20 de octubre 2019. Homilía Papa Francisco, en la jornada
misionera mundial. “Hay que testimoniar y transmitir la belleza de Jesús de
Nazareth. Quisiera escoger tres palabras de las lecturas: un sustantivo, un
verbo y un adjetivo. El sustantivo es el monte: de esto habla Isaías, cuando
profetiza acerca de un monte del Señor, más elevado que las colinas, al que
confluirán todas las naciones (cf. Isaías 2,2). El monte vuelve en el
Evangelio, ya que Jesús, después de su resurrección, indica a los
discípulos, como lugar de encuentro, un monte de Galilea, precisamente en
Galilea, que está habitada por muchos pueblos diferentes, la «Galilea de los
gentiles» (cf. Mateo 4,15). Entonces,
pareciera que el monte es el lugar donde a Dios le gusta dar cita a toda la
humanidad. Es el lugar del encuentro con nosotros, como muestra la Biblia,
desde el Sinaí pasando por el Carmelo, hasta llegar a Jesús, que proclamó
las Bienaventuranzas en la montaña, se transfiguró en el monte Tabor, dio su
vida en el Calvario y ascendió al cielo desde el monte de los Olivos.
El
monte, lugar de grandes encuentros entre Dios y el hombre, es también el sitio
donde Jesús pasa horas y horas en oración (cf. Marcos 6,46), uniendo la
tierra y el cielo; a nosotros, sus hermanos, con el Padre.
¿Qué significado tiene para nosotros el monte? Que estamos
llamados a acercarnos a Dios y a los demás: a Dios, el Altísimo, en el
silencio, en la oración, tomando distancia de las habladurías y los chismes
que contaminan. Pero también a los demás, que desde el monte se ven en otra perspectiva,
la de Dios que llama a todas las personas: desde lo alto, los demás se ven en
su conjunto y se descubre que la belleza sólo se da en el conjunto. El monte
nos recuerda que los hermanos y las hermanas no se seleccionan, sino que se
abrazan, con la mirada y, sobre todo, con la vida. El monte une a Dios y a los hermanos en un único abrazo, el de la
oración. El monte nos hacer ir a lo alto, lejos de tantas cosas materiales
que pasan; nos invita a redescubrir lo esencial, lo que permanece: Dios y los
hermanos. La misión comienza en el
monte: allí se descubre lo que cuenta. En el corazón de este mes
misionero, preguntémonos: ¿Qué es lo que cuenta para mí en la vida? ¿Cuáles
son las cumbres que deseo alcanzar?
Un verbo acompaña al sustantivo monte: subir. Isaías nos
exhorta: «Venid, subamos al monte del Señor» (2,3). No hemos nacido para estar
en la tierra, para contentarnos con cosas llanas, hemos nacido para alcanzar
las alturas, para encontrar a Dios y a los hermanos. Pero para esto se necesita
subir: se necesita dejar una vida horizontal, luchar contra la fuerza de
gravedad del egoísmo, realizar un éxodo del propio yo. Subir, por tanto, cuesta trabajo, pero es el único modo para ver todo
mejor, como cuando se va a la montaña y sólo en la cima se vislumbra el
panorama más hermoso y se comprende que no se podía conquistar sino avanzando
por aquel sendero siempre en subida.
Y como en la montaña no se puede subir bien si se está
cargado de cosas, así en la vida es
necesario aligerarse de lo que no sirve. Es también el secreto de la
misión: para partir se necesita dejar, para anunciar se necesita renunciar. El
anuncio creíble no está hecho de hermosas palabras, sino de una vida buena:
una vida de servicio, que sabe renunciar a muchas cosas materiales que
empequeñecen el corazón, nos hacen indiferentes y nos encierran en nosotros
mismos; una vida que se desprende de lo inútil que ahoga el corazón y
encuentra tiempo para Dios y para los demás. Podemos preguntarnos: ¿Cómo es mi
subida? ¿Sé renunciar a los equipajes pesados e inútiles de la mundanidad
para subir al monte del Señor?
