2 de mayo 2021. “Sin la vid, los sarmientos no pueden hacer nada”. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco, Plaza de san Pedro. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!. En el Evangelio de este quinto domingo de Pascua (Juan 15,1-8), el Señor se presenta como la vid verdadera y habla de nosotros como los sarmientos que no pueden vivir sin permanecer unidos a Él. Y dice así: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos» (v. 5). No hay vid sin sarmientos, y viceversa. Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, que es la fuente de su existencia.
Jesús insiste en el verbo “permanecer”. Lo repite siete
veces en el pasaje del Evangelio de hoy. Antes de dejar este mundo e ir al
Padre, Jesús quiere asegurar a sus discípulos que pueden seguir unidos a él.
Dice: «Permanezcan en mí y yo en ustedes» (v. 4). Este permanecer no es una
permanencia pasiva, un “adormecerse” en el Señor, dejándose mecer por la vida.
No, no. No es esto. El “permanecer en Él”, el permanecer en Jesús que nos
propone es una permanencia activa, y también recíproco. ¿Por qué? Porque sin la vid los sarmientos no pueden hacer
nada, necesitan la savia para crecer y dar fruto; pero también la vid
necesita los sarmientos, porque los frutos no brotan del tronco del árbol. Es
una necesidad recíproca, es una permanencia recíproca para dar fruto. Nosotros
permanecemos en Jesús y Jesús permanece en nosotros.
En primer lugar, lo necesitamos a Él. El Señor quiere
decirnos que antes de la observancia de sus mandamientos, antes de las
bienaventuranzas, antes de las obras de misericordia, es necesario estar unidos a Él, permanecer en Él. No podemos ser
buenos cristianos si no permanecemos en Jesús. Y, en cambio, con Él lo podemos
todo (cf. Filipenses 4,13). Con él lo podemos todo.
Pero también Jesús, como la vid con los sarmientos, nos
necesita. Tal vez nos parezca audaz decir esto, por lo que debemos
preguntarnos: ¿en qué sentido Jesús necesita de nosotros? Él necesita de
nuestro testimonio. El fruto que, como sarmientos, debemos dar es el testimonio de nuestra vida cristiana. Después de
que Jesús subió al Padre, es tarea de los discípulos, es tarea nuestra, seguir
anunciando el Evangelio con la palabra y con obras. Y los discípulos —nosotros,
discípulos de Jesús— lo hacen dando testimonio de su amor: el fruto que hay que
dar es el amor. Unidos a Cristo, recibimos los dones del Espíritu Santo, y así
podemos hacer el bien al prójimo, hacer el bien a la sociedad, a la Iglesia.
Por sus frutos se reconoce el árbol. Una
vida verdaderamente cristiana da testimonio de Cristo.
¿Y cómo podemos lograrlo? Jesús nos dice: «Si permanecen en
mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan
lo que quieran y se les concederá» (v. 7). También esto es audaz: la
seguridad de que aquello que nosotros pidamos se nos concederá. La fecundidad
de nuestra vida depende de la oración. Podemos pedir que pensemos como Él,
actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Y así, amar a
nuestros hermanos y hermanas, empezando por los más pobres y sufrientes, como
Él lo hizo, y amarlos con su corazón y dar en el mundo frutos de bondad, frutos
de caridad, frutos de paz.