5 de mayo 2021. Contemplar es una forma de ser. Audiencia del Papa Francisco. Biblioteca del Palacio Apostólico. Catequesis 32. La oración contemplativa. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Seguimos con las catequesis sobre la oración y en esta catequesis quisiera detenerme en la oración de contemplación.
La dimensión contemplativa del ser humano —que aún no es la
oración contemplativa— es un poco como la “sal” de la vida: da sabor, da gusto
a nuestros días. Se puede contemplar mirando el sol saliendo por la mañana, o
los árboles que visten de verde la primavera; se puede contemplar escuchando
música o el canto de los pájaros, leyendo un libro, delante de una obra de arte
o esa obra maestra que es el rostro humano… Carlo María Martini, enviado como
obispo a Milán, tituló su primera Carta pastoral “La dimensión contemplativa de
la vida”: de hecho, quien vive en una gran ciudad, donde todo —podemos decir— es artificial, donde todo es
funcional, corre el riesgo de perder la capacidad de contemplar. Contemplar no es en primer lugar una
forma de hacer, sino que es una forma de
ser: ser contemplativo.
Ser contemplativos no
depende de los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración,
como acto de fe y de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios. La
oración purifica el corazón, y con eso, aclara también la mirada, permitiendo
acoger la realidad desde otro punto de vista. El Catecismo describe esta
transformación del corazón por parte de la oración citando un famoso testimonio
del Santo Cura de Ars: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en
Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que
oraba ante el Sagrario. […] La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de
nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión
por todos los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2715). Todo nace de
ahí: de un corazón que se siente mirado
con amor. Entonces la realidad es contemplada con ojos diferentes.
“¡Yo le miro, y Él me mira!”. Es así: en la contemplación
amorosa, típica de la oración más íntima, no son necesarias muchas palabras:
basta una mirada, basta con estar convencidos de que nuestra vida está rodeada
de un amor grande y fiel del que nada nos podrá separar.
Jesús ha sido maestro
de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los
silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada
por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza. Su secreto
era la relación con el Padre celeste.
Pensemos en el suceso de la Transfiguración. Los Evangelios
colocan este episodio en el momento crítico de la misión de Jesús, cuando
crecen en torno a Él la protesta y el rechazo. Incluso entre sus discípulos
muchos no lo entienden y se van; uno de los Doce alberga pensamientos de traición.
Jesús empieza a hablar abiertamente de los sufrimientos y de la muerte que le
esperan en Jerusalén. En este contexto Jesús sube a lo alto del monte con
Pedro, Santiago y Juan. Dice el Evangelio de Marcos: «Y se transfiguró delante
de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que
ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (9,2-3).
Precisamente en el momento en el que Jesús es incomprendido —se iban, le
dejaban solo porque no entendían—, y en este momento que Él es incomprendido,
precisamente cuando todo parece ofuscarse en un torbellino de malentendidos, es
ahí que resplandece una luz divina. Es la luz del amor del Padre, que llena el
corazón del Hijo y transfigura toda su Persona.
Algunos maestros de espiritualidad del pasado han entendido
la contemplación como opuesta a la acción, y han exaltado esas vocaciones que
huyen del mundo y de sus problemas para dedicarse completamente a la oración.
En realidad, en Jesucristo en su persona
y en el Evangelio no hay contraposición entre contemplación y acción, no.
En el Evangelio en Jesús no hay contradicción. Esta puede que provenga de la
influencia de algún filósofo neoplatónico, pero seguramente se trata de un
dualismo que no pertenece al mensaje cristiano.
Hay una única gran llamada en el Evangelio, y es la de
seguir a Jesús por el camino del amor. Este es el ápice, es el centro de todo.
En este sentido, caridad y contemplación
son sinónimos, dicen lo mismo. San Juan de la Cruz sostenía que un pequeño
acto de amor puro es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas. Lo
que nace de la oración y no de la presunción de nuestro yo, lo que es
purificado por la humildad, incluso si es un acto de amor apartado y
silencioso, es el milagro más grande que un cristiano pueda realizar. Y este es
el camino de la oración de contemplación: ¡yo le miro, Él me mira! Este acto de
amor en el diálogo silencioso con Jesús ha hecho mucho bien a la Iglesia.
Fuente: Vatican. Va.