19 de mayo 2021. El progreso de la vida espiritual, está en perseverar en tiempos difíciles. Audiencia Papa Francisco. Patio de san Dámaso. Catequesis 34. Distracciones, sequedad, acedia. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Siguiendo las líneas del Catecismo, en esta catequesis nos referimos a la experiencia vivida de la oración, tratando de mostrar algunas dificultades muy comunes, que deben ser identificadas y superadas. Rezar no es fácil: hay muchas dificultades que vienen en la oración. Es necesario conocerlas, identificarlas y superarlas.
El primer problema que se presenta a quien reza es la distracción (cfr. CIC, 2729). Tú
empiezas a rezar y después la mente da vueltas, da vueltas por todo el mundo;
tu corazón está ahí, la mente está ahí… la distracción de la oración. La
oración convive a menudo con la distracción. De hecho, a la mente humana le
cuesta detenerse durante mucho tiempo en un solo pensamiento. Todos
experimentamos este continuo remolino de imágenes y de ilusiones en perenne
movimiento, que nos acompaña incluso durante el sueño. Y todos sabemos que no
es bueno dar seguimiento a esta inclinación desordenada.
La lucha por conquistar y mantener la concentración no se
refiere solo a la oración. Si no se alcanza un grado de concentración
suficiente no se puede estudiar con provecho y tampoco se puede trabajar bien.
Los atletas saben que las competiciones no se ganan solo con el entrenamiento
físico sino también con la disciplina mental: sobre todo con la capacidad de
estar concentrados y de mantener despierta la atención.
Las distracciones no
son culpables, pero deben ser combatidas. En el patrimonio de nuestra fe
hay una virtud que a menudo se olvida, pero que está muy presente en el
Evangelio. Se llama “vigilancia”. Y Jesús lo dice mucho: “Vigilad. Rezad”. El
Catecismo la cita explícitamente en su instrucción sobre la oración (cfr. n.
2730). A menudo Jesús recuerda a los discípulos el deber de una vida sobria,
guiada por el pensamiento de que antes o después Él volverá, como un novio de
la boda o un amo de un viaje. Pero no conociendo el día y ni la hora de su
regreso, todos los minutos de nuestra vida son preciosos y no se deben perder
con distracciones. En un instante que no conocemos resonará la voz de nuestro Señor:
en ese día, bienaventurados los siervos
que Él encuentre laboriosos, aún concentrados en lo que realmente importa.
No se han dispersado siguiendo todas las atracciones que les venían a la mente,
sino que han tratado de caminar por el camino correcto, haciendo el bien y
haciendo el propio trabajo. Esta es la distracción: que la imaginación da
vueltas, vueltas, vueltas… Santa Teresa llamaba a esta imaginación que da
vueltas, vueltas en la oración, “la loca de la casa”: es una como una loca que
te hace dar vueltas, vueltas… Tenemos que pararla y enjaularla, con la atención
Un discurso diferente se merece el tiempo de la aridez. El
Catecismo lo describe de esta manera: «El
corazón está desprendido, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y
sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la
fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro» (n.
2731). La aridez nos hace pensar en el Viernes Santo, en la noche y el Sábado
Santo, todo el día: Jesús no está, está en la tumba; Jesús está muerto: estamos
solos. Y este es el pensamiento-madre de la aridez. A menudo no sabemos cuáles son las razones de
la aridez: puede depender de nosotros mismos, pero también de Dios, que permite
ciertas situaciones de la vida exterior o interior. O, a veces, puede ser un
dolor de cabeza o un dolor de hígado que te impide entrar en la oración. A
menudo no sabemos bien la razón. Los maestros espirituales describen la
experiencia de la fe como un continuo alternarse de tiempos de consolación y de desolación; momentos
en los que todo es fácil, mientras que otros están marcados por una gran
pesadez. Muchas veces, cuando encontramos un amigo, decimos. “¿Cómo estás?” –
“Hoy estoy decaído”. Muchas veces estamos “decaídos”, es decir no tenemos
sentimientos, no tenemos consolaciones, no podemos más. Son esos días grises...
