6 de octubre 2019. “Que no se apague el fuego de la misión”.
Homilía Papa Francisco, en la Basílica de San Pedro del Vaticano la Misa de
apertura de la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para la Región
Panamazónica. Hermanos y hermanas. El apóstol Pablo, el mayor misionero de la
historia de la Iglesia, nos ayuda a “hacer Sínodo”, a “caminar juntos”. Lo que
escribe Timoteo parece referido a nosotros, pastores al servicio del Pueblo de
Dios.
Ante todo, dice: «Te recuerdo que reavives el don de Dios
que hay en ti por la imposición de mis manos» (2 Timoteo 1,6). Somos obispos
porque hemos recibido un don de Dios. No hemos firmado un acuerdo, no nos han
entregado un contrato de trabajo “en propia mano”, sino la imposición de manos
sobre la cabeza, para ser también nosotros manos que se alzan para interceder y
se extienden hacia los hermanos.
Hemos recibido un don
para ser dones. Un don no se compra, no se cambia y no se vende: se recibe
y se regala. Si nos aprovechamos de él, si nos ponemos nosotros en el centro y
no el don, dejamos de ser pastores y nos
convertimos en funcionarios: hacemos del don una función y desaparece la
gratuidad, así terminamos sirviéndonos de la Iglesia para servirnos a nosotros
mismos. Nuestra vida, sin embargo, por
el don recibido, es para servir. Lo recuerda el Evangelio, que habla de
«siervos inútiles» (Lucas 17,10).
Es una expresión que también puede significar «siervos sin
utilidad». Significa que no nos esforzamos para conseguir algo útil para
nosotros, un beneficio, sino que gratuitamente damos porque lo hemos recibido
gratis (cf. Mateo 10,8). Toda nuestra
alegría será servir porque hemos sido servidos por Dios, que se ha hecho
nuestro siervo. Queridos hermanos, sintámonos convocados aquí para servir,
poniendo en el centro el don de Dios.
Para ser fieles a nuestra llamada, a nuestra misión, san
Pablo nos recuerda que el don se reaviva. El verbo que usa es fascinante:
reavivar literalmente es “dar vida al fuego” [anazopurein]. El don que hemos
recibido es un fuego, es un amor ardiente a Dios y a los hermanos. El fuego no se alimenta por sí solo, muere
si no se mantiene vivo, se apaga si las cenizas lo cubren.
Si todo permanece como está, si nuestros días están marcados
por el “siempre se ha hecho así”, el don desaparece, sofocado por las cenizas
de los temores y por la preocupación de defender el status quo. Pero «la
Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de “mantenimiento”
para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una
señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (BENEDICTO XVI, Exhortación.
apostólica. postsinodal. Verbum Domini, 95). Porque la Iglesia está siempre en
camino, siempre en salida, nunca cerrada en sí misma. Jesús no ha venido a traer la brisa de la tarde, sino el fuego sobre la
tierra.
El fuego que reaviva el don es el Espíritu Santo, dador de
los dones. Por eso san Pablo continúa: «Vela por el precioso depósito con la
ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros (2 Timoteo 1,14). Y también:
«Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de
prudencia» (v. 7).
No es un espíritu cobarde, sino de prudencia. Alguno piensa
que la prudencia es una aduana, una virtud que lo para todo para no
equivocarse. No. La prudencia es virtud cristiana, es virtud de vida. También
es la virtud del gobierno. Pablo
contrapone la prudencia a la cobardía. ¿Qué es entonces esta prudencia del
Espíritu? Como enseña el Catecismo, la prudencia «no se confunde ni con la
timidez o el temor», si no que «es la virtud que dispone la razón práctica a
discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios
rectos para realizarlo» (n. 1806). La
prudencia no es indecisión, no es una actitud defensiva.
Es la virtud del pastor, que, para servir con sabiduría,
sabe discernir, sensible a la novedad del Espíritu. Entonces, reavivar el don
en el fuego del Espíritu es lo contrario a dejar que las cosas sigan su curso
sin hacer nada. Y ser fieles a la novedad del Espíritu es una gracia que
debemos pedir en la oración. Que Él, que hace nuevas todas las cosas, nos dé su
prudencia audaz, inspire nuestro Sínodo para renovar los caminos de la Iglesia
en Amazonia, de modo que no se apague el
fuego de la misión.
El fuego de Dios, como en el episodio de la zarza ardiente,
arde, pero no se consume (cf. Ex 3,2). Es fuego de amor que ilumina, calienta y
da vida, no fuego que se extiende y devora. Cuando los pueblos y las culturas
se devoran sin amor y sin respeto, no es el fuego de Dios, sino del mundo. Y,
sin embargo, cuántas veces el don de Dios no ha sido ofrecido sino impuesto,
cuántas veces ha habido colonización en vez de evangelización. Dios nos guarde de la avidez de los nuevos
colonialismos.
El fuego aplicado por los intereses que destruyen, como el
que recientemente ha devastado la Amazonia, no es el del Evangelio. El fuego de
Dios es calor que atrae y reúne en unidad. Se alimenta con el compartir, no con
los beneficios. El fuego devorador, en cambio, se extiende cuando se quieren
sacar adelante solo las propias ideas, hacer el propio grupo, quemar lo
diferente para uniformar todos y todo.
Reavivar el don; acoger la prudencia audaz del Espíritu,
fieles a su novedad; san Pablo dirige una última exhortación: «No te
avergüences del testimonio […]; antes bien, toma parte en los padecimientos por
el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2 Timoteo 1,8). Pide testimoniar el
Evangelio, sufrir por el Evangelio, en una palabra, vivir por el Evangelio. El anuncio del Evangelio es el primer criterio
para la vida de la Iglesia. Es su misión, su identidad. Poco después Pablo
escribe: «Pues yo estoy a punto de ser derramado en libación» (4,6).
Anunciar el Evangelio es vivir el ofrecimiento, es
testimoniar hasta el final, es hacerse todo para todos (cf. 1 Corintios 9,22),
es amar hasta el martirio. Agradezco a Dios porque en el Colegio Cardenalicio
hay algunos hermanos Cardenales mártires, que han experimentado en la vida la
Cruz del martirio. De hecho, subraya el Apóstol, se sirve el Evangelio no con
la potencia del mundo, sino con la sola fuerza de Dios: permaneciendo siempre
en el amor humilde, creyendo que el único modo para poseer de verdad la vida es
perderla por amor.
Queridos hermanos: Miremos juntos a Jesús Crucificado, su
corazón traspasado por nosotros. Comencemos desde allí, porque desde allí ha
brotado el don que nos ha generado; desde allí ha sido infundido el Espíritu
Santo que renueva (cf. Juan 19,30). Desde allí sintámonos llamados, todos y
cada uno, a dar la vida.
Muchos hermanos y hermanas en Amazonia llevan cruces pesadas
y esperan la consolación liberadora del Evangelio y la caricia de amor de la
Iglesia. Muchos hermanos y hermanas en Amazonía han entregado su vida.
Permitidme que repita las palabras de nuestro amado Cardenal
Hummes, cuando llega a las pequeñas ciudades de la Amazonía, acude a los
cementerios, a buscar las tumbas de los misioneros. Un gesto de la Iglesia por
aquellos que han entregado la vida en la Amazonía. Y luego, con un poco de
picardía, dice al Papa: ‘No se olvide de ellos. Se merecen ser canonizados’. Por
ellos, por aquellos que han dado su vida, con ellos, caminemos juntos. Fuente:
Aciprensa.