vinculante, una especie de “obligación contractual” de los bautizados.
Humildad.
Si la verdad y la fe, la felicidad y la salvación no son una
posesión nuestra, una meta alcanzada por nuestros méritos, entonces el
Evangelio de Cristo se puede anunciar solamente desde la humildad. Nunca se
podrá pensar en servir a la misión de la Iglesia con la arrogancia individual y
a través de la ostentación, con la soberbia de quien desvirtúa también el don
de los sacramentos y las palabras más auténticas de la fe, haciendo de ellos un
botín que ha merecido. No se puede ser
humilde por buena educación o por querer parecer cautivadores. Se es
humilde si se sigue a Cristo, que dijo a los suyos: “Aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). San Agustín se pregunta cómo es posible
que, después de la Resurrección, Jesús se dejó ver sólo por sus discípulos y
no, en cambio, por los que lo habían crucificado. Responde que Jesús no quería
dar la impresión de querer “burlarse de quienes le habían dado muerte. Era más
importante enseñar la humildad a los amigos que echar en cara a los enemigos la
verdad” (Discurso 284, 6).
Facilitar, no complicar.
Otro rasgo de la auténtica obra misionera es el que nos
remite a la paciencia de Jesús, que también en las narraciones del Evangelio
acompañaba siempre con misericordia las etapas de crecimiento de las personas.
Un pequeño paso, en medio de las grandes limitaciones humanas, puede alegrar el
corazón de Dios más que las zancadas de quien va por la vida sin grandes
dificultades. Un corazón misionero
reconoce la condición actual en la que se encuentran las personas reales, con
sus límites, sus pecados, sus debilidades, y se hace “débil con los débiles”
(1 Co 9,22). “Salir” en misión para llegar a las periferias humanas no quiere
decir vagar sin dirección ni sentido, como vendedores impacientes que se quejan
de que la gente es muy ruda y anticuada como para interesarse por su mercancía.
A veces se trata de aminorar el paso para acompañar a quien se ha quedado al
borde del camino. A veces hay que imitar al padre de la parábola del hijo
pródigo, que deja las puertas abiertas y otea todos los días el horizonte, con
la esperanza de la vuelta de su hijo (cf. Lucas 15,20). La Iglesia no es una
aduana, y quien participa de algún modo en la misión de la Iglesia está llamado
a no añadir cargas inútiles a las vidas ya difíciles de las personas, a no imponer
caminos de formación sofisticados y pesados para gozar de aquello que el Señor
da con facilidad. No pongamos obstáculos al deseo de Jesús, que ora por cada
uno de nosotros y nos quiere curar a todos, salvar a todos.
Cercanía en la vida “cotidiana”.
Jesús encontró a sus primeros discípulos en la orilla del
lago de Galilea, mientras estaban ocupados en su trabajo. No los encontró en un
convenio, ni en un seminario de formación, ni en el templo. Desde siempre, el anuncio de salvación de
Jesús llega a las personas allí donde se encuentran y así como son en la vida
de cada día. La vida ordinaria de todos, la participación en las
necesidades, esperanzas y problemas de todos, es el lugar y la condición en la
que quien ha reconocido el amor de Cristo y ha recibido el don del Espíritu
Santo puede dar razón a quien le pregunte de la fe, de la esperanza y de la
caridad. Caminando juntos, con los demás. Principalmente en este tiempo en el
que vivimos, no se trata de inventar itinerarios de adiestramiento “dedicados”,
de crear mundos paralelos, de construir burbujas mediáticas en las que hacer
resonar los propios eslóganes, las propias declaraciones de intenciones,
reducidas a tranquilizadores “nominalismos declaratorios”. He recordado ya otras
veces –a modo de ejemplo–, que en la Iglesia hay quien continúa a evocar
enfáticamente el eslogan: “Es la hora de los laicos”, pero mientras tanto
parece que el reloj se hubiera parado.
El “sensus fidei” del Pueblo de Dios.
Hay una realidad en el mundo que tiene una especie de
“olfato” para el Espíritu Santo y su acción. Es el Pueblo de Dios, predilecto y
llamado por Jesús, que, a su vez, sigue buscándolo y clama siempre por Él en
las angustias de la vida. El Pueblo de Dios mendiga el don de su Espíritu;
confía su espera a las sencillas palabras de las oraciones y nunca se acomoda
en la presunción de la propia autosuficiencia. El santo Pueblo de Dios reunido
y ungido por el Señor, en virtud de esta unción, se hace infalible “in credendo”,
como enseña la Tradición de la Iglesia. La acción del Espíritu Santo concede al
Pueblo de los fieles un “instinto” de la fe —el sensus fidei— que le ayuda a no
equivocarse cuando cree lo que es de Dios, aunque no conozca los razonamientos
ni las formulaciones teológicas para definir los dones que experimenta. Es el
misterio del pueblo peregrino que, con su espiritualidad popular, camina hacia
los santuarios y se encomienda a Jesús, a María y a los santos; que recurre y
se revela connatural a la libre y gratuita iniciativa de Dios, sin tener que
seguir un plan de movilización pastoral.
Predilección por los pequeños y por los pobres.
Todo impulso misionero, si está movido por el Espíritu
Santo, manifiesta predilección por los pobres y por los pequeños, como signo y
reflejo de la preferencia que el Señor tiene por ellos. Las personas directamente
implicadas en las iniciativas y estructuras misioneras de la Iglesia no
deberían justificar nunca su falta de atención a los pobres con la excusa —muy
usada en ciertos ambientes eclesiásticos— de tener que concentrar sus propias
energías en los cometidos prioritarios de la misión. La predilección por los
pobres no es algo opcional en la Iglesia.
Las dinámicas y los criterios arriba descritos forman parte
de la misión de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo. Normalmente, en los
enunciados y en los discursos eclesiásticos, se reconoce y afirma la necesidad
del Espíritu Santo como fuente de la misión de la Iglesia, pero también sucede
que tal reconocimiento se reduce a una especie de “homenaje formal” a la
Santísima Trinidad, una fórmula introductoria convencional para las
intervenciones teológicas y para los planes pastorales. Hay en la Iglesia
muchas situaciones en las que el primado de la gracia se reduce a un postulado
teórico, a una fórmula abstracta. Sucede que muchos proyectos y organismos
vinculados a la Iglesia, en vez de dejar que se transparente la obra del
Espíritu Santo, acaban confirmando solamente la propia autorreferencialidad.
Muchos mecanismos eclesiásticos a todos los niveles parecen estar absorbidos
por la obsesión de promocionarse a sí mismos y sus propias iniciativas, como si
ese fuera el objetivo y el horizonte de su misión.
Hasta aquí he querido retomar y volver a proponer criterios
y sugerencias sobre la misión de la Iglesia que ya había expuesto de forma más
extensa en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium. Lo he hecho porque creo
que también para las OMP puede ser útil y fecundo —y no aplazable— confrontarse
con esos criterios y sugerencias en esta etapa de su camino.