¡y los hay, muchos, en la vida! Pero el peligro está en tener el corazón gris:
cuando este “estar decaído” llega al corazón y lo enferma… y hay gente que vive con el corazón gris.
Esto es terrible: ¡no se puede rezar, no se puede sentir la consolación con el
corazón gris! O no se puede llevar adelante una aridez espiritual con el
corazón gris. El corazón debe estar abierto y luminoso, para que entre la luz
del Señor. Y si no entra, es necesario esperarla con esperanza. Pero no
cerrarla en el gris.
Después, algo diferente es la acedia, otro defecto, otro
vicio, que es una auténtica tentación contra la oración y, más en general,
contra la vida cristiana. La acedia es
«una forma de aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al
relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del
corazón» (CIC, 2733). Es uno de los siete “pecados capitales” porque,
alimentado por la presunción, puede conducir a la muerte del alma.
¿Qué hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y
abatimientos? Se debe aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida espiritual no consiste en multiplicar
los éxtasis, sino en el ser capaces de perseverar en tiempos difíciles:
camina, camina, camina… Y si estás cansado, detente un poco y vuelve a caminar.
Pero con perseverancia. Recordemos la parábola de san Francisco sobre la
perfecta leticia: no es en las infinitas fortunas llovidas del Cielo donde se
mide la habilidad de un fraile, sino en caminar con constancia, incluso cuando
no se es reconocido, incluso cuando se es maltratado, incluso cuando todo ha
perdido el sabor de los comienzos. Todos los santos han pasado por este “valle
oscuro” y no nos escandalicemos si, leyendo sus diarios, escuchamos el relato
de noches de oración apática, vivida sin gusto. Es necesario aprender a decir:
“También si Tú, Dios mío, parece que haces de todo para que yo deje de creer en
Ti, yo sin embargo sigo rezándote”. ¡Los
creyentes no apagan nunca la oración! Esta a veces puede parecerse a la de
Job, el cual no acepta que Dios lo trate injustamente, protesta y lo llama a
juicio. Pero, muchas veces, también protestar delante de Dios es una forma de
rezar o, como decía esa viejecita, “enfadarse con Dios es una forma de rezar,
también”, porque muchas veces el hijo se enfada con el padre: es una forma de
relación con el padre; porque lo reconoce “padre”, se enfada…
Y también nosotros, que somos mucho menos santos y pacientes
que Job, sabemos que finalmente, al concluir este tiempo de desolación, en el
que hemos elevado al Cielo gritos mudos y muchos “¿por qué?”, Dios nos
responderá. No olvidar la oración del “¿por qué?”: es la oración que hacen los
niños cuando empiezan a no entender las cosas y los psicólogos la llaman “la
edad del por qué”, porque el niño pregunta al padre: “Papá, ¿por qué…? Papá,
¿por qué…? Papá, ¿por qué…?” Pero estemos atentos: el niño no escucha la
respuesta del padre. El padre empieza a responder y el niño llega con otro por
qué. Solamente quiere atraer sobre sí la mirada del padre; y cuando nosotros
nos enfadamos un poco con Dios y empezamos a decir por qué, estamos atrayendo
el corazón de nuestro Padre hacia nuestra miseria, hacia nuestra dificultad,
hacia nuestra vida. Pero sí, tened la valentía de decir a Dios: “Pero ¿por
qué…?” Porque a veces, enfadarse un poco hace bien, porque nos hace despertar
esta relación de hijo a Padre, de hija a Padre, que nosotros debemos tener con
Dios. Y también nuestras expresiones más duras y más amargas, Él las recogerá
con el amor de un padre, y las considerará como un acto de fe, como una
oración. Fuente: Vatican. Va