12 de mayo 2021. Catequesis 32. El combate de la oración. Audiencia general, Papa Francisco. Patio de san Dámaso. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Estoy contento de retomar este encuentro cara a cara, porque os digo algo: no es bonito hablar delante de la nada, de una cámara. No es bonito. Y ahora, después de tantos meses, gracias a la valentía de monseñor Sapienza —que ha dicho: “¡No, lo hacemos allí!”— estamos aquí reunidos. ¡Es bueno monseñor Sapienza! Y encontrar la gente, y encontraros a vosotros, cada uno con su propia historia, gente que viene de todas las partes, de Italia, de Estados Unidos, de Colombia, después ese pequeño equipo de fútbol de cuarto hermanos suizos —creo— que están allí… cuatro. Falta la hermana, esperemos que llegue… Y veros a cada uno de vosotros a mí me alegra, porque somos todos hermanos en el Señor y mirarnos nos ayuda a rezar el uno por el otro. También la gente que está lejos pero siempre se hace cercana. La hermana sor Geneviève, que no puede faltar, que viene del Lunapark, gente que trabaja: son muchos y están aquí todos. Gracias por vuestra presencia y vuestra visita. Llevad el mensaje del Papa a todos. El mensaje del Papa es que yo rezo por todos, y pido rezar por mí unidos en la oración.
Y hablando de la oración, la oración cristiana, como toda la
vida cristiana, no es “como dar un paseo”. Ninguno de los grandes orantes que
encontramos en la Biblia y en la historia de la Iglesia ha tenido una oración
“cómoda”. Sí, se puede rezar como los loros —bla, bla, bla, bla, bla— pero esto
no es oración. La oración ciertamente dona una gran paz, pero a través de un
combate interior, a veces duro, que puede acompañar también periodos largos de
la vida. Rezar no es algo fácil y por
eso nosotros escapamos de la oración. Cada vez que queremos hacerlo,
enseguida nos vienen a la mente muchas otras actividades, que en ese momento
parecen más importantes y más urgentes. Esto me sucede también a mí: voy a
rezar un poco… Y no, debo hacer esto y lo otro… Nosotros huimos de la oración,
no sé por qué, pero es así. Casi siempre, después de haber pospuesto la
oración, nos damos cuenta de que esas cosas no eran en absoluto esenciales, y
que quizá hemos perdido el tiempo. El Enemigo nos engaña así.
Todos los hombres y las mujeres de Dios mencionan no
solamente la alegría de la oración, sino también la molestia y la fatiga que
puede causar: en algunos momentos es una dura lucha mantener la fe en los
tiempos y en las formas de la oración. Algún santo la ha llevado adelante
durante años sin sentir ningún gusto, sin percibir la utilidad. El silencio, la
oración, la concentración son ejercicios difíciles, y alguna vez la naturaleza
humana se rebela. Preferiríamos estar en cualquier otra parte del mundo, pero
no ahí, en ese banco de la iglesia rezando. Quien quiere rezar debe recordar que la fe no es fácil, y alguna
vez procede en una oscuridad casi total, sin puntos de referencia. Hay momentos de la vida de fe que son oscuros
y por esto algún santo los llama: “La noche oscura”, porque no se siente nada.
Pero yo sigo rezando.
El Catecismo enumera una larga serie de enemigos de la
oración, los que hacen difícil rezar, que ponen dificultades (cfr. nn. 2726-2728).
Algunos dudan de que esta pueda alcanzar verdaderamente al Omnipotente: ¿pero
por qué está Dios en silencio? Si Dios es Omnipotente, podría decir dos
palabras y terminar la historia. Ante lo inaprensible de lo divino, otros
sospechan que la oración sea una mera operación psicológica; algo que quizá es
útil, pero no verdadera ni necesaria: y se podría incluso ser practicantes sin
ser creyentes. Y así sucesivamente, muchas explicaciones.
Los peores enemigos
de la oración están dentro de nosotros. El Catecismo los llama así:
«desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor,
porque tenemos “muchos bienes”, decepción por no ser escuchados según nuestra
propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad
de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc.» (n.
2728). Se trata claramente de una lista resumida, que podría ser ampliada.