Si el monte nos recuerda lo que cuenta —Dios y los
hermanos—, y el verbo subir cómo llegar, una tercera palabra resuena hoy con
mayor fuerza. Es el adjetivo todos, que prevalece en las lecturas: «todas las
naciones», decía Isaías (2,2); «todos los pueblos», hemos repetido en el
salmo; Dios quiere «que todos los hombres se salven», escribe Pablo (1 Timoteo
2,4); «id y haced discípulos a todos los pueblos», pide Jesús en el Evangelio
(Mateo 28,19). El Señor es obstinado al repetir este todos. Sabe que nosotros
somos testarudos al repetir “mío” y “nuestro”: mis cosas, nuestra gente,
nuestra comunidad..., y Él no se cansa de repetir: “todos”. Todos, porque ninguno está excluido de su
corazón, de su salvación; todos, para que nuestro corazón vaya más allá de
las aduanas humanas, más allá de los particularismos fundados en
egoísmos que no agradan a Dios. Todos, porque cada uno es un tesoro precioso y
el sentido de la vida es dar a los demás este tesoro. Esta es la misión:
subir al monte a rezar por todos y bajar del monte para hacerse don a todos.
Subir y bajar: el
cristiano, por tanto, está siempre en movimiento, en salida. De hecho, el
imperativo de Jesús en el Evangelio es id. Todos los días cruzamos a muchas
personas, pero — podemos preguntarnos— ¿vamos al encuentro de esas personas?
¿Hacemos nuestra la invitación de Jesús o nos quedamos en nuestros propios
asuntos? Todos esperan cosas de los demás, el cristiano va hacia los demás. El testigo de Jesús jamás busca ser
destinatario de un reconocimiento de los demás, sino que es él quien debe dar
amor al que no conoce al Señor. El testigo de Jesús va al encuentro de
todos, no sólo de los suyos, de su grupito. Jesús también te dice: “Ve, ¡no
pierdas la ocasión de testimoniar!”. Hermano, hermana: El Señor espera de ti
ese testimonio que nadie puede dar en tu lugar. «Ojalá puedas reconocer cuál
es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu
vida. [...] Así tu preciosa misión no se malogrará» (Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 24).
¿Qué instrucciones nos da el Señor para ir al encuentro de
todos? Una sola, muy sencilla: haced discípulos. Pero, atención: discípulos
suyos, no nuestros. La Iglesia anuncia
bien sólo si vive como discípula. Y el discípulo sigue cada día al Maestro
y comparte con los demás la alegría del discipulado. No conquistando,
obligando, haciendo prosélitos, sino testimoniando, poniéndose en el mismo
nivel, discípulos con los discípulos, ofreciendo con amor ese amor que hemos
recibido. Esta es la misión: dar aire
puro, de gran altitud, a quien vive inmerso en la contaminación del mundo;
llevar a la tierra esa paz que nos llena de alegría cada vez que encontramos a
Jesús en el monte, en la oración; mostrar con la vida e incluso con palabras
que Dios ama a todos y no se cansa nunca de ninguno.
Queridos hermanos y hermanas: Cada uno de nosotros tiene,
cada uno de nosotros “es una misión en esta tierra” (cf. Exhortación
apostólica Evangelii gaudium, 273). Estamos
aquí para testimoniar, bendecir, consolar, levantar, transmitir la belleza de
Jesús. Ánimo, ¡Él espera mucho de ti! El Señor tiene una especie de
ansiedad por aquellos que aún no saben que son hijos amados del Padre,
hermanos por los que ha dado la vida y el Espíritu Santo. ¿Quieres calmar la
ansiedad de Jesús? Ve con amor hacia todos, porque tu vida es una misión
preciosa: no es un peso que soportar, sino un don para ofrecer. Ánimo, sin
miedo, ¡vayamos al encuentro de todos! Fuente: Aciprensa.