4 de octubre 2019. Cardenal Antonio Cañizares. Autor: Iniciamos
el mes de octubre con un gran signo de esperanza: Santa Teresa del Niño Jesús.
En ella, como una verdadera caricia de Dios, nos ofrece el camino sencillo por
el que podemos caminar; un camino abierto a todos, posible a todos, el camino
de la confianza de los hijos de Dios en el Padre de la misericordia, por el del
abandono y consagración a Él, por el de la búsqueda de su rostro en todo y el
del seguimiento de su rastro, por el camino de la caridad, y todo en ello, en
orden a la misión.
Dios nos dice a todos
los que somos Iglesia que seamos una Iglesia misionera, que vayamos a las
misiones, que evangelicemos, que por estar en el corazón de Dios viviendo su
amor vayamos a donde están los hombres y les demos a conocer y gustar el amor
inmenso con el que Dios nos ama.
«La gran santa de los tiempos modernos» derrama una lluvia
de flores de santidad, de fe en Dios, de iniciativas misioneras. ¡Un gran signo
de esperanza! El mes de octubre, mes del Domingo del Domund, de las misiones,
mes misionero por decisión del Papa, se abre con la fiesta de la Patrona de las
misiones; además, celebramos esta fiesta con el recuerdo poco tiempo después de
la canonización de Santa Teresa de
Calcuta, la gran misionera de la caridad; y celebraremos también la fiesta
de Santa Teresa de Jesús, la gran
renovadora de la Iglesia y tan preocupada por evangelizar la recién
descubierta América.
Podríamos seguir con otros signos que el Señor nos ofrece en
este mismísimo mes de octubre, por ejemplo a nuestro San Francisco de Borja, siervo de Dios, humilde, que sólo quiso
servir al Señor que no muere –también como General de los jesuitas impulsó
mucho las misiones– o Santo Tomás de
Villanueva, el padre de los pobres, que tanto alentó la misión de los
padres agustinos en Méjico, o al gran San
Francisco de Asís, hermano universal de todos, evangelizador por
excelencia, que nos muestra encarnadas en su persona las bienaventuranzas y que
vive en la entera confianza en sólo Dios, o San Bruno, el santo del silencio que es elocuente palabra del sólo
Dios, Dios o nada, o San Antonio María
Claret, el santo misionero del siglo XIX de los pueblos cristianos con fe
adormecida cuyo corazón ardía en evangelizar, o San Pedro de Alcántara, fiel
hijo de San Francisco de Asís, que nos muestra el camino de la penitencia como
camino de renovación y vitalidad cristiana…
Todo esto, para mí, es una gran llamada del Señor a
nosotros, su Iglesia. No es casual esta coincidencia, tanta coincidencia, es
providencial, y, como tal, debemos verla como un signo y una llamada de Dios a
la Iglesia a ser misioneros todos, evangelizadores, alentados para hacer
discípulos del Señor.
Santa Teresita es
misionera, y Dios nos quiere una iglesia misionera, «en salida», la llama
el Papa Francisco. La pequeña santa de Lisieux es maestra del anuncio de la
primera y de la nueva evangelización que empieza por el anuncio y testimonio
gozoso del amor misericordioso y universal de Dios para todos sus hijos, al que
ella mismo se ofreció como víctima de holocausto. Es este amor el alma de la
misión; el amor que brota del «trato de amistad con Dios», continuado y sereno,
y de la contemplación de «la santa Faz» de Jesucristo, en el que vemos y
contemplamos el «rostro» de Dios, rico en misericordia y amor.
Santa Teresa del Niño Jesús, y los demás santos que he
mencionado, nos animan a la misión aquí en estas tierras de Valencia y más
allá, en las misiones, hasta todos los rincones de la tierra a los que somos
llamados y enviados, mostrando la caridad el amor de Dios; su persona y su
testimonio nos insta suave y sencillamente a tener confianza en la obra
misionera de la Iglesia, que es su dicha y su identidad más profunda, porque en
ella, joven y de tan pocos años, encontramos la animadora espiritual de la
misión que contagia a todos el amor del Señor.
La pequeña y, al mismo tiempo, la gran santa del Carmelo
teresiano de Lisieux, fiel hija de su Santa Madre, desde el convento en una
vida escondida con Cristo vivida en la contemplación y en las bienaventuranzas,
comunica a la Iglesia y al mundo que Dios es Amor: como nos ha hecho una vez
por todas e irrevocablemente el Hijo único y hadado testimonio la Iglesia
asentada en los apóstoles que «lo vieron y palparon». Esa ha sido su vocación.
Ese es el lugar que ella quiere ocupar en la Iglesia, el del amor; porque, como
muy bien intuyó ella, la caridad es el «corazón» de la Iglesia.
Y así lo comunica y lo grita a cada hombre: está a la «mesa
amarga» de los pecadores y de los incrédulos, y les comunica que Dios les
quiere, que Cristo, amándolos hasta el extremo, ha venido, ha muerto, ha
resucitado y está junto al Padre con las llagas y el costado abierto
intercediendo por ellos –por todos los hombres– y enviándoles el Espíritu de la
verdad que los hace libres con la libertad de los hijos de Dios. Santa Teresita ha comprendido que el Amor
encierra todas las vocaciones, que el Amor es todo, que abraza todos los
tiempos y lugares. La carmelita a la que algunos muros separaban del mundo
y a la que una enfermedad ha consumado
en joven edad, ha encontrado el centro de la Iglesia, el punto para elevar y
renovar la humanidad en una acción apostólica y misionera sin límites, porque
la entrega, el testimonio y la difusión del amor, en efecto, no tiene fin.
La joven hija de Santa Teresa de Jesús que, fiel a la Regla
teresiana, no salió de su convento, ahora, en estos tiempos tan necesitados de
misión, de una nueva evangelización, ilumina y va a todos los países para
anunciar el Amor de Dios, su misericordia para los pecadores, y el camino de
ser hijos, de hacerse y ser pequeños niños llenos de confianza en los brazos
del Padre, y así derramar esa «lluvia de rosas» que ella ya predijo. Ella,
maestra como niña pequeña de confianza en Dios, joven, contemplativa y
misionera, santa y maravilla de la gracia y de la misericordia divina, nos guía
y acompaña alentándonos a la interioridad y a la contemplación llevados de la
mano de la Santísima Virgen María –estamos también en el mes del Santo Rosario,
y a pocos días de la fiesta de Nuestra Señora del Pilar–, en la que encontramos
la gran Estrella de la Evangelización de todos los tiempos que nos entrega a su
propio Hijo, fruto bendito de su vientre, al que los hombres esperan y está
todo el amor y la esperanza que buscamos. Publicado en La Razón el 2 de octubre
de 2019. Fuente: Religión en libertad.