6 de mayo 2021 “Que no haya más muros que nos separen.” Mensaje del santo padre Francisco, para la 107ª Jornada mundial del migrante y del refugiado 2021 “Hacia un nosotros cada vez más grande”
Queridos hermanos y hermanas:
En la Carta encíclica Fratelli tutti expresé una
preocupación y un deseo que todavía ocupan un lugar importante en mi corazón:
«Pasada la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una
fiebre consumista y en nuevas formas de auto preservación egoísta. Ojalá que al
final ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”» (n. 35).
Por eso pensé en dedicar el mensaje para la 107.ª Jornada
Mundial del Migrante y del Refugiado a este tema: “Hacia un nosotros cada vez
más grande”, queriendo así indicar un horizonte claro para nuestro camino común
en este mundo.
Este horizonte está presente en el mismo proyecto creador de
Dios: «Dios creó al ser humano a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los creó
varón y mujer. Dios los bendijo diciendo: “Sean fecundos y multiplíquense”»
(Génesis 1,27-28). Dios nos creó varón y mujer, seres diferentes y
complementarios para formar juntos un nosotros destinado a ser cada vez más
grande, con el multiplicarse de las generaciones. Dios nos creó a su imagen, a
imagen de su ser uno y trino, comunión en la diversidad.
Y cuando, a causa de su desobediencia, el ser humano se
alejó de Dios, Él, en su misericordia, quiso ofrecer un camino de
reconciliación, no a los individuos, sino a un pueblo, a un nosotros destinado
a incluir a toda la familia humana, a todos los pueblos: « ¡Esta es la morada
de Dios entre los hombres! Él habitará entre ellos, ellos serán su pueblo y
Dios mismo estará con ellos» (Apocalipsis 21,3).
La historia de la
salvación ve, por tanto, un nosotros al inicio y un nosotros al final, y en
el centro, el misterio de Cristo, muerto y resucitado para «que todos sean uno»
(Juan 17,21). El tiempo presente, sin embargo, nos muestra que el nosotros
querido por Dios está roto y fragmentado, herido y desfigurado. Y esto tiene
lugar especialmente en los momentos de mayor crisis, como ahora por la
pandemia. Los nacionalismos cerrados y
agresivos (cf. Fratelli tutti, 11) y el
individualismo radical (cf. ibíd., 105) resquebrajan o dividen el nosotros,
tanto en el mundo como dentro de la Iglesia. Y el precio más elevado lo pagan
quienes más fácilmente pueden convertirse en los otros: los extranjeros, los
migrantes, los marginados, que habitan las periferias existenciales.
En realidad, todos
estamos en la misma barca y estamos llamados a comprometernos para que no haya
más muros que nos separen, que no haya más otros, sino sólo un nosotros,
grande como toda la humanidad. Por eso, aprovecho la ocasión de esta Jornada
para hacer un doble llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más
grande, dirigiéndome ante todo a los fieles católicos y luego a todos los
hombres y mujeres del mundo.
Para los miembros de la Iglesia católica este llamamiento se
traduce en un compromiso por ser cada vez más fieles a su ser católicos,
realizando lo que san Pablo recomendaba a la comunidad de Éfeso: «Uno solo es
el Cuerpo y uno solo el Espíritu, así como también una sola es la esperanza a
la que han sido llamados. Un solo Señor,
una sola fe, un solo bautismo» (Efesios 4,4-5).
En efecto, la catolicidad de la Iglesia, su universalidad,
es una realidad que pide ser acogida y vivida en cada época, según la voluntad
y la gracia del Señor que nos prometió estar siempre con nosotros, hasta el
final de los tiempos (cf. Mateo 28,20). Su Espíritu nos hace capaces de abrazar
a todos para crear comunión en la diversidad, armonizando las diferencias sin
nunca imponer una uniformidad que despersonaliza. En el encuentro con la diversidad de los extranjeros, de los migrantes,
de los refugiados y en el diálogo intercultural que puede surgir, se nos da la
oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente. Por eso,
todo bautizado, dondequiera que se encuentre, es miembro de pleno derecho de la
comunidad eclesial local, miembro de la única Iglesia, residente en la única
casa, componente de la única familia.
Los fieles católicos están llamados a comprometerse, cada
uno a partir de la comunidad en la que vive, para que la Iglesia sea siempre más inclusiva, siguiendo la misión que
Jesucristo encomendó a los Apóstoles: «Vayan y anuncien que está llegando el
Reino de los cielos. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a
los leprosos y expulsen a los demonios. Lo que
han recibido gratis, entréguenlo también gratis» (Mateo 10,7-8).