¿Qué hacer en el tiempo de la tentación, cuando todo parece
vacilar? Si exploramos la historia de la espiritualidad, notamos enseguida cómo
los maestros del alma tenían bien clara la situación que hemos descrito. Para
superarla, cada uno de ellos ofreció alguna contribución: una palabra de
sabiduría, o una sugerencia para afrontar los tiempos llenos de dificultad. No
se trata de teorías elaboradas en la mesa, no, sino consejos nacidos de la
experiencia, que muestran la importancia de resistir y de perseverar en la
oración.
Sería interesante repasar al menos algunos de estos
consejos, porque cada uno merece ser profundizado. Por ejemplo, los Ejercicios
espirituales de San Ignacio de Loyola son un libro de gran sabiduría, que
enseña a poner en orden la propia vida. Hace entender que la vocación cristiana es militancia, es decisión de estar bajo la
bandera de Jesucristo y no bajo la del diablo, tratando de hacer el bien
también cuando se vuelve difícil.
En los tiempos de prueba está bien recordar que no estamos
solos, que alguien vela a nuestro lado y nos protege. También San Antonio abad,
el fundador del monacato cristiano, en Egipto, afrontó momentos terribles, en
los que la oración se transformaba en dura lucha. Su biógrafo San Atanasio,
obispo de Alejandría, narra que uno de los peores episodios le sucedió al Santo
ermitaño en torno a los treinta y cinco años, mediana edad que para muchos
conlleva una crisis. Antonio fue turbado por esa prueba, pero resistió. Cuando
finalmente volvió a la serenidad, se dirigió a su Señor con un tono casi de
reproche: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste enseguida a poner fin a mis
sufrimientos?». Y Jesús respondió: «Antonio, yo estaba allí. Pero esperaba
verte combatir» (Vida de Antonio, 10).
Combatir en la oración. Y
muchas veces la oración es un combate. Me viene a la memoria una cosa que
viví de cerca, cuando estaba en la otra diócesis. Había una pareja que tenía
una hija de nueve años, con una enfermedad que los médicos no sabían lo que
era. Y al final, en el hospital, el médico dijo a la madre: “Señora, llame a su
marido”. Y el marido estaba en el trabajo; eran obreros, trabajando todos los
días. Y dijo al padre: “La niña no pasará de esta noche. Es una infección, no
podemos hacer nada”. Ese hombre, quizá no iba todos los domingos a misa, pero
tenía una fe grande. Salió llorando, dejó a la mujer allí con la niña en el
hospital, tomó el tren e hizo los setenta kilómetros de distancia hacia la
Basílica de la Virgen de Luján, la patrona de Argentina. Y allí —la basílica
estaba ya cerrada, eran casi las diez de la noche— él se aferró a las rejas de
la Basílica y toda la noche rezando a la Virgen, combatiendo por la salud de la
hija. Esta no es una fantasía, ¡yo lo he visto! Lo he vivido yo. Combatiendo
ese hombre allí. Al final, a las seis de la mañana, se abrió la iglesia y él
entró a saludar a la Virgen: toda la noche “combatiendo”, y después volvió a
casa. Cuando llegó, buscó a su mujer, pero no la encontró y pensó: “Se ha ido.
No, la Virgen no puede hacerme esto”. Después la encontró, sonriente que decía:
“No sé qué ha pasado; los médicos dicen que ha cambiado así y que ahora está
curada”. Ese hombre luchando con la oración ha obtenido la gracia de la Virgen.
La Virgen le ha escuchado. Y esto lo he visto yo: la oración hace milagros, porque la oración va precisamente al centro
de la ternura de Dios que nos ama como un padre. Y cuando no se cumple la
gracia, hará otra que después veremos con el tiempo. Pero siempre es necesario
el combate en la oración para pedir la gracia. Sí, a veces nosotros pedimos una
gracia que necesitamos, pero la pedimos así, sin ganas, sin combatir, pero no
se piden así las cosas serias. La
oración es un combate y el Señor siempre está con nosotros.
Si en un momento de ceguera no logramos ver su presencia, lo
lograremos en un futuro. Nos sucederá también a nosotros repetir la misma frase
que dijo un día el patriarca Jacob: «¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo
no lo sabía!» (Gen 28,16). Al final de nuestra vida, mirando hacia atrás,
también nosotros podremos decir: “Pensaba que estaba solo, pero no, no lo
estaba: Jesús estaba conmigo”. Todos podremos decir esto. Fuente: Vatican. Va