Hoy la Iglesia está
llamada a salir a las calles de las periferias existenciales para curar a quien
está herido y buscar a quien está perdido, sin prejuicios o miedos, sin
proselitismo, pero dispuesta a ensanchar el espacio de su tienda para acoger a
todos. Entre los habitantes de las periferias encontraremos a muchos migrantes
y refugiados, desplazados y víctimas de la trata, a quienes el Señor quiere que
se les manifieste su amor y que se les anuncie su salvación. «Los flujos
migratorios contemporáneos constituyen una nueva “frontera” misionera, una
ocasión privilegiada para anunciar a Jesucristo y su Evangelio sin moverse del
propio ambiente, de dar un testimonio concreto de la fe cristiana en la caridad
y en el profundo respeto por otras expresiones religiosas. El encuentro con los migrantes y refugiados de otras confesiones y
religiones es un terreno fértil para el desarrollo de un diálogo ecuménico
e interreligioso sincero y enriquecedor» (Discurso a los Responsables
Nacionales de la Pastoral de Migraciones, 22 de septiembre de 2017).
A todos los hombres y mujeres del mundo dirijo mi
llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande, a
recomponer la familia humana, para construir juntos nuestro futuro de justicia
y de paz, asegurando que nadie quede
excluido.
El futuro de nuestras
sociedades es un futuro “lleno de color”, enriquecido por la diversidad y
las relaciones interculturales. Por eso debemos aprender hoy a vivir juntos, en
armonía y paz. Me es particularmente querida la imagen de los habitantes de
Jerusalén que escuchan el anuncio de la salvación el día del “bautismo” de la
Iglesia, en Pentecostés, inmediatamente después del descenso del Espíritu
Santo: «Partos, medos y elamitas, los que vivimos en Mesopotamia, Judea,
Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y la zona de Libia que
limita con Cirene, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y
árabes les oímos decir en nuestros propios idiomas las grandezas de Dios»
(Hechos 2,9-11).
Es el ideal de la nueva Jerusalén (cf. Isaías 60; Apocalipsis
21,3), donde todos los pueblos se encuentran unidos, en paz y concordia,
celebrando la bondad de Dios y las maravillas de la creación. Pero para
alcanzar este ideal, debemos esforzarnos todos para derribar los muros que nos
separan y construir puentes que favorezcan la cultura del encuentro,
conscientes de la íntima interconexión que existe entre nosotros. En esta
perspectiva, las migraciones contemporáneas nos brindan la oportunidad de
superar nuestros miedos para dejarnos enriquecer por la diversidad del don de
cada uno. Entonces, si lo queremos, podemos transformar las fronteras en
lugares privilegiados de encuentro, donde puede florecer el milagro de un
nosotros cada vez más grande.
Pido a todos los hombres y mujeres del mundo que hagan un buen uso de los dones que el
Señor nos ha confiado para conservar y hacer aún más bella su creación. «Un
hombre de familia noble viajó a un país lejano para ser coronado rey y volver
como tal. Entonces llamó a diez de sus servidores y les distribuyó diez monedas
de gran valor, ordenándoles: “Hagan negocio con el dinero hasta que yo vuelva”»
(Lucas 19,12-13). ¡El Señor nos pedirá
cuentas de nuestras acciones! Pero para que a nuestra casa común se le
garantice el cuidado adecuado, tenemos que constituirnos en un nosotros cada
vez más grande, cada vez más corresponsable, con la firme convicción de que el
bien que hagamos al mundo lo hacemos a las generaciones presentes y futuras. Se
trata de un compromiso personal y colectivo, que se hace cargo de todos los
hermanos y hermanas que seguirán sufriendo mientras tratamos de lograr un
desarrollo más sostenible, equilibrado e inclusivo. Un compromiso que no hace
distinción entre autóctonos y extranjeros, entre residentes y huéspedes, porque
se trata de un tesoro común, de cuyo cuidado, así como de cuyos beneficios,
nadie debe quedar excluido.
El profeta Joel preanunció el futuro mesiánico como un
tiempo de sueños y de visiones inspiradas por el Espíritu: «derramaré mi
espíritu sobre todo ser humano; sus hijos e hijas profetizarán; sus ancianos
tendrán sueños, y sus jóvenes, visiones» (3,1). Estamos llamados a soñar
juntos. No debemos tener miedo de soñar
y de hacerlo juntos como una sola humanidad, como compañeros del mismo viaje, como hijos e hijas de esta misma
tierra que es nuestra casa común, todos hermanos y hermanas (cf. Fratelli
tutti, 8). Fuente: Vatican. Va